El desprecio a la masa
¿Qué se puede hacer? A priori la respuesta es sencilla. Se necesitaría contar con una masa que no se deje engañar tan fácilmente, pero para ello se requiere de una educación y un carácter que ninguno de los protagonistas del sistema democrático está dispuesto a crear o fomentar, pues desaparecería la clientela que le permite ostentar el poder y expandir, una vez alcanzado, sus tentáculos por todos y cada uno de los ámbitos por lo que transcurre la vida ciudadana. Stuart Mill, optimista, creía que eso era posible: «Y como el poder no parece hallarse en vía de declinar, sino de crecer, debemos esperar, al menos que una fuerte barrera de convicción moral no se eleve contra el mal, debemos esperar, digo, que en las condiciones presentes del mundo esta disposición no hará sino aumentar». El filósofo inglés lo fiaba todo a la moral de la masa y desde luego que esta cuenta con ella. A nuestro juicio, de hecho, no se puede comprender el mundo que nos rodea sin detenerse en la situación moral de la masa. Todo lo que acontece —ya sea bueno o malo— tiene su causa y raíz en este asunto.
Debemos partir de una premisa. La masa se considera a sí misma como la mayor obra jamás creada por el ser humano. Su conciencia se basa en la creencia de que su victoria es lo mejor que ha ocurrido. Se siente capaz de realizar cualquier tarea —aunque no esté preparada para ella—, cree dominar todas las facetas, poder opinar sobre cualquier cuestión, tener el derecho a ser partícipe de todo lo que acontece y exige ocupar los más importantes puestos de responsabilidad tanto en el ámbito privado como público. Combina prepotencia e ignorancia. Esta es la actitud que muestra la mayoría, es decir, la que elige y decide en democracia. El poder político, el gobierno y los aspirantes a ostentalo viven al día, no se paran a pensar en el futuro inminente, sino que viven como la masa: sin proyectos claros, sin programas vitales y fiándolo todo al azar de que nada interrumpa su comodidad y desarrollo. Su forma de actuar se centra en evitar el conflicto con la masa, en molestar lo menos posible a ese cuerpo integrado por millones de hombres desactivados de todo entusiasmo por entusiasmarse. En su marcha a ninguna parte, el espíritu de los gobernantes se adapta a la muchedumbre para rehuir los problemas y complejos desafíos de un mundo en constante ebullición. Al cliente —votante— no conviene alterarlo ni preocuparlo. Y esa conducta, esa escala de valores que rige a la masa es la que rige a los gobernantes democráticos. De igual forma que a la masa sólo le preocupa su bienestar —al mismo tiempo que ignoran qué se lo proporciona— y consideran que este ha llegado entregado por un dios que habita en el cielo y que lo ha creado de forma natural, a los gobernantes tampoco les preocupa en demasía otro asunto que no sea la rentabilidad política. Conscientes de que la masa por muy deforme e inerte que sea su estado cuenta con una moral que ha sido construida de forma inconscientes y adaptada a su proceder— a pesar de que no se detiene a plantearse su propia existencia— los gobernantes se limitan a cumplir las exigencias aleatorias y absurdas de la masa. Esta ignorancia innata de la masa hace que cuando no hay comida destrocen los lugares que se la proveen, es decir, los supermercados; cuando escasean las plazas de educación incendian las universidades; cuando el descontento obedece a la mala gestión pública se centran en despedazar el mobiliario público; si el problema es sanitario, a quemar los hospitales. Esta conducta, del todo irracional y estúpida, es la que la masa utiliza para hacerse notar, por lo que podemos prever que la masa no forja su moral a través del uso de la razón y profundas reflexiones, sino más bien a partir de espasmos neuróticos sin sentido.
