Robert D. Kaplan (La mentalidad trágica) Sobres el miedo, el destino y la pesada carga del poder

EL ORDEN: LA NECESIDAD MÁXIMA

[...] Según George Steiner, Goethe «detestaba el desorden» y «prefería la injusticia» porque «la injusticia es momentánea y reparable en tanto que el desorden destruye las mismas posibilidades de progreso humano». Después de todo, añadía Steiner, «basta un Hamlet para condenar un estado de putrefacción». Eso es lo que tratan de ser los intelectuales y los periodistas que arremeten indignados contra las imperfecciones de hasta el más democrático de los Estados democráticos. Y esa indignación es la que protege a las democracias de no caer en la represión en su interior, pese a las concesiones morales que deben realizar en sus relaciones exteriores y que tan pocas simpatías despiertan entre esos mismos intelectuales. El problema, como ese astuto observador de la condición humana que fue Anthony Trollope comprendió en Phineas Finn, es que «protestar contra todos los males habidos» mientras se está libre de responsabilidades administrativas es una situación muy cómoda. Nos pone siempre del lado de la justicia sin necesidad de tomar decisiones difíciles, de manera que nos permite abordar la moral como si de un absoluto inflexible se tratara.

Albert Camus fue una excepción. Él valoraba el orden. En uno de sus más grandes libros, El hombre rebelde, escribió que un «movimiento de rebeldía aparece [...] como una reivindicación de claridad y de unidad. La rebeldía más elemental expresa, paradójicamente, la aspiración al orden». Además «derribado el trono de Dios, el hombre en rebeldía reconocerá que aquella justicia, aquel orden, aquella unidad que buscaba en vano en su condición, ahora le incumbe crearlos con sus propias manos y, de este modo, justificar la caducidad divina». Por sí solo, el derrocamiento de reyes y tiranos no siempre justifica moralmente al rebelde. Derribar una asfixiante dictadura en Oriente Medio no es en sí mismo un acto moral, al menos que se haya desarrollado ya de antemano un plan para instaurar el orden antiguo con otro nuevo que sea más justo o, cuando menos, más benigno. El comunismo se demostró ilegítimo en última instancia porque se esperaba que, tras declarar muerto el orden capitalista, la nueva ideología promoviera y desarrollara su propio universo moral, lo que es evidente que no hizo. En este sentido, la filosofía de Camus se alinea con el arte de gobernar tradicional y se contrapone a la de aquellos intelectuales que suelen hacer una exaltación narcisista de la revuelta, desvinculada del posterior restablecimiento del orden. 

Las tiranías no gobiernan en el vacío. Suelen hacerlo, más bien, a partir de la base de cierto apoyo popular. Esta es una realidad más ajena a la experiencia estadounidense que a la de Camus. Lo que a este le preocupa de verdad es que la rebelión pueda desembocar en tiranías peores aún que las que ya hay. Y, sin embargo, como él mismo admitía también, desde que Prometeo se rebeló contra Zeus en los desiertos de Escitia, la revuelta ha sido una característica distintivamente humana. Está integrada en nuestra condición desde el mismo momento en que existieron las primeras personas esclavas. Los regímenes decadentes y viperinos que se derrocaron en Túnez y Egipto en los comienzos de la Primavera Árabe, caracterizados por obscenos cultos a la personalidad sin apenas esperanza de reforma, despojaban a las personas de su dignidad y, en consecuencia, hacían que se sintieran esclavas. Cada cartel gigante del líder era como un mensaje dirigido a sus súbditos en que les decía que no eran nada. Pero, aunque la rebelión contra la tiranía es natural, erigir un orden nuevo no lo es. El orden no es algo que debamos dar nunca por descontado. Camus dedicó un libro entero a esa constatación. 
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SOLO LOS VIEJOS Y LOS CIEGOS ESTÁN EN POSESIÓN DE LA VERDAD

[...] Cuando una persona llega a la vejez, ya sabe lo que son la decepción y la desilusión, y, por consiguiente, es más probable que encontremos sabiduría en el viejo que en el joven. Se trata de conocerse a uno mismo y su mundo. Recordemos las palabras de otro ruso próximo en espíritu a los antiguos griegos, Alexandr Solzhenitsyn: «Las tribus con un culto a los ancestros han perdurado siglos. Ninguna tribu sobrevivirá mucho tiempo con un culto a los jóvenes». Por eso, los chinos del siglo XXI, beneficiados todavía por los restos de la cultura confuciana oriental y su respeto a la jerarquía y a los mayores, tienen ventaja sobre el Occidente posmoderno, que, con su obsesión narcisista por la juventud, ha dejado de ser descendiente espiritual de los antiguos griegos, originadores de la civilización occidental.

[...] Nadie es más sabio que quienes han sufrido alguna gran catástrofe, entre las que cabe incluir la humillación pública. Los decisores políticos que han fracasado estrepitosamente pueden ser, pues, más genuinamente interesantes —es decir, más hondamente reflexivos sobre sus propias vidas— que quienes, de momento, solo han conocido el éxito. 

[...] Maduramos con los errores. Los errores nos ayudan a ser más temerosos de lo que está por venir. La sabiduría verdadera no es un don envidiable, ni muchos menos.

Tal como Sófocles escribió al final de Edipo Rey

ningún mortal puede considerar a nadie feliz con la mira puesta en el último días hasta que llegue al término de su vida sin haber sufrido nada doloroso.

Y este vuelve a ser Sófocles, ahora en Áyax:

[N]nuca digas tú mismo una palabra arrogante contra los dioses ni te vanaglories si estás por encima del alguien o por la fuerza o por la importancia de tus riquezas. Que un solo día abate y, otra vez, eleva todas las cosas de los hombres. Los dioses aman a los prudentes [...].

En definitiva, nunca oses decir de un hombre que es afortunado si no se ha muerto todavía. Ese es el famoso consejo que Solón ofrece al acaudalado rey Creso de Lidia, quien terminará conociendo de primera mano la amarga verdad de dicha profecía. El miedo constante a lo que puede aguardarnos a la vuelta de la esquina es la piedra angular de la humildad; reduce el riesgo de catástrofes. El miedo nos permite reconocer que rara vez tenemos que escoger entre el bien y el mal; eso sería demasiado fácil. Las decisiones cruciales son, por su propia naturaleza, decisiones difíciles y suelen obligarnos a escoger un bien a costa de otro (o un mal en vez de otro). En el miedo está la seguridad. El crítico literario Lionel Trilling dijo una vez sobre el poeta Robert Frost que, como Sófocles, Frost era muy estimado porque «sabía dejar en claro las cosas terribles» y, con ello, procuraba consuelo a quienes lo leían. 

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