Carlos Blanco (El sentido de la libertad) Cómo construir una autonomía responsable

 LO ÉTICO COMO HORIZONTE INELUDIBLE DE LA VOLUNTAD

Entre lo subjetivo y lo objetivo se alza precisamente una esfera: la ética. Como rama filosófica, la teoría ética aborda el problema de la determinación del valor moral de las acciones humanas. Obedece por ello a razones de pretensión objetiva, pero ha de ser asumida libremente. Renunciar a guiarse por cualquier clase de principio ético es imposible, pues siempre orientamos nuestras acciones de acuerdo con alguna norma, subjetiva u objetiva. Incluso quienes afirman no seguir ningún precepto han entronizado ya su voluntad como norma ética suprema, porque la han ubicado en el vértice de la pirámide de nuestros valores.

¿Cómo debo obrar? ¿Reconocerá alguna instancia cósmica el valor de mis acciones? ¿A qué norma he de entregar mi libertad, si soy un simple objeto de la naturaleza, regido como tantos otros por inalterables leyes de la física, mientras este universo, tan gigantesco como estremecedor, permanece ciego ante los esfuerzos morales del hombre? ¿Dónde yace la auténtica fuente de toda normatividad, en la voluntad o en la razón, y cuál es el mejor método para descubrirla?

Puedo negar libremente una verdad matemática y científica por un acto supremo de mi voluntad que en nada afecta al valor de esa verdad, cuya esencia es independiente de mí. Sin embargo, en el dominio de lo ético es la voluntad la que confiere existencia efectiva, espaciotemporal, a la norma. Puedo resistirme a aceptar que hay infinitos números primos, o conjuntos infinitos numerables, o que e es un número trascendente, pero por mucho que la ignorancia y la arrogancia humanas se empeñen en negar estas proposiciones, rigurosamente demostradas, las verdades matemáticas y científicas preservan su valor de verdad, pues los universos mental y material siguen funcionando con arreglo a ellas. La norma ética, no obstante, sólo tiene sentido cuando alguien la aplica en su vida. Lo ético incluye en su propio concepto la libertad, y por tanto la voluntad. Una acción que no puedo escoger libremente no pertenece al espacio de lo ético, dado que yo no puedo responder por ella. Sólo es ético aquello que compromete mi libertad, aquello que obliga a mi voluntad, libremente encaminada, a recorrer ese itinerario en lugar de otro.

Nuevamente, un idéntico e impetuoso interrogante nos aguijonea: ¿Qué debo hacer? ¿Cómo he de vivir? Únicamente el ser humano se plantea esta pregunta intempestiva, a la que tanta importancia atribuyen, con sublime perspectiva, Aristóteles. La naturaleza sólo nos ofrece un vago sentido del deber moral en forma de emociones compartidas, de las que no brota, en cualquier caso, un deber libre y responsablemente asumible, sino una inclinación involuntaria. Además, el principio rector de la naturaleza biológica es la ley, implacable y despiadada, de la selección del más apto en un nicho ecológico concreto, por lo que toda ilusión a una hipotética ley natural resulta ostensiblemente inadecuada como fundamento de la ética.

No existen tablas de la ley grabadas con fuego en la materia cósmica. No hay ningún oráculo en el firmamento. Sus astros parecen presagiar la lírica de un susurro infinito, de una revelación súbita exhalada desde las extrañas siderales, pero en realidad se mantienen en un hierático y eterno silencio, en el cierre ontológico del mundo sobre sí mismo. Ninguna epifanía mesiática nos mostrará nuestro destino: hemos de construirlo con nuestra mente. 

