Manuel Cruz (Pensar en voz alta) Conversaciones sobre filosofía, política y otros asuntos

L.I.: Usted ha tomado la afirmación de Hans Magnus Enzensberger: «En el ocaso de la socialdemocracia, ha vuelto a vencer Rousseau» como resumen de un estado de cosas social y político, sobre todo de la crisis de la socialdemocracia que, a juicio de algunos, ha devenido en socialiberalismo. ¿Qué supone, entonces la victoria de Rousseau en este contexto y qué fuerzas políticas representan esa victoria?



M.C.: Para Rousseau, el bueno es el individuo y la mala es la sociedad. Para Marx en cierto modo es al revés: la sociedad es buena y el individualismo el principal pecado. Es una simplificación, pero señala las dificultades de la mirada rousseauniana para constituir el germen de una revolución. Nadie es de una pieza, en todos hay de todo. No hace falta ser un malo de una pieza para cometer no ya maldades, sino incluso atrocidades. No tengo más remedio que recordar la afirmación arendtiana, que despeja definitivamente todas las ensoñaciones rousseaunianas: «El padre de familia es el gran criminal del siglo XX». Con respecto a qué partidos encarnarían la actitud rousseauniana, sin duda, en campaña, casi todos los de izquierda. Pero en este aspecto existe una crisis de identidad que viene de muy lejos, y que podría iniciarse con la aparición del eurocomunismo. La historia de los últimos cien años es la de muchos avances, pero también muchos retrocesos en el horizonte igualitario de máximos. Hoy en día, por ejemplo, identificamos la socialdemocracia con cosas que en Europa asumió y aceptó la democracia cristiana, como el Estado de Bienestar, la equidad, la solidaridad y la transformación del capitalismo. Ahora la socialdemocracia se ha quedado en una especie de reformismo radical. Y ya está.



L.I.: ¿Y la pregunta por el estado de Bienestar es ahora una pregunta incómoda para la socialdemocracia en este contexto de globalización tecnológica?

M.C.: El momento fundacional del Estado de bienestar empieza a quedar muy atrás, y la ciudadanía europea se ha acostumbrado a convivir con él, a dar por descontadas la universalización de derechos esenciales como la sanidad, la educación, las prestaciones sociales de carácter económico, las pensiones o la cobertura de desempleo. Logros todos ellos que no cabe desdeñar, en la medida en que han evitado la exclusión social de millones de familias. Logros inimaginables para quienes, en el primer tercio del siglo XX, luchaban por la generalización de los derechos económicos y sociales.

Pero si decía que no habría que descartar que precisamente este triunfo del horizonte socialdemócrata se encuentre en el origen de su actual crisis es porque la generalización de las prestaciones (incluso en países con gobiernos conservadores) ha convertido en menos necesario el discurso que la reivindicaba. Determinadas prestaciones del Estado del Bienestar ya se dan por descontadas, sin que tenga demasiado rendimiento electoral a estas alturas atribuirse el lejano mérito de haber conseguido que se alcanzaran.

El problema que ahora, en efecto, hay que plantearse es el del nuevo escenario que abrió la libertad de movimientos de los capitales iniciada en la década de los ochenta, permitiendo a dichos capitales escapar del control de los Estados. Esto repercutió directamente sobre la vida de los ciudadanos porque los Estados, para evitar la fuga de capitales, tendieron a aliviar la carga fiscal que estos soportaban en perjuicio de las rentas del trabajo, que pasaron a constituir la principal fuente de recaudación. Pero a este respecto, conviene destacar algo. Ni debemos naturalizar las conquistas del Estado de Bienestar, olvidando que son el resultado de las luchas de los sectores trabajadores, ni debemos naturalizar tampoco, considerándolo poco menos que una fatalidad, ese escenario «financieramente globalizado e inasible» al que alude la pregunta. Porque lo que en este segundo caso conviene no olvidar que en dicho escenario es el resultado de una decisión política de un determinado signo adoptada por quienes estaban en condiciones de hacerlo, esto es, porque ejercían el poder político de dos grandes potencias económicas (Gran Bretaña y EE UU). Lo que se sigue del recordatorio es que lo que es resultado de una decisión política, otra, de diferente signo, lo podría volver a cambiar.

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