Marco d´Eramo (Dominio) La guerra invisible de los poderosos contra los súbditos

La privatización del cerebro
 
Pero si hay algo que quienes operan en un mercado no pueden hacer es cambiar el mercado y sus reglas. En la concepción neoliberal de la política no hay lugar para las transformaciones: la idea de poder «cambiar» el «mundo» es completamente peregrina. Este es el «realismo capitalista» que suscita (y es provocado por) una impotencia reflexiva: no se trata de una cuestión de apatía o cinismo, sino de que incluso sabiendo «que las cosas andan mal, más aún son conscientes de que ellos no pueden hacer nada al respecto. Sin embargo, este "conocimiento", esta reflexividad, no es resultado de la observación pasiva de un estado de cosas previamente existentes. Es más bien una suerte de profecía autocumplida».

De hecho, si hay algo que nos atormenta sin parar, sobre todo desde la crisis de 2008, es ver que no hay señales de revuelta. La pregunta es: ¿por qué diablos no nos rebelamos? ¿Por qué razón no estalla la ira de los jóvenes?

Sí, aquí y allá brotan tímidos y endebles movimientos (por lo demás reabsorbidos de inmediato), pero son gimoteos indefensos frente a las bofetadas que los dominadores están soltando a los dominados, a los garrotazos que los amos del mundo propinan a la plebe. Nos invade el desaliento, se nos viene a la cabeza el estupor que se apoderó de David Hume y Étienne de La Boétie ante la vocación humana a la subordinación, a la aquiescencia, a sufrir el dominio de otros. 

El iluminista escocés se quedó atónito: «Nada más sorprendente para quienes consideran con mirada filosófica los asuntos humanos que la facilidad con que los muchos son gobernados por los pocos, y la implícita sumisión con que los hombres resignan sus sentimientos y pasiones ante los de sus gobernantes. Si nos preguntamos por qué medios se produce este milagro, hallaremos que, puesto que la fuerza está siempre del lado de los gobernados, quienes gobiernan no pueden apoyarse sino en la opinión, que es, por tanto, el único fundamento del gobierno, y esta máxima alcanza lo mismo a los gobiernos más despóticos y militares que a lo más populares y libre». 

Mirando a nuestro alrededor, quizá tuviéramos algo que decir acerca de la idea de que «la fuerza está siempre del lado de los gobernados». Por otro lado, el objeto del texto que el lector tiene en sus manos es precisamente cómo nos están moldeando nuestra «opinión». 

Ya dos siglos antes, Étienne de La Boétie, el amigo humanista de Michel de Montaigne, se asombraba ante la «servidumbre voluntaria» con la que los humanos se someten al tirano: «Es realmente sorprendente —y, sin embargo, tan corriente que deberíamos más bien deplorarlo que sorprendernos— ver cómo millones y millones de hombres son miserablemente sometidos y sojuzgados, la cabeza gacha, a un deplorable yugo, no porque se vean obligados por una fuerza mayor, sino, por el contrario, por que están fascinados y, por decirlo así, embrujados por el nombre de uno, al que no deberían ni temer (puesto que está solo), ni apreciar (puesto que se muestra para con ellos inhumano y salvaje)». «¿Cómo llamar a ese vicio, ese vicio tan horrible?», se preguntaba el joven Étienne de La Boétie (tenía veinticuatro años cuando escribió estas palabras), «acaso no es vergonzoso ver a tantas y tantas personas, no tan solo obedecer, sino arrastrarse? No ser gobernados, sino tiranizados». Su conclusión fue desoladora: «Son, pues, los propios pueblos los que se dejan, o, mejor dicho, se hacen encadenar, ya que con solo dejar de servir, romperían sus cadenas. Es el pueblo el que se somete y se degüella a sí mismo; el que, teniendo la posibilidad de elegir entre ser siervo o libre, rechaza la libertad y elige el yugo; el que consiente su mal, o, peor aún, lo persigue». 