El individuo podría limitarse a vivir su vida como un torrente de experiencias episódicas gobernadas por la ley del placer y del dolor, que nos conduce a buscar el primero y a evitar el segundo. La propia ciencia nos enseña que somos una parte prescindible del grandioso universo, y que nuestro cerebro se mueve por estímulos sobre los que rara vez ejerce control. Exorcizada y desvanecida la ilusión antropocéntrica, si el hombre no ocupa una posición especial en el cosmos tampoco puede hacerlo la moral, que sólo afecta a seres dotados de una mínima capacidad de adquirir conciencia en torno al valor de sus acciones. Si dios existiera, sería posible apelar a una ley ética suprema que nos vinculase necesariamente. Pero como no sabemos si existe, ni si podremos saber algún día si existe, esta opción queda descartada de modo casi automático, y apenas si resultará defendible por quienes anhelen construir un sistema ético de vocación universal.

Es difícil, empero, no percibir la llamada del deber moral, su voz severa y persistente, que resuena ante nosotros como un eco absoluto, objetivo, impersonal pero canalizado a través del ejercicio de lo personal. Nada nos hace más humanos como reflexionar sobre el sentido de nuestras acciones. ¿Cómo he de vivir? ¿He de ceñirme a vivir sin más, a sobrevivir, a resistir las presiones de una naturaleza dadora y destructora de vida, generosa y hostil al unísono, o el deber radica en vivir moralmente?

Tan pronto como acepto vivir moralmente, admito una objetividad superior a mi subjetividad. Me postro ante una nueva ciencia, indiferente a mis aspiraciones de felicidad individual. En su tentativa de diseñar un sistema puro de la razón práctica, donde ésta no se guíe por intereses individuales, sino por normas universales, la ética formal kantiana ejemplifica mejor que ninguna otra creación filosófica nuestra capacidad de llevar esta idea a sus últimas consecuencias lógicas. 

Fernando Vallespín (La sociedad de la intolerancia)

 PENALIZAR AL DESIDENTE

Lo que sustituye el argumento entonces es el tabú [...]. Solo aquellos que tienen un estatus identirario aprobado pueden, como los chamanes, hablar sobre ciertos asuntos [...]. Las proposiciones se vuelven puras o impuras, no verdaderas o falsas.

LA CORRECCIÓN POLÍTICA

Permítame que comience con un pequeño rodeo para aludir a algo de lo que yo mismo fui protagonista, así que debo narrarlo en primera persona del singular. Es un incidente que tuvo lugar en un curso de máster que tiene mi universidad con otros centros europeos y se imparte en lengua inglesa. La mayoría de los alumnos son, por tanto, de fuera de España. Para entender el contexto es preciso decir también que tuvo lugar en una larga clase sobre la Escuela de Fráncfort (¡de dos horas!). Bien entrados en la materia, y al hilo de un par de referencias sobre la obra de Arendt y Heidegger, se me ocurrió decir lo sorprendente que era que estos dos autores fueran amantes cuando ella tuvo al gran filósofo como profesor. E hice un inciso que, de forma casi literal, consistió en lo siguiente: «La verdad es que no era tan extraordinario, porque él era una especie de héroe para todos los alumnos, y ella destacaba entonces por ser una estudiante brillante y muy atractiva. Casi todos sus compañeros se enamoraron de ella y, claro, también el profesor». Fin de la cita. Luego proseguí con la dura explicación de los francfortianos. 

Hasta aquí todo fue normal, una clase que había dado innumerables veces y siempre introduciendo el dato de la liaison entre esos dos genios. Como tantos otros de mis colegas, a la hora de presentar a algún autor es inevitable introducir también algún rasgo personal que hace la clase más llevadera. Pero hete aquí que al acabar la explicación se me acercó una alumna y me dijo que esa observación que había hecho sobre Arendt podía interpretarse como «sexista». Lo dijo con mucha naturalidad y sin intención conminatoria alguna, así que tampoco le di importancia. Es más, le contesté algo así como «bueno, quizá sobraba esa referencia» y punto. Más serio me pareció ya el abordaje que me hizo otro alumno, socializado en el mundo académico estadounidense. Aludió a lo mismo, pero con una clara intención inquisitoria. Me reprendió mi conducta por sexista y poco ejemplarizante, e incluso añadió: «¡Espero que cuando hable de Foucault no diga que era homosexual!». Ahí me di cuenta de repente de que eso que habíamos leído o conocíamos por parte de colegas extranjeros había llegado ya a nuestros lares. Y me dije, ojo con las palabras, ya está aquí también la ola de la corrección política (PC en su tan utilizado acrónimo inglés).

