Antonio-Carlos Pereira Menaut (La sociedad del delirio) Un análisis sobre el Gran Reset Mundial.

¿QUÉ HA CAMBIADO?

SI FUERA POSIBLE RESUMIR estos grandes cambios en un mínimo de palabras diríamos que lo que ha habido es un impresionante desarrollo tecnológico que no ha sido acompañado por un paralelo florecimiento humano; lo cual es nuevo. Podemos añadir el alejamiento de Dios y el alejamiento de la realidad. Intentemos un desglose más detallado.

EL CAMBIO ANTROPOLÓGICO 

De los principales cambios que han tenido lugar, el antropológico es, posiblemente el que debe mencionarse en primer lugar.  El hombre moderno ha dejado de saber quién es; cada vez se conoce y se entiende menos (una iluminadora idea que el papa Wojtyla expresó muchas veces). El hombre pagano grecorromano sabía quién era; el cristiano, también; el musulmán, también; el africano de nuestros días, también; los amish y los mormones, también.

Hablando en general, el cambio antropológico tiene que ver con la percepción que el hombre tiene de sí mismo y de su lugar en el cosmos, problema ya detectado por Max Scheler en una conferencia de 1927 con ese título. En principio, ese lugar no puede cambiar por iniciativa del resto de la creación; solo el hombre puede destruirse a sí mismo. Resultado de esa auto-destitución: cuándo oyó usted por última vez hablar del hombre como medida de todas las cosas, como decía el sofista Protágoras? De esa posición rebajada en el cosmos, que Scheler detecta, al poshuamanismo, a la "inutilidad de la dignidad humana" (Macklin, Pinker u otros) o a la equiparación con every sentient being, hay alguna distancia, pero la dirección es la misma. El antropocentrismo ya es pasado pues, aunque los animales y las plantas no puedan ver al hombre sino como lo han visto desde el origen de los tiempos, es este quien está viéndose a sí mismo con otros ojos. Unos hombres que parecen haber olvidado el orden del universo y que no parecen verse a sí mismos como reyes de lo creado atribuyen a los animales sentimientos y lenguaje; imaginando los que la especie animal usaría, si pudiera expresarse, para referirse a su opresora, la especie humana. Entre ambas ven una diferencia más de grado que de naturaleza. Como siempre, esto también tiene una cara económica: hay productos para limpiar bien todos los dientes de los perros, cojines para aliviar su ansiedad, profesionales que se ocupan de las crisis de identidad de los simios y tanatorios para mascotas. Todo ello es particularmente ajeno a la tradición española: el tipo humano español está más seriamente alterado que otros; algunos se preguntan si se le debería seguir considerando propiamente español. Me atrevo a pensar que el estudiante medio español de Derecho no discute hoy el aborto, acepta la eutanasia y considera que todos los seres sintientes tienen derechos. Su contexto social es otro y -una cuestión de mayor importancia- su conjunto de trained emotions ha sido cambiado. Recientemente, una persona lamentaba en internet que alguien había matado brutalmente a su perro. El can tenía nombre humano y la persona recogía firmas en su apoyo lamentando la desaparición de su "compañero de vida", calificación que a las personas desavisadas hasta ahora nos sonaba a condolencia hacia quien acaba de quedarse viuda.

La legislación protectora de los animales, en España, pasa la frontera de lo ridículo; producto de unos legisladores obligados a aparentar que siguen siendo de izquierdas. Por otro lado, la eutanasia infantil va penetrando en varios países. Y va haciendo también algunos progresos, sin faltarles los auspicios de alguna comisión de la ONU, la posibilidad legal de relaciones sexuales con menores. No queremos decir que las personas animalistas sean partidarias de la eutanasia infantil o las relaciones con menores; solo se trata de señalar que un sistema legal en el que todo eso coexiste es causa, o efecto, o ambas cosas, de algún gran cambio antropológico conducente a la general pérdida de sentido. 

Tal mudanza antropológica, inimaginable hace bien poco, no da indicios de detenerse por el momento. Andando el tiempo, podría culminar en un mundo poshumano, transhumano (radicando a las personas sobre una base de silicio) y tal vez incluso, a falta de otro calificativo, <<posmundo>>. Por todas partes vemos deshumanización, desencarnación, <<descosificación>>. Ya no es que el mundo esté desencantado, sin nada de mágico (visión pagana), ni que ya no sea <<sacramental>> (visión cristiana); es que se desmaterializa, tanto porque se vuelve más y más virtual como porque tendemos a no tener nada material como propio. <<No tendrás nada y serás feliz>>. Esta descosificación es compatible con la cosificación del cuerpo humano, que entra a gran velocidad en las res intra commercium, por ejemplo, en el caso de la maternidad encargada o vientres de alquiler. 

