Peter Sloterdijk (Gris) El color de la contemporaniedad

La llegada a la política de jóvenes inexpertos no cambia en nada la edad del mundo, sino que, por el contrario, solo lo acerca aún más a zonas de peligro.

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No se necesita teoría alguna del totalitarismo para comprender la constelación Lenin-Mussolini, actual en el invierno de 1922. Una teoría así plantearía los fenómenos en falsas alturas. No fue el transfondo ideológico lo determinante para los sistemas «totalitarios», en la fase de su instauración práctica. En ambos casos, aquello con lo que se llevó adelante el secuestro de un Estado por una camarilla numéricamente diminuta y sus funcionarios ahormados al «partido» fue solo la consecuencia brutal, o bien la brutalidad consecuente. Si la «ideología» estaba en juego en este caso, se trataba de la destrucción del lenguaje cotidiano y su superposición por sistemas de frases ineludibles. Marcel Mauss encontró —con qué gusto se diría: inolvidablemente— la clave cuando, en su comentario a la conferencia de Élie Halévy del 28 de noviembre de 1936 «La era de las tiranías», puso el acento en el principio soreliano de «minoría activa», cuyo modo de ser caracterizó como el de un «complot permanente»: «Pero la formación del partido comunista ha quedado como la de una secta secreta, y su organismo más esencial, la GPU (policía secreta), ha quedado como la punta de ataque de una asociación secreta». 

Quien no tome suficientemente en serio este diagnóstico no se dará cuenta de qué es lo que hay que entender por el nombre de «política» hasta hoy en Rusia (y en numerosos otros Estados de la conspiración permanente, sobre todo, en China). Los sucesos acaecidos en Irán tras la instauración del Estado islámico en 1979 hablan en lo esencial el mismo lenguaje, solo que en Irán se llama «VEVAK» lo que en el caso ruso al principio se denominaba «Checa» y más tarde «GPU« o «KGB».

Lo que desde el punto de vista político dio que pensar ya en principio fue la aparición de la figura que hoy se discute nuevamente bajo el código «herradura», aunque la mayoría de las veces con acentos falsos. Se basa en observaciones que eran oportunas para poner en resonancia los elementos isomorfos del fascismo negro con los del rojo. Los efectos de eco en el ámbito negro-rojo hablan por sí mismos. Quien contemple a vista de pájaro el siglo XX no puede evitar percibir de golpe las analogías: ambos movimientos se entregaron a un futurismo sin límites, da igual si proveía de un centro de fuerza biológico popularmente definido, sobre todo la «raza» localmente dominante, o del fantasma de la unión de los proletariados de todo el mundo, vástagos que no poseen nada excepto su fuerza de trabajo. Su elemento común desde el principio fue un dinamismo agresivo. Ambos sistemas de Gobierno estaban implantados con tanto acento ejecutivo que la voluntad de mando en ellos podía alcanzar en poco tiempo fuerza de ley. La clásica división de poderes fue degradada a una decoración irónicamente mantenida. En ambos polos del espectro antidemocrático se sabía qué poco esfuerzo cuesta y qué fácil es hacer que un Parlamento, a cuyos miembros no les son indiferentes las cuestiones de la subsistencia, obedezca perrunamente las órdenes de su señor. Además, se podía uno atener, tanto en una parte como en la otra, a los valores de experiencia útiles para las dictaduras, según los cuales un tanto por ciento de una población basta para contagiarles a casi todos los demás ciudadanos el miedo y el horror. Ese efecto fue producido encargando a policías especiales ocuparse del «orden»; preferiblemente haciendo visitas sin previo aviso en las primeras horas de la mañana a los «sospechosos», tanto los habituales como a los no habituales. A ambos sistemas les era común el reconocimiento de que una escoria en uniforme se puede reclutar más fácilmente que cualquier otro cuerpo de funcionarios estatales (una idea sin la que tampoco hoy puede entenderse algo siquiera de las circunstancias rusas, bielorrusas, sirias, iraquíes, pakistaníes, etc). El cinismo sin límites caracterizaba en ambos polos la atmósfera política; tanto en Moscú como en Roma era evidente que ninguno de los ideales ruidosamente proclamados opondría resistencia alguna ya al primer intento de instrumentalización. 

