José Carlos Ruiz (Filosofía ante el desánimo) Pensamiento crítico para construir una personalidad sólida

 CUATRO ESTEREOTIPOS DE LA ESTUPIDEZ HUMANA

Hay un historiador y economista italiano, Carlo Maria Cipolla, que escribió sobre las leyes fundamentales de la estupidez humana. Reduce el comportamiento a cuatro estereotipos en función del coste/beneficio. El malvado: te fastidia a ti y se beneficia. El incauto: trata de beneficiarse él, pero le sale mal y te beneficia a ti sin quererlo. El inteligente: beneficia a los dos, y el idiota: te perjudica a ti y, encima, o no saca provecho o se perjudica él. En sus análisis destacó cuatro puntos que deben tenerse en cuenta:

1. «Siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo» En parte se debe a las dinámicas de aceleración e hiperestímulos, que no facilitan el proceso de reflexión.

2. «La probabilidad de que una persona cualquiera sea una estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona». Factores como la educación o el ambiente social no tienen nada que ver con la estupidez, siempre existe un porcentaje de estúpidos en todos los lugares.

3. «Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio». En algunas ocasiones sufrimos una pérdida de tiempo, de dinero, de energía, de apetito, incluso de buen humor por culpa de un idiota al que se le ha ocurrido fastidiar sin más. Esto es lo más cercano al absurdo que existe.

4. «Las personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las personas estúpidas. Los estúpidos, en especial, olvidan constantemente que, en cualquier momento o lugar, y en cualquier circunstancia, tratar y/o asociarse con individuos estúpidos se manifiesta infaliblemente como un costosísimo error». 

SÁDICOS

La violencia hipermoderna se encierra en esta forma circular que se retroalimenta entre dos polos, el dolor de la caída y el entusiasmo de levantarse. Lo más cruel de todo es que no deje resquicio para ser derrotado, se elimina la capitulación del ideario popular. Aceptar que la vida es como es, abandonar el ideal, ser consciente de que lo real se impone, es el primer gesto de humanidad que toda persona debería tener consigo misma. Pero admitir la existencia de esta derrota limita la capacidad productiva del sujeto. De modo que se potencia el mecanismo del deseo para activar el entusiasmo de manera indefinida. ¿Qué pasaría si al caernos, en lugar de saltar como un resorte para ponernos de nuevo en pie, nos detuviésemos un rato a tumbarnos en el suelo y mirar las nubes? Muchos sentiríamos, de manera inevitable, que estamos malgastando el tiempo, como si el tiempo fuese una inversión.

Junto a este masoquismo hipermoderno también encontramos un sadismo actualizado. El sádico es la persona que obtiene placer por medio del sufrimiento del otro. El marqués de Sade, una depravada y cruel persona que disfrutaba torturando, fue quien le dio nombre a esta actitud. El sadismo contemporáneo ha sustituido el dolor físico ajeno por el sufrimiento mental y la desgracia social del otro. Frente a la violencia que usa a la persona como un mero instrumento, nos encontramos con el sádico, que busca exterminarla, eliminarla, humillarla... Es una figura que se ha visto empoderada por la llegada de las redes sociales. Los sádicos son haters que se proponen como tarea destruir al otro como sea, y el único beneficio en forma de placer que obtienen es ser causa o testigo de su caída. 

Es una fuente de consuelo para su miseria, una miseria que descubren en sus propias carnes cuando alguien destaca por encima de ellos, de ahí que su labor sea la de acoso y derribo. Los sádicos actuales adquieren el papel de acosadores cuyo único beneficio pasa por experimentar el «placer de hundir» al otro, sin que eso les suponga a ellos ningún tipo de mejoría en sus vidas. Disfrutan de ese dolor ajeno, pero están lejos de ser envidiosos, no se plantean tener o conseguir lo que el otro tiene, sino más bien quitárselo, privarle de sus logros. 

El problema del sádico es que sitúa su fuente de placer fuera de su campo de acción. El éxito de su misión depende de la resistencia que tenga la otra persona para desplomarse. La ventaja que tiene es que, con los nuevos modelos de comunicación, su capacidad de acción y posibilidad de influencia han crecido, al igual que la probabilidad de éxito de su misión.

Siendo maniqueos podríamos decir que el mundo se divide entre masoquistas involuntarios y sádicos desgraciados. La sociedad conspira, empuja y orienta nuestra vida bajo el paraguas de la productividad y nosotros nos obsesionamos por enfocar el entusiasmo en la faceta laboral y proyectarlo en la personal. La violencia que provoca este reduccionismo de la identidad se ve incrementada por un modelo de producción que avala este proceso pero que, a su vez, empuja al trabajador a percibirse como culpable de su situación. 