El nuevo tipo antropológico es más justiciero, menos perdonador y también más serio y triste; la gente en España ahora no canta por la calle. La acedia es lo normal; poca alegría de vivir se ve. Hay <<una extraña desgana de futuro de Europa>>. Hace decenios que ha dejado de formar parte del paisaje lo que era normal desde el neolítico, los niños correteando en las calles y plazas -ya Jesús los mencionaba (Mateo, 1116)- y jugando a juegos espontáneos no diseñados para ellos por los expertos. La infertilidad y la esterilidad, que prima facie no suenan naturales ni buenas, están ahora bien consideradas; reproducirse es una irresponsabilidad. ¿Hacia qué lado nos estamos inclinando: hacia la vida o hacia la muerte?


EL MUNDO ACTUAL: ¿UN CAOS DE VIRTUDES?

[...] Es excelente solidarizarnos con los damnificados por un terremoto en las antípodas, pero nosotros tenemos que luchar más contra, por ejemplo, la mentalidad de suicidio y la plaga de soledad aquí. La solidaridad con los problemas lejanos, la preocupación abstracta por el planeta y tantas otras cosas en principio buenas podrían seguir creciendo sin que por ello dejasen de crecer la sumisión, las enfermedades mentales, la depravación personal o la alienación virtual. Estamos en 2023. Hay que contrarrestar un amplio y heterogéneo abanico de problemas con muy diferentes raíces, desde la debilidad de las relaciones interpersonales a la desestructuración social, pasando por la carencia de hábitos de leer, conservar y pensar; la falta de infancia en los niños y la madurez en los mayores, el poco aprecio por la libertad, el ir al psicólogo para todo desde niños, la sumisión de las universidades a la tecnología y la economía. Mucha gente buena no combate esto porque sus causas a priori no se presentan como algo directamente inmoral sino como avances técnicos y económicos los cuales, en principio, ellos aprueban. 

En el mundo jurídico y político, siempre hay que razonar partiendo de la realidad, no de las teorías ni del wishful thinking. Y siendo la nuestra como es —no hay otra—, los factores específicos que necesitamos fomentar hoy deberían tender a generar fuertes sentimientos y compromisos en el terreno personal y mucha independencia y espíritu crítico en el político, sin excluir —llegado el caso— la desobediencia a leyes, gobiernos y policías mientras no sean justos. Esto cada día se puede dar menos por supuesto, ni siquiera como genérica presunción iuris tantum, mientras no se demuestre lo contrario. Deberíamos así mismo fomentar que los niños jugaran a juegos infantiles espontáneos, que supiéramos predecir el tiempo mirando al cielo, que las personas entonaran juntas canciones con raíces. Deberíamos quejarnos de los impuestos aunque fueran pocos y justos (cosa aún más improbable); preguntarle las cosas a nuestra madre o abuela antes que a Google; desconfiar de los expertos, hacerse uno todo lo que pueda por sí mismo con sus manos, desmarcarse de los protocolos y falsillas que cuadriculan nuestras vidas desde que nacemos aunque no nos obliguen directamente a nada malo... Necesitamos universitarios independientes y rebeldes, como lo fueron siempre —era parte de la imagen del universitario—; padres y madres que eduquen como honradamente les parezca lo mejor para sus hijos, gente que no se fíe a ciegas de los políticos, de los medios, de la ONU, la OMS ni, últimamente —lamento tener que decirlo—, de la Unión Europea; gente que luche por lo real contra lo virtual; que defienda los cinco democráticos sentidos de todo ser humano, incluso de un analfabeto; gente que analice críticamente los pros y contras del Metaverso y ChatGPT antes de adelantar un juicio entusiasmado sobre ellos; gente que se oponga a la bancocracia y a toda imposición global autoritaria, incluso de medidas sanitarias o dietas bienintencionadas. Este mundo que amamos necesita urgentemente personas que no sean felices obedeciendo, pagando impuestos y hablando el lenguaje que le dicten, especialmente, si se lo dictan lejos. Y todo esto no es una cuestión solo de virtudes morales o de lucha contra el mal moral más obvio (aunque también, e incluso en primer lugar).

Esta es la razón de que —repitamos— los muchos avances y aspectos positivos existentes en nuestros días no tiendan a solucionar nuestros problemas. Tendieron a solucionar otros, como hemos dicho, pero no —o no mucho— los nuestros; incluso podrían haberlos empeorado. No contrarrestan, o insuficientemente, la estructura de deshumanización; no corrigen los problemas señalados por Lewis, Anders, B.C. Han y otros. China redujo mucho la pobreza material (que no es la única) mientras avanzaba en la punta de lanza de la deshumanización. 

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