Sin embargo, tanto La Boétie como Hume escribieron antes de que empezara la «era de las revoluciones». Solo un par de décadas después de las palabras de Hume, los pueblos demostrarían una y otra vez, con una ráfaga de revoluciones, que los muchos no se dejan gobernar tan fácilmente por los pocos y que no siempre se someten ni «se degüellan a sí mismo»: Francia 1789, 1830, 1879; Haití, 1791; toda Europa, 1848; Rusia, 195, 1917; Alemania, 1919, 1989; China, 1948; Cuba, 1959 (no he incluido la «revolución americana» de 1765, 1783 porque estrictamente hablando fue una «guerra colonial de independencia», no una revolución). Jamás, en los anteriores cinco mil años, la historia de la humanidad había sido testigo de un número tan elevado y frecuente de revoluciones.

Por otro lado, el propio término «revolución» hacía poco que había dejado de significar la rotación de un planeta alrededor del Sol y había comenzado a indicar un cambio de régimen repentino y general (la «Revolución Gloriosa» inglesa de 1688). Para los levantamientos que, como es natural, habían tachonado la historia, se utilizaban otros términos: motines, sublevaciones, tumultos (los ciompi en Florencia, Cola di Rienzo en Roma, el Carnaval de Romans en el Delfinato, Thomas Müntzer en Alemania, Masaniello en Nápoles). Y, sobre todo, jamás tantas revoluciones fueron victoriosas: al fin y al cabo, los únicos éxitos duraderos (aunque parciales) de los dominados se remontaban uno a más de dos mil años atrás, la secesión de la plebe romana en el 493 a.C., que estuvo la creación de los «tributos de la plebe», y el otro a más de un siglo antes, cuando los ingleses fueron el primer pueblo de la historia que cortó la cabeza a su propio rey.

Por lo tanto, una posible hipótesis podría ser que la «era de las revoluciones» ha sido muy corta, ha durado apenas un par de siglos y ya ha finalizado. Incluso en ese caso, sin embargo, habría que preguntarse cómo es que terminó y por qué razones, qué acabó con ella, dado que durante dos siglos los seres humanos aborrecieron la «servidumbre voluntaria»: por qué motivo, después de dos siglos en los que los pueblos creyeron que el mundo había cambiado, ha echado raíces en cambio la impotencia reflexiva de la que habla Fisher. 

Una posible explicación es la que nos proporciona Wendy Brown. Brutalmente dicho: la victoria de la contraofensiva ideológica del último siglo, de la counterintellighentsia, no solo ha privatizado los ferrocarriles, la educación, la sanidad, los ejércitos, la policía, las carreteras, sino que nos ha privatizado el cerebro. 

«Al reducir todos los problemas políticos y sociales a términos de mercado, el neoliberalismo los convierte en problemas individuales con soluciones de mercado. En los Estados Unidos los ejemplos son innumerables: el agua embotellada como respuesta a la contaminación del agua del grifo; colegios privados, colegios concertados y un sistema de vales como respuesta al colapso de la calidad de la educación pública; alarmas antirrobo, vigilantes privados y comunidades cerradas [gated communities) como respuesta a la producción de una clase "desechable" y a la creciente desigualdad económica [...] y, por supuesto, toda una panoplia de antidepresivos finamente diferenciados y dirigidos como respuesta a vidas de insignificancia o desesperación en medio de la comodidad y la libertad. 

[...] La privatización de nuestras cabezas va aún más allá del cuadro trazado por Wendy Brown: no solo transforma las soluciones sociales de los problemas en mercancía; la privatización de las cabezas nos ha convencido a todos de que la acción colectiva no tiene sentido, no produce nada, de que la única salvación de nuestros problemas no radica en cooperar y actuar juntos, sino de darnos codazos, abrirnos caminos, y que la única relación entre los seres humanos es la del mercado, es decir, entre cliente y proveedor por un lado y de competencia por otro, lo que nos hace mirar a nuestros semejantes solo encarnados en estas tres figuras: cliente, proveedor o competidor. Llegados a ese punto, «algo como la sociedad ni siquiera existe» y no tiene ningún sentido hablar de justicia social: ¿justicia entre clientes? ¿Entre proveedores? ¿Justicia entre competidores?

Una vez más volvemos a la futilidad: la ación política colectiva es «fútil» porque lo que importa es la acción económica individual.

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