En mis cuarenta años de docencia nadie me había acusado jamás de sexista, y mira que había contado veces esa anécdota de Arendt/Heidegger o aludido a cosas que hubieran justificado mucho más dicha imputación. Y me dio una pereza horrible tener que tomar las muchas precauciones que ahora son necesarias para no herir la sensibilidad de nadie, o proceder a la autocensura. A pesar del malestar que me produjo, todo hubiera quedado como una anécdota más de las muchas que tenemos los profesores con los estudiantes de no ser por lo que vino a continuación. Al comienzo de la clase siguiente, el alumno ya mencionado me pidió dirigirse a sus compañeros. Lógicamente de dije que sí, que adelante. Lo hizo para repetir en público lo que me había señalado en privado, solo que ahora con la indisimulada intención de convertir a la clase en tribunal y que yo obtuviera un reproche público a la vez que él se presentaba como el impecable guardián del lenguaje correcto. No hubo tal admonición, porque todos permanecieron callados, pero caí en el error de ponerme a la defensiva en vez de pasar a la lección siguiente. ¡Busqué justificarme! Señalé que sin ese dato no se explica por qué Arendt le perdonaría luego a Heidegger su colaboración con el nazismo, o por qué se me restringía la libertad de poder decir en clase lo que se encuentra en innumerables libros. ¿No puede decirse en público lo que uno lee en privado? Estaba perplejo porque por primera vez en mi carrera se me sometía a un proceso de corte inquisitorial, pero al caer en ese tipo de explicaciones no hice más que someterme tácitamente a él.

En fin, lamento haberme extendido en esta anécdota. Si lo he hecho es porque considero que de ella pueden extraerse algunas lecciones interesante sobre dónde estamos. La primera es el fetichismo que adquieren determinadas palabras o expresiones en esta ola de corrección política. En nuestro ejemplo, lo de «atractiva» —o quizá lo de «amantes»— fue lo que activó la reacción admonitoria, no lo sé con exactitud; y luego está la advertencia de no calificar a alguien de «homosexual». Con ello se hace primar el contenido ideológico de los términos sobre el contexto en el que son emitidos. El contexto que motiva el recurso específico a ellos se desvanece; importa más la demonización de su utilización que la intención con la que se hace. Por ejemplo, no es lo mismo utilizar la palabra «homosexual» como insulto o para denigrar a alguien, algo que queda claro por el contexto sobre el que se aplica la elección de dicho término, que decir que la homosexualidad de Foucault explica su sensibilidad hacia la conexión entre poder y sexualidad. ¿Creen de verdad que puede entenderse a Foucault sin aludir su condición homosexual, algo que él mismo llevaba con orgullo? Otra cosa es que sea utilizada como arma para criticar su teoría o como insulto. Por cierto, por seguir con este autor, ahora mismo están saliendo a la luz historias poco edificantes sobre su estancia de Túnez que nos lo presentan más como depredador de niños y adolescentes que como víctima. Sobre él pende ahora incluso la amenaza de ser «cancelado» por parte de aquellos que en su día tanto lo encumbraron. Como comprenderán, es algo que en estos momentos no nos concierne, y además no hay evidencias sólidas. Aunque imagino que los propugnadores de la PC empezarán a aludir a ello como aviso a navegantes. Si así fuera, estaríamos ante otra patología, la imposibilidad de distinguir el valor de una obra de la propia estatura moral de su creador. Ya ocurre con pintores como Gauguin o Picasso, o cineastas como Woody Allen, que se han puesto en el disparadero. 

