Joseph Alois Schumpeter (Capitalismo, socialismo y democracia) Volumen I

LA DESTRUCCIÓN DEL CUADRO INSTITUCIONAL DE LA SOCIEDAD CAPITALISTA

Volvemos de nuestra digresión con una carga de hechos alarmantes que casi son suficientes, aunque no por completo, para fundamentar nuestro punto siguiente, a saber: que el proceso capitalista, del mismo modo que ha destruido el cuadro institucional de la sociedad feudal, está minando también el suyo propio. 

Hemos indicado más arriba que el mismo éxito de la empresa capitalista tiende paradójicamente a menoscabar el prestigio o el peso de la clase ligada principalmente a ella y que la empresa gigante tiende a desalojar a la burguesía de la función a la cual debe su importancia social. El cambio correspondiente en el significado y la pérdida de vitalidad de las instituciones y actitudes típicamente burguesas son fáciles de describir. 

Por una parte, el proceso capitalista ataca inevitablemente la base económica del pequeño productor y del pequeño comerciante. Lo que hizo con el estrato precapitalista lo hace también con el estrato inferior de la industria capitalista y, en realidad, en virtud del mismo mecanismo de la competencia. Por supuesto, Marx gana aquí muchos puntos. 

[...] Aun cuando los grupos empresariales gigantes estuviesen regidos con perfección divina, las consecuencias políticas de la concentración no dejarían de ser las que son. La estructura política de una nación se ve profundamente afectada por la eliminación de una hueste de empresas pequeñas y medianas, cuyos gerentes-propietarios, junto con los dependientes, servidores y parientes, pesan cuantitativamente en las urnas electorales y ejercen sobre lo que podemos denominar la clase de los cuadros una influencia que no han podido tener nunca los gerentes de una gran empresa; los mismos fundamentos de la propiedad privada y de la libertad de contratación se resquebrajan en una nación en la cual desaparecen del horizonte moral del pueblo las manifestaciones más vivas, más concretas y más significativas de estos derechos. 

Por otra parte, el proceso capitalista ataca también su propia armazón institucional dentro de los recintos de las grandes empresas (sigamos considerando la «propiedad» y la «libertad de contratación» como pars pro toto). A excepción de los casos, que son todavía de considerable importancia, en que una sociedad es prácticamente propiedad de un solo individuo o de una familia, se ha desvanecido del cuadro la figura del propietario, y con él el interés específico y directo del dueño. En dicho cuadro encontramos un primer grupo de ejecutivos, gerentes y subgerentes asalariados, un segundo grupo de grandes accionistas y un tercero de pequeños. El primer grupo tiende a adquirir la actitud del empleado y rara vez se identifica con el interés de los accionistas, ni siquiera en los casos más favorables, esto es, cuando se identifica con el interés del grupo empresarial en cuanto a tal. El segundo grupo, el de los grandes accionistas, aun cuando considera su relación con el grupo empresarial como permanente y se comporta según la teoría financiera, se encuentra alejado al mismo tiempo de las funciones y de la actitud de un propietario. El cuanto al tercer grupo, los pequeños accionistas casi nunca se preocupan mucho por lo que para la mayoría de ellos no es más que una pequeña fuente de renta y, se preocupen o no, no se tomarán ninguna molestia salvo que traten de explotar directamente o indirectamente los medios disponibles para incomodar a los administradores; como con frecuencia son maltratados y con mayor frecuencia aún se creen maltratados, adoptan de una manera casi regular una actitud hostil hacia «sus» sociedades, hacia la gran empresa en general. Y, especialmente cuando las cosas van mal, hacia el propio orden capitalista. Ningún elemento de estos tres grupos adopta de manera incondicional la actitud característica de ese curioso fenómeno tan lleno de sentido en vías de rápida desaparición que se identifica con la expresión «propiedad».