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Al hacer balance político de la historia de las pesadillas que se convirtieron en realidad —de la existencia transitoria real tanto de un Estado NSDAP (1933-1945) como de un Estado PCUS (1922-1991), por no hablar aquí de sus satélites—, se impone al observador el juicio de que un Estado secuestrado por una secta que actúa en forma de partido constituye la forma suprema de criminalidad organizada, aunque la mayoría de las veces disimulada bajo formas correctas; una idea que ya aparece en la sentencia del padre de la Iglesia san Agustín (354-430), según la cual, si falla la administración de justicia, los Estados (regna) no son otra cosa que grandes cuevas de ladrones. Que la toma como rehén del Estado por una pandilla autolegitimadora se anuncie o se manifieste la mayoría de las veces por un socavamiento de la justicia no es una idea con la que pudiera contentarse nadie. 

Si tenemos en cuanta que de los 193 Estados actuales reunidos en la Organización de las Naciones Unidas apenas un tercio, incluso siendo magnánimos a la hora de contar, podrían considerarse democracias, mientras que el resto habrían de considerarse la mitad de ellos sistemas autoritarios, dictaduras constitucionales, y la otra mitad como economías de clan y sistemas de bandas estabilizadas a corto y medio plazo, camufladas bajo forma de Estado, entonces se entiende que las caídas del Tercer Reich en 1945 y de la Unión Soviética en 1991 no supusieron preludios de la expansión global de los Estados de derecho, ni siquiera de los Estados democráticos desde el punto de vista civil y social. Desde que el fenómeno de la mafia ha conseguido visibilidad pública, se sabe en qué medida sindicatos criminales siguen en ocasiones sus propias leyes inmanentes de bandas. El honor criminal no es que sea nada y la obstinación ideológica no tiene por qué ser siempre quimérica. Pero, si el fenómeno de la Unión Soviética no hubiera aparecido en el escenario mundial, no se habría observado nunca que, caso único bajo el cielo de la historia, ha habido una mafia de forma estatal con clásicos junto con servicios secretos que instruían diligencias contra todo, excepto contra sí mismos. 

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Implicaría minusvalorar la expresión «zona gris» si se quisiera limitarla a fenómenos de confusiones temporales o crónicas a consecuencia de fracasadas configuraciones de Estado. Manifestaciones de zonas grises en general constituyen un complejo de procesos alejados de los procedimientos legales. Aparecen donde el sueño de regularización solo se fija pasajeramente sobre corrientes de las cosas que suceden. Lo referente a las zonas grises constituye una dimensión geográfica y moral de un alcance que elude las mediciones mucho más que el trabajo en negro, el fraude fiscal, el falseamiento en los seguros y el contrabando de armas. Ello suministra, junto a los acostumbrados discursos realistas y triviales sobre los «terrenos» de los hechos y los «fundamentos» de los negocios, la metáfora más fuerte y más usada para las excrecencias del espacio de posibilidades que aparecen política, moral, estética, jurídica. ecológica, biológica y genéricamente en las zonas marginales de los campos regulares de acción; abarca lo semioficial, lo semicocido, lo semiverdadero, lo semisilencioso, lo semicriminal; en una palabra, todo aquello que se adhiere a lo real como envés atenuado: una economía sumergida del ser.