Vallespín Oña, Fernando (La mentira os hará libres) Realidad y ficción... 

Fernando Trías de Bes (Una historia diferente del mundo) Cómo las emociones y los instintos determinan el funcionamiento y el devenir de la humanidad

 MALTHUS Y EL TREMENDISMO
El miedo a la catástrofe como velo ante el error

En el año 1798, un erudito clérigo anglicano publicó uno de los libros más comentados de las ciencias sociales: Ensayo sobre el principio de la población. Su autor, Thomas Malthus, está considerado el primer demógrafo de la historia. Para ser fieles a la verdad, como hemos visto en el capítulo 8, Halley o otros científicos ya habían realizado cálculos sobre esperanza de vida y evolución de la población, pero Thomas Malthus fue el primero que relacionó a la población con los recursos económicos.

La teoría de Malthus era bien sencilla. La población crece geométricamente mientras que la agricultura crece aritméticamente. La incapacidad de la agricultura para abastecer los aumentos demográficos hace prever una crisis sin precedentes: hambrunas, revueltas, pestes, pobreza y, en último término, guerras. La población se autorregularía a través de la enfermedad y la guerra, debían morir millones de personas hasta recuperar niveles sostenibles de población.

Además del primer demógrafo, Malthus fue el primer tremendista económico. Los previsores de catástrofes de la historia se han equivocado de manera sistemática. Alguno acierta de vez en cuando, claro está, pero de cada cien predicciones de desastres económicos, me atrevo a decir que noventa y nueve resultan fallidas. 

Malthus también se equivocó.

A pesar de su error, sigue siendo uno de los pensadores más influyentes de la historia, y de los más comentados. A su teoría se le llama maltusianismo. Cada tanto, cuando se producen aumentos repentinos de población, sale algún maltusiano a la palestra y nos advierte a todos de la gran hecatombe, como aquellos iluminados que vagaban por las calles de las ciudades dándole a una campana y gritando: «¡Arrepentíos, el fin de los tiempos se acerca!».

¿En qué se equivocó Malthus?

No preveía algo: la tecnología.

Durante el siglo XIX, poco después de que Jenner descubriera la vacuna de la viruela, se logró, gracias al hallazgo de los fertilizantes, prescindir del barbecho. El barbecho era la práctica de dejar descansar las tierras, manteniéndolas sin cultivar para que recuperasen su fertilidad. También se sustituyó la siembra manual por la mecánica y se utilizaron nuevos arados. Y se expandió el sistema Norfolk de rotación de cultivos para obtener más cantidad de hierbas y optimizar y aumentar la alimentación del ganado. Y un sinfín de mejoras técnicas agrarias. 

Aquello multiplicó la producción agrícola. Con muchos menos agricultores y ganaderos se obtenía muchísima más producción.

Fue la revolución agrícola, justo anterior y, en el fondo, la otra gran precursora de la Revolución Industrial. La agricultura mejoró tanto, que pudo abastecer a toda la población. No solo sin ofrecer problemas, sino que lo hizo con menos mano de obra.

No deja de sorprender que el mayor error de cálculo de la teoría importe poco para seguir considerando a Malthus uno de los grandes economistas que jamás han existido. En parte, eso explicaría por qué muchos economistas se dedican a realizar catastróficas predicciones sin importarles si aciertan o se equivocan. Los economistas sabemos que, como Malthus, con suficiente reputación es bastante probable seguir siendo, por lo menos escuchados, aunque erremos. Me gustaría saber si en medicina o física ocurriría lo mismo. 

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¿SOCIALISMO UTÓPICO O EMPIRISMO MARXISTA?
El ego del síndrome del salvador

El propio Marx siempre sostuvo que toda teoría política debía ser probada en la práctica, lo contrario era «escolástica» y pura teorización. Como contó el periodista y escritor Carlos Alberto Montaner en una magnífica conferencia pronunciada en Madrid en febrero de 2005, sobre por qué fracasó el comunismo, el propio Marx exigía que la realidad debía imponerse a las ideas, y que, si el socialismo utópico era verdaderamente el camino a la felicidad de la civilización y la justicia social, así debía probarse. 