Para el sociólogo Ulrich Beck, algunos empresarios, empujados por esa otra idea de «crecer o morir» y sometidos a ella, se convierten en verdugos indirectos que ejercen otro tipo de violencia cuando deciden llevarse el peso mayor de su producción a países en vías de desarrollo o tercermundistas, al tiempo que ellos y sus familias se quedan a vivir en los Estados democráticos occidentales y a disfrutar de la seguridad y libertad que les proporcionan. Es una variación de sadismo más que envía un mensaje doloroso a las personas que viven en estos países occidentales, sobre todo al obrero, a ese iluso que sitúa el peso de su identidad y de su realización en el trabajo, porque al ver este recado llega a concluir que él no es lo suficientemente competitivo para poder enfrentarse a esa mano de obra tercermundista. Para el profesor Beck, el obrero sufre un tipo de violencia estructural producto de un afán de lucro sin límite. A esto lo denomina «falacias del globalismo»:

Los directivos de las multinacionales ponen a salvo la gestión de sus negocios llevándoselos a la India del sur, pero envían a sus hijos a universidades europeas de renombre subvencionadas con dinero público. Ni se les pasa por la cabeza irse a vivir allí donde crean los puestos de trabajo y pagan muy pocos impuestos. Pero para sí mismo reclaman, naturalmente, derechos fundamentales políticos, sociales y civiles, cuya financiación pública torpedean.

PENSAR Y CAMINAR

Desplazarse usando solo los pies y erguido ha sido fundamental en el desarrollo de nuestra especie. Mucho antes de ser un Homo sapiens, capaz de organizar microsociedades, fuimos «hombres que caminan» (homo ambulet), nos erguimos. Al bajar de los árboles fue «el marchar», lo que nos proporcionó una de las primeras esencias. Muchos filósofos, comenzando por Aristóteles, han visto en la razón el elemento base que nos constituyó como especie, pero olvidaron que en proceso de hominización el caminar estirado, liberando las dos manos, fue una de las bases que posibilitó que llegásemos a ser lo que somos. 

Para un bebé, erguirse y dar los primeros pasos es un ejercicio de equilibrio complejo que celebramos porque constituye la apertura del niño al mundo. Es el primer camino hacia la libertad y la construcción de la independencia. Pero sobre todo es un ejercicio d estabilidad. El bebé tiene que ejercitarse y mantenerse en equilibrio mientras aprende a caminar, tiene que fortalecer las piernas y controlar el peso de su cuerpo para comenzar la marcha.

Con el paso del tiempo, caminar se convierte en un proceso mecánico, no necesitamos hacer equilibrios, hemos logrado, a base de práctica, marchar sin problemas. Su esencia es tan poderosa e íntima que solo percibimos su fuerza cuando no podemos hacerlo, cuando algo (una lesión, una fractura, una cuarentena...) nos lo impide. Es entonces cuando apreciamos su naturaleza y comprendemos el potencial que encierra. Desde esta perspectiva, pensar es igual que caminar. Aprendemos a pensar a base de práctica, y con el paso del tiempo lo ejercitamos sin darnos cuenta.

Cuando caminamos podemos hacerlo apresuradamente, con el objetivo de llegar a algún sitio, con lo que importante está en el punto de llegada. En tal caso, caminar sería un medio para un fin, y el modo en el que lo hagamos será irrelevante siempre que nos conduzca al lugar. Pero si en vez de tener una meta prefijada, lo hacemos por el mero placer de caminar, entonces nuestra relación cambia. Disfrutamos del paseo y de sus detalles sin presión. Cuando pensamos, podemos hacerlo de modo parecido, con algún objetivo determinado, con una finalidad específica (resolver un problema o analizar una situación), o hacerlo sin cuestiones concretas, dejándonos llevar por el ritmo que nuestro pensamiento desee imponer, esparciéndonos.

Salir a pasear (al igual que disponerse a pensar) implica estar dispuesto a ser sorprendidos por elementos imponderables que cambian cada vez que caminamos; es una manifestación a favor del encuentro (con los demás, con la naturaleza, con uno mismo), una apertura al saber. Introducir este hábito supone una manifestación a favor de la lentitud, de la calma, de la distancia. En una sociedad que nos empuja hacia una constante aceleración (Concheiro), en la que la identidad se configura bajo el estigma de la turbotemporalidad, caminar es un síntoma de rebeldía contra el sistema, una rutina contra el capital que está exenta de productividad material.

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