Las zonas grises se hacen notar cuando el orden falla sin que se quisiera el caos. Ningún mapa de zonas de conflicto, ningún altas de guerras civiles, ningún léxico de déficits consigue abarcar el reino de las zonas grises, y ninguna de las acostumbradas imágenes del mundo lo capta. A los historiadores de los imperios les es común la inclinación a pasar por alto la existencia y extensión de lo peculiar de las zonas grises a pesar de que el concepto usual para ello de «periferia» les señala la dirección. Ningún Ministerio de Asuntos Exteriores sabe realmente lo que sucede ahí fuera, donde las irregularidades campan a sus anchas. Más de cien semianarquías paraestatales bajo banderas se incuban en sí mismas en el planeta, por regla general ignoradas por el mundo que tienen alrededor, en la penumbra de conflictos más llamativos, fijadas a medio plazo entre el balanceo de valores de corrupción crecientes y menguantes. Incluso el cosmopolita más complaciente se cansa en algún momento lo suficiente como para arrojar el manto de bening neglect sobre zonas de las que saber demasiado respeto a sus situaciones solo conlleva conciencia infeliz, es decir, estrés mental sin opciones de acción. Con extraña naturalidad se toman las acostumbradas noticias procedentes de las zonas grises arraigadas: se lucha tan seriamente como se puede contra el tráfico mundial de drogas, pero se ve florecer las mercancías tóxicas tanto en rutas principales como en las apartadas; se mantiene en alto la apariencia de limitar el tráfico de armas y, no obstante, el volumen del negocio con medios para matar seres humanos crece año a año en tramas claras u oscuras hasta convertirse en una zona especialmente boom de la economía mundial; se quiere proteger a animales salvajes y solo puede oponerse a las internacionales de furtivos y carniceros una miserable cantidad de guardabosques y veterinarios, cuya contribución al bien consiste sobre todo en poder impedir de oficio y con insuficiente presupuesto algo peor aún. 

Puede ser que los que pertenecemos a la especie Homo sapiens hayamos asimilado el shock cosmológico que se siguió hace quinientos años del «giro copernicano», si es que siquiera algunos valientes miembros de ella han permitido alguna vez que les afecta. Pero nadie puede saber cómo soportarían ahora el sobresalto cuando una globografía inusual demostrara que la mancha de las zonas grises representa la estructura espacial más amplia de la tierra: el país de todos los países, no representado en ningún globo, no desplegado por ningún mapa, no colonizado por vía de comunicación alguna, no encandilado por ninguna United Greyzones Organization bajo la apariencia de un esfuerzo de regulación; la Pangea de lo irregular regular. El globo virtual de las zonas grises no muestra los países y mares tal como se los conoce política, geográfica y climatográficamente por los atlas usuales y las nuevas conectografías. Esboza continentes a partir de superposiciones de energías parciales, de las que ninguna es lo suficientemente fuerte como para vencer a ninguna lo bastante resignada como para entregar las armas. Perfila regiones sin hegemonía, sin justicia y sin resarcimientos; presenta mundos intermedios de infiltración, permeabilidad y aglutinaciones; sigue las corrientes de resentimientos estratégicamente dirigidos y noticias falsas. Sus ámbitos más oscuros son archipiélagos de casinos apartados, penitenciarías degradadas, catacumbas no visitadas de morbosidad crónica. Si los seres humanos se definen en los autodenunciados de las naciones que marcan el tono como portadores de derechos inalienables, tendrían que hacer valer, como cuasi ciudadanos del universo de las zonas grises, su derecho no reconocido a obtener pasaportes para moverse en terrenos equívocos. Sobre el éxito y el fracaso deciden en las zonas grises gremios casuales compuestos por comisarios, proyectistas y eminencias grises que casualmente está allí cuando se resuelven los asuntos oscuros. Según la ley marcial de las circunstancias, el «de alguna manera» crea siempre nuevas soluciones que a veces se condensan en rutinas. Lo que entonces puede significar todavía «realidad» se parece más al jazz que a una pieza que sigue notas, y como único precedente puede recurrirse al continuum de un insaciable mudding through

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