Pues bien, pocas veces hemos gozado de una prueba de laboratorio tan perfecta en un campo como las ciencias sociales donde es tan difícil demostrar las cosas. En el caso de los comunismos, disponemos de pares de países escindidos por amor de la ideología comunista y liberal, que nos permiten comparar sus resultados al cabo del tiempo.

Así tuvimos (o tenemos) dos Alemanias (una capitalista y otra comunista); dos Coreas (una capitalista y otra comunista); dos Chinas: Hong Kong y Taiwán versus la China continental (dos capitalistas y otra comunista), el Imperio austrohúngaro escindido en Austria versus Hungría y Checoslovaquia (una capitalista y otra comunista). Todos estos pares de territorios son equiparables en población, capacidades y recursos naturales; la única variables diferencial es el sistema económico adoptado.

La comparación del nivel de vida, PIB y renta per cápita de todos ellos tras varias décadas de implementación de liberalismo y comunismo haría sonrojar a cualquier marxista. El nivel de prosperidad, de desarrollo, de comodidades, de libertades, incentivos y bienestar alcanzado no tienen parangón en los países liberales respecto a los socialistas. 

Como anécdota y para acabar de demostrarlo, todos los movimientos migratorios se han producido desde los países comunistas hacia los capitalistas. Nunca al revés. Por algo será.

[...] El que haya personas que defienden que el comunismo es un sistema social posible cuando toda la evidencia empírica ha demostrado lo contrario resulta increíble. Esta insistente creencia proviene del deseo de corregir las injusticias del liberalismo. Sí, el capitalismo ha de ser corregido, estamos de acuerdo, y ya lo he dicho al inicio del capítulo, pero el comunismo es incorregible.

El capitalismo será inestable, pero el comunismo es autodestructivo.

Carlos Alberto Montaner, tuvo la oportunidad de entrevistar en Moscú a Aleksander Yakovlev, uno de los principales dirigentes de la URSS en el momento de su disolución, que había sido embajador de la URSS en Canadá y que fue mano derecha de Gorbachov durante su mandato. 

La última pregunta de la entrevista que le formuló Montaner resume a la perfección lo que aquí he pretendido recoger en cuanto a andamios humanos de la economía se refiere.

Reproduzco literalmente las palabras del escritor:

Tras la descripción histórica de los hechos, que consumió casi toda la entrevista, le hice a Yakovlev una pregunta final: ¿en definitiva, por qué fracasó el comunismo? Se quedó pensando unos segundos y me dio una respuesta probablemente correcta, pero que hay que abordar con cuidado y en extenso: «Porque —me dijo— no se adapta a la naturaleza humana». 

Caroline Fourest (Generación ofendida) De la policía cultural a la policía del pensamiento

INTRODUCCIÓN

En mayo de 1968, la juventud soñaba con un mundo que estuviera «prohibido prohibir». Hoy, la nueva generación solo piensa en censurar aquello que la agravia, que la «ofende»

En Estados Unidos, basta con pronunciar «ofender» para apagar una conversación. Como parte de una necesaria reflexión para limpiar el vocabulario de sus escorias vejatorias para con las mujeres y las minorías, lo «políticamente correcto» parece fundirse con la caricatura liberticida que sus adversarios conservadores le predijeron desde el principio, inclusive antes del actual descarrío. Una ganga con la que estos se frotan las manos, pues les concede el bello rol de ser los campeones de las libertades.

