LO ÉTICO COMO HORIZONTE INELUDIBLE DE LA VOLUNTAD
Entre lo subjetivo y lo objetivo se alza precisamente una esfera: la ética. Como rama filosófica, la teoría ética aborda el problema de la determinación del valor moral de las acciones humanas. Obedece por ello a razones de pretensión objetiva, pero ha de ser asumida libremente. Renunciar a guiarse por cualquier clase de principio ético es imposible, pues siempre orientamos nuestras acciones de acuerdo con alguna norma, subjetiva u objetiva. Incluso quienes afirman no seguir ningún precepto han entronizado ya su voluntad como norma ética suprema, porque la han ubicado en el vértice de la pirámide de nuestros valores.
¿Cómo debo obrar? ¿Reconocerá alguna instancia cósmica el valor de mis acciones? ¿A qué norma he de entregar mi libertad, si soy un simple objeto de la naturaleza, regido como tantos otros por inalterables leyes de la física, mientras este universo, tan gigantesco como estremecedor, permanece ciego ante los esfuerzos morales del hombre? ¿Dónde yace la auténtica fuente de toda normatividad, en la voluntad o en la razón, y cuál es el mejor método para descubrirla?
Puedo negar libremente una verdad matemática y científica por un acto supremo de mi voluntad que en nada afecta al valor de esa verdad, cuya esencia es independiente de mí. Sin embargo, en el dominio de lo ético es la voluntad la que confiere existencia efectiva, espaciotemporal, a la norma. Puedo resistirme a aceptar que hay infinitos números primos, o conjuntos infinitos numerables, o que e es un número trascendente, pero por mucho que la ignorancia y la arrogancia humanas se empeñen en negar estas proposiciones, rigurosamente demostradas, las verdades matemáticas y científicas preservan su valor de verdad, pues los universos mental y material siguen funcionando con arreglo a ellas. La norma ética, no obstante, sólo tiene sentido cuando alguien la aplica en su vida. Lo ético incluye en su propio concepto la libertad, y por tanto la voluntad. Una acción que no puedo escoger libremente no pertenece al espacio de lo ético, dado que yo no puedo responder por ella. Sólo es ético aquello que compromete mi libertad, aquello que obliga a mi voluntad, libremente encaminada, a recorrer ese itinerario en lugar de otro.
Nuevamente, un idéntico e impetuoso interrogante nos aguijonea: ¿Qué debo hacer? ¿Cómo he de vivir? Únicamente el ser humano se plantea esta pregunta intempestiva, a la que tanta importancia atribuyen, con sublime perspectiva, Aristóteles. La naturaleza sólo nos ofrece un vago sentido del deber moral en forma de emociones compartidas, de las que no brota, en cualquier caso, un deber libre y responsablemente asumible, sino una inclinación involuntaria. Además, el principio rector de la naturaleza biológica es la ley, implacable y despiadada, de la selección del más apto en un nicho ecológico concreto, por lo que toda ilusión a una hipotética ley natural resulta ostensiblemente inadecuada como fundamento de la ética.
No existen tablas de la ley grabadas con fuego en la materia cósmica. No hay ningún oráculo en el firmamento. Sus astros parecen presagiar la lírica de un susurro infinito, de una revelación súbita exhalada desde las extrañas siderales, pero en realidad se mantienen en un hierático y eterno silencio, en el cierre ontológico del mundo sobre sí mismo. Ninguna epifanía mesiática nos mostrará nuestro destino: hemos de construirlo con nuestra mente.
El individuo podría limitarse a vivir su vida como un torrente de experiencias episódicas gobernadas por la ley del placer y del dolor, que nos conduce a buscar el primero y a evitar el segundo. La propia ciencia nos enseña que somos una parte prescindible del grandioso universo, y que nuestro cerebro se mueve por estímulos sobre los que rara vez ejerce control. Exorcizada y desvanecida la ilusión antropocéntrica, si el hombre no ocupa una posición especial en el cosmos tampoco puede hacerlo la moral, que sólo afecta a seres dotados de una mínima capacidad de adquirir conciencia en torno al valor de sus acciones. Si dios existiera, sería posible apelar a una ley ética suprema que nos vinculase necesariamente. Pero como no sabemos si existe, ni si podremos saber algún día si existe, esta opción queda descartada de modo casi automático, y apenas si resultará defendible por quienes anhelen construir un sistema ético de vocación universal.
Es difícil, empero, no percibir la llamada del deber moral, su voz severa y persistente, que resuena ante nosotros como un eco absoluto, objetivo, impersonal pero canalizado a través del ejercicio de lo personal. Nada nos hace más humanos como reflexionar sobre el sentido de nuestras acciones. ¿Cómo he de vivir? ¿He de ceñirme a vivir sin más, a sobrevivir, a resistir las presiones de una naturaleza dadora y destructora de vida, generosa y hostil al unísono, o el deber radica en vivir moralmente?
Tan pronto como acepto vivir moralmente, admito una objetividad superior a mi subjetividad. Me postro ante una nueva ciencia, indiferente a mis aspiraciones de felicidad individual. En su tentativa de diseñar un sistema puro de la razón práctica, donde ésta no se guíe por intereses individuales, sino por normas universales, la ética formal kantiana ejemplifica mejor que ninguna otra creación filosófica nuestra capacidad de llevar esta idea a sus últimas consecuencias lógicas.
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