EL NECESARIO CORAJE PARA LA VERDAD.
LA FUNCIÓN INTELECTUAL COMO INDISPENSABLE TAREA POLÍTICA
La convivencia democrática se ve dañada en la medida en que falta el compromiso con la verdad en el debate público. El efecto corrosivo de la mentira sobre las instituciones públicas puede llegar a ser letal: la deslegitimación que extiende sobre ellas, la desconfianza que siembre en quienes en ellas ha de desempeñar funciones de representación, de gobierno o de aplicación de la ley, la cobertura que da a las distintas formas de corrupción obedeciendo ella misma a un comportamiento corrupto, la sospecha multidireccional que se instala en el seno de la ciudadanía..., todo ello redunda, en sentido contrario, en la necesidad de la verdad –sabiendo eso sí, que no hay Verdad sobre la que alguien tenga monopolio, sino verdades y estas de diferentes tipos, que hay que afrontar la dinámica de la posverdad en nuestra realidad social y que es imperioso batallar contra el cinismo tan extendido en nuestra cultura.
No basta, pues, con decir, aun parafraseando a Aristóteles con toda razón, que la verdad se dice de muchas maneras, y pensar que solo es cuestión de ponerse a ello tranquilamente, pues en algunos casos la verdad cuesta cara, hasta el punto de que a veces puede costar la vida. Por ello, decir la verdad, sin la pretensión de que llegue a ser un «acto revolucionario«, según el tan citado dictum de Orwell, es insoslayable «necesidad política», como afirma Gramsci en fórmulas que pueden considerarse antecesoras de la orwelliana. La filosofía, con toda su carga crítica y aun con las dosis de escepticismo que en cada caso porte, no puede fallar a ese compromiso con la verdad, tampoco cuando ella ser hace presente de algún modo en el espacio público. Cabe decir que en tal caso se trata de compromiso ciudadano de la filosofía, lo cual, viéndolo por su reverso, nos da pie para hablar, dada la confluencia en un extremo utópico-normativo entre vocación universal para la ciudadanía y vocación universal para la filosofía, de compromiso filosófico-político de la ciudadanía. Decir la verdad social y políticamente relevante en el espacio público, en el ámbito de la opinión pública, es deber ciudadano —es veracidad como virtud republicana—, lo cual hay que afirmarlo como exigencia en la órbita de la justicia, aún a riesgo de ser objeto de sarcasmo por parte de cínicos y pragmatistas sin escrúpulos. Se trata de ganarles la partida a estos.
Es cierto que la ciudadanía cuenta con referentes a los que remitirse en lo que es esa forma de intervenir en el debate público, lo cual no deja de ser acción política, indispensable en democracia, máxime si se pretende que la democracia despliegue el componente de deliberación que es uno de los rasgos propios de madurez democrática de una sociedad. No obstante, los cambios que se suceden en nuestra sociedad y cultura también afectan a la figura reconocida como intelectual que interviene en la esfera pública desde la tribuna de los medios. No faltan voces, y me sumo a ellas, que consideran tal figura algo periclitado, al menos tal como la hemos conocido. Es lo que lleva a autores como Shlomo Sand a escribir que «la condición de esa extraña criatura [el intelectual crítico] de democracia pluralista ha entrado en regresión». Sin embargo, aun aceptando un diagnóstico que requiere muchos matices, lo cierto es que cabe considerar que el retroceso de esa figura, encarnada en ciertos personajes de relieve público, no significa que desaparezca lo que podemos llamar función intelectual. Es más, no debe desaparecer, sino que, antes bien, ha de realizarse de otra manera, siendo a ese respecto donde hay que contemplar dicha función como competencia de una ciudadanía crítica y activa. Diríase que a una realidad y visión elitista de los intelectuales ha de seguirle, cuando esa figura del intelectual llega a su fin— hecho que es inseparable del más general «declive del hombre público», una efectiva democratización del pensar crítico y la capacidad propositiva en el ámbito de la opinión pública: es decir, la realidad de ciudadanas y ciudadanos que, con buenas razones, opinan en el espacio público.
La parresía como virtud ciudadana. Recepción de Foucault ante el declive del «intelectual»
Respecto a la misma filosofía, entendida como sabiduría para la vida y a la vez como crítica de una realidad en cuyo seno, dado el entramado de fuerzas que la atraviesan, la vida queda trabada, encontramos la propuesta de Michel Foucault en torno a una «sabiduría parresíaca» como singularmente pertinente para replantear el quehacer de una ciudadanía que opina haciendo de ello también parte de su acción política. Es por ello por lo que el filósofo francés retoma, con referencias a Demóstenes, Heráclito y Sócrates u otro el valor de ese «coraje de la verdad» para el «hablar franco» y el «decir veraz», sin escabullir nada y sin disimulo, con la necesaria implicación en lo que en primera persona se dice, lo cual, por la interacción que pone en juego, no deja de provocar el coraje también necesario para la respuesta, aun con la interpelación incómoda, de quien sea el interlocutor:
La parrhesía [tal es la figura en la traducción que ahora es citada literalmente] es el coraje de la verdad en quien habla y asume el riesgo de decir, a pesar de todo, toda la verdad que concibe, pero es también el coraje del interlocutor que acepta recibir cierta verdad ofensiva que escucha.
Yendo más allá de toda profesionalización académica, esa concepción de la filosofía que propone Foucault —no deja de estar presente la referencia tambien a la parresía en sentido paulino como audacia de quien transmite insobornablemente un mensaje de «verdad», antes de caer atrapado por los intereses del «poder pastoral» de la Iglesia—, devuelve a esta a lo que en nuestra contemporaneidad podemos entender como función intelectual, no agotada en la que han desempeñado quienes han sido públicamente reconocidos como intelectuales.
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