Ortega definía a la masa como «todo aquel que no se valora a sí mismos— en bien o en mal— por razones especiales, sino que se siente como todo el mundo». Podríamos añadir a la descripción de Ortega que es todo aquel que actúa, piensa, vive y forja sus ideas como todo el mundo. Si algo caracteriza a la masa es su odio a lo distinto, a los extraordinario. Está satisfecha y orgullosa de ser como es. Habita en la convicción de que sus gustos, opiniones y conductas son las correctas porque están refrendadas por la mayoría que actúa del mismo modo. No se plantea nada, sino que ante una disyuntiva se limita a pensar como el resto, esto es, a asumir la idea mayoritaria sin rechistar. Y es entonces cuando el ciudadano observa cómo la diferencia entre los extraordinario y lo vulgar desaparecen en el mundo democrático que premia más la cantidad que la calidad. De esta forma, nos hallamos ante la masa más fuerte de la historia que no duda en replicar agresivamente a todo aquel que se atreve a recordar lo que es con atronadores chillidos que nacen del corazón, pero no de la razón. ¡Qué es eso de que haya rey! ¡A santo de qué vamos a aceptar nuestra mediocridad! ¡Qué demonios va a haber individuos que se enriquezcan por su talento y esfuerzo! ¡Qué sacrilegio es aquel en el que el apto sea reconocido como mejor frente al resto! ¡Intolerable que alguien se atreva a recordarnos nuestra miseria moral y pobre conducta!
[...] Y bien es cierto que todas las formas de gobierno son imperfectas, sólo la democracia es capaz de otorgar a la vulgaridad un poder ilimitado. Esta es la gran característica que define el comportamiento de la masa democrática. Conscientes de que el poder es suyo ni siquiera tienden a alcanzar la excelencia, sino que consciente de su vulgaridad reclama e impone su derecho a ser poco refinada, con escasa educación y actos de mal gusto. Hasta la fecha, nunca la masa se había mostrado de esa manera. El despotismo ya no es ilustrado; es la era del despotismo de la ignorancia. El rey ya no es el tuerto en el país de los ciegos, sino que los ciegos exigen al tuerto no ver porque, de aceptar la realidad, la discursión, la obligación natural de que el mejor sea el que llegue más alto, el castillo construido por el régimen democrático se desmoronaría a gran velocidad. Por eso se suprimen los debates, los intercambios de opiniones, el respeto a la minoría y se recurre a la imposición. La masa detesta todo lo distinto, no desea la convivencia con los pocos, sino que aspira a aplastar y aniquilar a los opositores de su triunfo a través del poder político que reside, como hemos visto, en sus manos.
A todas horas escuchamos los majestuosos avances técnicos, sanitarios y tecnológicos de nuestra época, pero apenas escuchamos que esos avances no han sido fruto del azar ni de la espontaneidad, sino de los esfuerzos geniales de excelentes individuos que han permitido que la humanidad avance. Lo atroz de nuestro tiempo es observar cómo ante el mayor avance económico y tecnológico que ha otorgado un desarrollo en todos los aspectos sin parangón, la masa hambrienta de consumir todos esos placeres que hasta hoy no tenía a su alcance se lanza contra los que se los han provisto. Ignora los complejos procesos y la enorme valía de unos pocos individuos que consiguieron hacer posible lo que se antojaba inimaginable no hace tanto tiempo. Emborrachada de prepotencia, la masa está dispuesta a ejecutar a sus proveedores. Se preocupa por consumir todos los bienes y servicios proporcionados por los más talentosos, pero no se preocupa por cuidarlos, sino que anhela aniquilarlos. Cuando más avanza la masa, más estúpida se muestra. ¡Pobres ignorantes incapaces de comprender lo que ven!
La democracia ha impelido a la masa mimada a ocupar puestos que no le corresponden, a gobernar naciones, a afianzarse en su ignorancia, a legitimar conductas inmorales, a castigar a los mejores para aupar a los peores, a dar por bueno lo que sostiene la mayoría, a destrozar cualquier atisbo de importancia sobre la moral, a no poner en duda sus opiniones, a cumplir sus caprichos, a legislar en su beneficio. Y le ha otorgado, además, el derecho de imponer a los demás su voluntad. Pero una masa a la que le gusta que le engañen y que se deja guiar por el lenguaje de las pasiones — antes que por el de la razón— y conforme más habla más estúpida se muestra, acabará votando en contra de sus propios intereses, dando de ese modo paso al advenimiento de una democracia liberticida.
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