[...] Así pues, la evolución capitalista arrastra hasta el fondo todas esas instituciones, especialmente la propiedad y la libertad de contratación, que responderían a las necesidades y las prácticas de una actividad económica verdaderamente «privada».  Allí donde no las deroga, como ya ha derogado la libertad e contratación en el mercado de trabajo, alcanza el mismo resultado desplazando la importancia de las formas legales existentes —por ejemplo, las propias de la sociedad anónima frente a las que pertenecen a la sociedad en participaciones o a la empresa individual— o cambiando su contenido o significado. La evolución capitalista, al sustituir los muros y las máquinas de una fábrica por un simple paquete de acciones, desvitaliza la idea de propiedad. Menoscaba el poder del arma que en otro tiempo fue tan fuerte, esto es, el poder del propietario sobre sus bienes. En primer lugar, porque debilita la posibilidad de que uno haga lo que le plazca en lo que le pertenece, y en segundo lugar, porque el poseedor de un título abstracto pierde la voluntad de combatir económica, física y políticamente por «su» fábrica y por el dominio directo sobre la misma, hasta morir sobre sus peldaños si es preciso. Y esta evaporación de lo que podemos denominar la sustancia material de la propiedad —su realidad visible y tangible— afecta no solo a la actitud del poseedor de acciones, sino también a la de los obreros y el público en general. Una propiedad desprovista de sus funciones, desmaterializada y despersonalizada no imprime ni impone ninguna subordinación moral, como ocurría con la forma vital de la propiedad. Terminará por no quedar nadie que se preocupe realmente por defenderla ni dentro ni fuera de los recintos de los grandes grupos empresariales. 

LA HOSTILIDAD AUMENTA

LA ATMÓSFERA SOCIAL DEL CAPITALISMO

Después del análisis de los dos capítulos precedentes no debe resultar difícil comprender cómo la evolución capitalista ha creado esa atmósfera de hostilidad casi universal hacia su propio orden. El fenómeno es tan sorprendente y las explicaciones marxistas y popular del mismo son tan insuficientes que considero deseable desarrollar un poco más la teoría.

I. Como hemos visto, a la larga el capitalismo empequeñece la importancia de la función esencial de la clase capitalista. Tiende también a eliminar los estratos protectores, derrumba sus propias defensas y dispersar las guarniciones de sus trincheras. Finalmente, crea una configuración mental crítica que, después de haber destruido la autoridad moral de múltiples instituciones no capitalistas, se vuelve contra las suyas propias; el burgués descubre con asombro que la actitud racionalista no se detiene ante las credenciales de los reyes y los papas, sino que llega a atacar la propiedad privada y todo el sistema de valores burgueses. 

La fortaleza burguesa queda sí políticamente desmantelada. Las fortalezas indefensas invitan a la agresión, especialmente si hay en ellas un rico botín. Como siempre, los agresores actúan en una situación de hostilidad racionalizada. Sin duda, es posible liberarse de ellos durante algún tiempo mediante el soborno. Pero este último recurso falla tan pronto como descubren que pueden tomarlo todo. Esto explica, en parte, por qué la atmósfera del capitalismo se hace cada vez más irrespirable. En la medida en que es válido —ya que no explica por completo el fenómeno—, este elemento de nuestra teoría se verifica por el alto grado de correlación que existe históricamente entre la indefensión burguesa y la hostilidad hacia el orden capitalista: en tanto que la posición burguesa era fuerte, había poca hostilidad, aunque entonces había mucha más razón para ella; esta hostilidad se ha extendido pari passu con el desmoronamiento de los muros protectores.

[...] En tercer lugar, están las inquietudes cotidianas y la amenaza de las dificultades que todo el mundo tiene que combatir en todo sistema social, esto es, las fricciones y contratiempos, los sucesos desagradables mayores o menores que perjudican, molestan o contrarían. Ya supongo que cada uno de nosotros está más o menos habituado a atribuirlos plenamente a aquella parte de la realidad que está fuera de su propia piel, y para superar el impulso hostil con el que reaccionamos ante tales dificultades se necesita una adhesión emocional al orden social, es decir, precisamente el sentimiento que el capitalismo es incapaz de producir, dada su estructura. Si no hay adhesión emocional, entonces este impulso se desarrolla libremente y termina por convertirse en un elemento permanente de nuestro sistema psíquico.

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