Andrés Amorós (Las cosas de la vida) Guía para perplejos

La maja de Goya, censurada 

Creíamos que había pasado ya el tiempo oscuro de las censuras puritanas a la creación artística. Nos equivocábamos: en las redes sociales, ese gran Torquemada actual, se ha prohibido hace poco una información del periódico ABC sobre el cáncer de mama, porque en el dibujo médico se perfilaban unos senos femeninos. También se ha retirado un sello con La Maja desnuda de Goya, por su contenido lujurioso. Se ha censurado el vídeo de un partido político, porque contenía imágenes taurinas. Se ha atacado la bellísima Venus del espejo de Velázquez, por el sometimiento femenino que creían ver...

Como tantas veces, la estupidez conduce a la intransigencia. En una sociedad posmoderna, donde se predica el «todo vale», para disolver cualquier tipo de valores, renace, en cambio, el puritanismo paternalista que intenta salvarnos del mal, lo queramos o no... Por eso, una y otra vez vuelve a plantearse el viejísimo y nunca resuelto problema de las relaciones entre el arte y la moral.

Resulta inevitable comenzar, una vez más, con la tan citada frase de André Gide: «No se hace buena literatura con buenas intenciones ni con buenos sentimientos».

Más allá de la apariencia provocativa, es una verdad absolutamente indiscutible, como podemos comprobar todos los días. Cualquiera que conozca un poco lo que se publica en España, ahora mismo, encontrará ejemplos de sobra que lo demuestran.

Muchas personas bien intencionadas creen que lo que ellos han vivido es suficiente para un libro apasionante y deciden escribir sus «vivencias» (ésa es la palabra que suelen emplear). Demasiado antipático sería comentarles que los episodios que a ellos les emocionan quizá no interesen tanto a los lectores; además, que la literatura, como cualquier oficio y cualquier arte, no se puede improvisar, requiere un laborioso aprendizaje. Por mucho que me encante el mar, eso no es suficiente para que yo sepa pilotar un barco; aunque me guste mucho conducir mi coche familiar, nadie me confiaría un bólido de carreras. Etcétera.

En la base de todo existe un equívoco: por muchos episodios pintorescos que alguien haya vivido, si no sabe contarlos con arte, el relato será plúmbeo; en cambio, será emocionante la lectura de cualquier nimiedad si el que la cuenta es Cervantes, Flaubert o García Márquez.

Es inevitable recordar que los grandes temas literarios se repiten, que la mayoría de los argumentos están ya, por ejemplo, en la Biblia, en Las mil y una noche, en las tragedias griegas y en el teatro de Shakespeare.

Lo que importa, en literatura, no es la novedad de la anécdota, sino el tono, el punto de vista, el estilo, la estructura, el ritmo, el lenguaje... En definitiva, lo que cuenta es el talento literario de cada escritor.

Además, las «buenas intenciones» y los «buenos sentimientos» son expresiones demasiados vagas, que cada uno entiende a su modo. Para unos, supondrán cantar a la moral cristiana, a la familia, a la patria; para otros, defender una revolución proletaria. La experiencia demuestra que se han escrito infinidad de obras mediocres para exaltar sentimientos nobilísimos: el amor a la esposa, a los hijos, a la tierra natal; para cantar el trabajo, la justicia, cualquier virtud.

En general, la defensa de cualquier tesis, por muy noble que nos pueda parecer, suele lastrar la calidad de muchas obras. Recordemos cuántas pesadas novelas y poemas «sociales» se escribieron durante el franquismo. Y un ejemplo concreto: probablemente, lo peor de la obra de Antonio Machado y de la de su hermano Manuel son sus poemas directamente políticos, aunque su signo sea contrario: da igual que elogien a Líster o Franco.

En el cine, el llamado realismo socialista soviético llegó a extremos caricaturescos: la escena de ese chico que se declara a la chica en un tractor o en una granja colectiva, mientras los dos sueñan con un premio a la productividad en el próximo plan quinquenal. 

Incluso dentro del terreno de la la más pura ortodoxia cristiana, Santo Tomás de Aquino distingue claramente el concepto de lo bello del concepto de lo bueno. En su libro Arte y escolástica, lo resume así Jacques Maritain:

El arte y la moral son dos mundos autónomos, cada uno de los cuales es soberano en su propia esfera. La moral no tiene nada que decir cuando se trata de la calidad de la obra o cuando se trata de la belleza.

Lo proclama tajantemente Joubert:

Los teatros han de divertir noblemente, pero sólo han de divertir. Querer hacer de ellos una escuela de moral es corromper, a la vez, la moral y el arte.

Evidentemente, la obra literaria tiene sus propias leyes, al margen de la moral. Otra cosa es la moralidad o inmoralidad del escritor —del artista, en general—, en cuanto persona responsable.

No se opone a nada de eso, sino que lo confirma, el ideal —tan difícil de conseguir— que los griegos formularon como kálos kai agazós: la unión de lo bello y lo bueno. Lo resumía así el cardenal Cayetano, en sus Comentarios a la Summa theologica: «Pulchrum est quedam boni species» («Lo hermoso es una cierta especie de lo bueno». 

Si nos asomamos ala biografía de algunos grandes artistas, nos encontramos con episodios muy poco edificantes: Benvenuto Cellini y Caravaggio rozaban de cerca la criminalidad pero eso no impide que sean un maravilloso escultor y un extraordinario pintor. Nos emociona la música de Wagner aunque a veces nos parezca un gorrón y a pesar de que sus ideas se acerquen peligrosamente al antisemistismo. Quevedo se embarcó en aventuras de muy dudosa calificación pero es uno de los más grandes poetas españoles. La ideología de L.F. Céline es terrible pero su novela Viaje al fondo de la noche, extraordinaria. Juan Ramón Jiménez le corregía a Zenobia, su mujer, su diario íntimo cuando hablaba de él, para dejar a la posteridad una mejor imagen. Luis Cernuda insultaba y escribía anónimos contra sus amigos pero era un grandísimo poeta... ¿Hace falta dar más ejemplos?

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