La atrocidad de la tarea del perdón
¿Es posible perdonar una traición? ¿Es posible para un amor que ha conocido la mentira, la impostura, el perjurio, volver a amar de todas formas? El perdón es una tarea atroz. En cierto sentido, recuerda a la elaboración del duelo. Se trata de digerir psíquicamente una pérdida. La imagen del amado se ha roto para siempre. El jarrón se ha hecho añicos. Y ya no puede uno recuperarse, volver a ser el que era. Pero a diferencia de la naturaleza dolorosa de la tarea del duelo, la tarea atroz del perdón implica que el objeto no está irreversiblemente muerto. Está muerto, pero aún sigue vivo. Se ha ido, pero aún está aquí.
¿Podemos olvidar una traición? El tiempo, como suele decirse, ¿no debería curar las heridas? ¿Por qué olvidarlo? ¿Pero debilitamiento, por extinción natural del recuerdo del trauma de la traición? ¿Por la pérdida de memoria? ¿Es una especie de amnesia lo que cae sobre la herida del amante haciendo que se olvide el golpe recibido?
Como en la tarea del duelo, el perdón también bordea la caída, la pérdida de una presencia que daba sentido al mundo y a mi existencia. Esa presencia ahora ya no existe. Es la doble experiencia de la carencia que se produce en cada duelo: el mundo, sin esa presencia, se vacía de sentido y mi existencia es una existencia perdida, al igual que se ha perdido el mundo.
El perdón nunca puede ser una respuesta inmediata a la traición. Exige tiempo, como cualquier tarea de elaboración del duelo. No hay duelo rápido ni duelo fácil, como tampoco hay perdón reactivo. En eso consiste la atrocidad del perdón: en que lleva su tiempo. Además, la tarea del perdón, como la del duelo, no borra el trauma de la pérdida, no puede olvidarlo, sino solo intentar reelaborarlo simbólicamente. Perdonar, en efecto, no significa olvidar: no se perdona porque se olvida, sino que se solo se puede olvidar si se persona.
Existe una única condición para que la tarea del perdón pueda llegar a cumplimiento: se trata de acoger la imperfección del Otro como figura de mi propia imperfección. Se puede perdonar por amor, pero también se puede, con la misma dignidad, ser incapaz de perdonar por amor. El trauma de la traición nos enfrenta a lo imperdonable, que no es sin embargo la traición del cuerpo, sino la traición del pacto y de la palabra que la traición del cuerpo conlleva. Un amor siempre puede acabar, pero la traición no implica necesariamente el fin de un amor. Todo lo contrario, quien traiciona y vive su acto con angustia es porque quisiera seguir en el amor; quien traiciona, muy a menudo, ama al que traiciona.
Por esa razón, el drama de la traición puede involucrar también a quien ha traicionado si todavía está enamorado. Y perdonarse a uno mismo es tal vez aún más difícil que perdonar al Otro. En este sentido, el adiós es menos atroz y doloroso que la traición, porque, en la traición, quien rompe el pacto pide al amor que siga existiendo, pide al amor que muera después de haberlo herido de muerte, pide que se encamine por la senda atroz de la tarea del perdón. Solo gracias a esa tarea, que, en el fondo, nunca acaba del todo —el perdón, como Derrida recuerda en varias ocasiones, es tan solo si es capaz de «perdonar lo imperdonable»—, puede la vida del amor volver a empezar, puede recuperarse y volver a arrancar. Con la aclaración necesaria de que somos los dueños de esa tarea. Nadie puede decidir perdonar. Solo la tarea atroz del perdón puede conseguir que el perdón se produzca. No como resultado de su acción, sino como una especie de regalo suplementario, como una suerte de gracia.
La herida que se convierte en poesía
Al igual que ocurre con la difícil tarea del duelo, tampoco la tarea del perdón es capaz de borrar del todo la herida abierta por el trauma de la traición. En el duelo se afronta la herida provocada por la pérdida de alguien que ya no está entre nosotros, en el perdón se afronta la herida causada por la pérdida de confianza en la palabra de la amada o del amado. La cicatriz de la traición queda tatuada en el cuerpo del amante. Se presencia es indeleble. El jarrón no puede volver a ser como era antes de romperse. El perdón no puede borrar la herida. Si acaso, cuando sucede, a lo que puede aspirar es a transformar la herida elevándola a la dignidad de la poesía.
Existe un antiguo arte japonés que puede ayudarnos a representar el milagro del perdón. Se llama kintsugi. Lo que envuelve una leyenda: un mandarín muy poderoso rompe accidentalmente un jarrón de su preciosa colección. Desesperado, busca a algún artesano capaz de recomponer la forma que el jarrón tenía antes del accidente. Consigue un nombre y confía las piezas de su precioso jarrón en las manos de este anciano artesano. Este, sin embargo, en lugar de intentar ocultar las gritas del jarrón, de reconstruirlo tal como estaba antes borrándolas, las resalta deliberadamente pintándolas de oro. Se cuenta que otros mandarines, al enterarse de la conmovedora belleza de ese jarrón, rompieron los suyos a propósito para pedir que fueran reensamblados con el mismo estilo.
En el arte kintsugi vemos en acto una operación extraordinaria: el jarrón sigue siendo el de antes por más que ya no sea el de antes. Ha cambiado de imagen, es otro jarrón, y sin embargo está construido sobre los restos del jarrón roto. A pesar del trauma de su ruptura, gracias a las sabias manos del viejo artesano, se ha convertido en la oportunidad de una nueva creación. Las líneas de las roturas se pintan de oro; las cicatrices se han convertido en poema. En este sentido, la experiencia del perdón es una experiencia de resurrección. El amor que parecía muerto, acabado, arrojado al polvo, sin esperanza, recobra vida, vuelve a empezar, arranca otra vez. Gracias al perdón, la pérdida y la muerte del amor no son la última palabra sobre el amor: el perdón permite que el amor empiece de nuevo, al igual que una vida que se creía muerta renace de nuevo. El perdón afirma que la destrucción y la muerte no son las últimas palabras de la vida.
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