Antaño, la censura venía de la derecha conservadora y moralista. Ahora, brota de la izquierda. O, mejor dicho, de cierta izquierda, moralista e identitaria, que abandona el espíritu libertario y lanza sus anatemas o edictos contra intelectuales, actrices, cantantes, obras de teatro o películas. ¡Si al menos se alzara contra los verdaderos peligros, la extrema derecha y el repunte del deseo de dominación cultural. Pero no. Polemiza por nada, vocifera y se enfurece contra celebridades, obras y artistas.

La actualidad desborda de disparatadas campañas que se llevan a cabo en nombre de la «apropiación cultural». Hay quienes se sublevan contra Rihanna por llevar trenzas calificadas de «africanas». Hay quienes llaman a boicotear a Jamie Oliver por un «arroz jamaicano». En Canadá, unos estudiantes exigen la supresión de una clase de yoga para no «apropiarse» de la cultura india. En los campos universitarios estadounidenses, unos alumnos controlan los menús asiáticos en los comedores, cuando no se niegan a estudiar las grandes obras clásicas que contienen fragmentos «ofensivos». 

En adelante, dentro de ese templo del saber que es la universidad, impera el temor a comer y hasta a pensar. La más mínima contradicción ofusca y se vive como una «microagresión», hasta el punto de exigir safe space. Espacios seguros, entre pares, donde se aprende a huir de la alteridad y el debate. El mismísimo derecho a expresarse está sujeto a autorización, según el género y el color de piel, intimidación que llega hasta el despido de profesores.

Francia resiste bastante bien. Sin embargo, incluso allí existen grupos de estudiantes que se indignan contra exposiciones y obras de teatro, llegando a impedir sus representaciones, prohibiendo físicamente el acceso de algún conferencista que les desagrada o, en ocasiones, llegando a romper sus libros. Autos de fe que nos recuerdan lo peor. 

Esa policía de la cultura no viene de un Estado autoritario, sino de la sociedad y de una juventud que procura ser woke, despierta, por ser ultrasensible a la justicia. Lo cual sería estupendo si no cayera en la asignación de categorías o en un modo inquisitorio. Los millennials están ampliamente comprometidos con esa izquierda identitaria que domina la mayoría de los movimientos antirracistas, LGTBI, y que inclusive divide al feminismo. A menos que se produzca un sobresalto, su victoria cultural pronto será completa. Sus redes de influencia crecen en el interior de los sindicatos, las facultades, los partidos políticos, y ganan el mundo de la cultura. Sus conspiraciones pesan cada vez más en nuestra vida intelectual y artística, y el coraje de resistir escasea. De manera que vivimos en un  mundo rabiosamente paradójico, donde la libertad de odiar jamás ha estado tan fuera de control en las redes sociales, pero la libertad de hablar y pensar jamás ha estado tan vigilada en la vida real.

[...] Ayer, los minoritarios luchaban juntos contra las desigualdades y la dominación patriarcal. Hoy, luchan por saber si el feminismo es «blanco» o «negro». La lucha de «razas» ha suplantado la lucha de clases. «¿Desde dónde hablar, camaradas?» Esta frase, que se enunciaba para hacer sentir culpable al otro en función de la clase social, ha mutado en el control de la identidad: «¡Dime cuál es tu origen y te diré si puedes hablar!».

Lejos de impugnarlas, la izquierda identitaria válida las categorías que priorizan el componente étnico, propias de la derecha supremacista, y se encierra en ellas. En lugar de buscar un carácter mixto y mestizo, fracciona nuestras vidas y nuestros debates entre «racializados» y «no racializados», enfrenta a las identidades unas contra otras, termina colocando a las minorías en competencia. En lugar de inspirar un nuevo imaginario, renovado y más diverso, censura. El resultado es visible: un campo intelectual y cultural en ruinas. Que beneficia a los nostálgicos de la dominación.

Este libro espera hallar una vía de escape. No se trata de añorar los viejos tiempos en lo que uno podía descargarse contra los homosexuales, negros y judíos. Ni de servir de aval a aquellos que confunden el deseo de igualdad con una fantasmagórica «tiranía de las minorías»

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