Daniel Gamper (Las mejores palabras) De la libre expresión

MEDIR LOS SILENCIOS

Con el Edicto de Nantes (1598) se inaugura la tradición de la tolerancia como instrumento para la convivencia pacífica. Tras los desastres de las guerras de religión, Enrique IV permitió la libertad de conciencia y de culto para los hugonotes en aquellos territorios de la nación en los que estuvieran ya establecidos. Ciertamente, este permiso real ha sido interpretado como un primer paso en el reconocimiento universal de la libertad fundamental de profesar la religión que cada cual desee. Pero se trata, en primera instancia, de un movimiento estratégico orientado a la pacificación. No debe sorprender, por tanto, que en su primer artículo establezca 

que la memoria de todos los acontecimientos ocurridos entre unos y otros tras el comienzo del mes de marzo de 1585 y durante los convulsos precedentes hasta nuestro advenimiento a la corona, queden disipados y asumidos como cosa no sucedida.

La paz requiere un velo de silencio:

No será posible ni estará permitido a nuestros procuradores generales, ni a ninguna otra persona pública o privada, en ningún tiempo, ni lugar, ni ocasión, sea esta la que sea, el hacer de ello, ni procesar o perseguir a ninguna corte o jurisdicción a nadie. 

La coexistencia pacífica entre diversos impone un respeto a las opiniones y religiones de los otros que en ocasiones pueden llevar a cerrar en falso un período histórico para poder mirar hacia el futuro. En estos casos, el consenso social necesario para construir o reconstruir la nación se sobrepone a la exigencia de sacar a la luz la verdad como paso previo para hacer justicia. Los ciudadanos deben acallar sus agravios pretéritos, pues en ambos lados hay relatos de víctimas y perpetradores. Este régimen también se sustenta en la magnanimidad con los proscritos del pasado y en las correlaciones de debilidades, al decir de Vázquez Montalbán a propósito de la Transición española. 

Las prácticas de silenciamiento de lo que puede dañar la coexistencia no son solo el resultado de elecciones instrumentales. La consustancial sociabilidad de lo humano impone también restricciones voluntarias a aquello que decimos cuando estamos fuera del grupo en el que nos reconocemos. En estos casos, podemos elegir cuidar las palabras y medir los silencios para evitar conflictos. Claro está que solo una reciprocidad perfecta en el deber de silencio es aceptable, como ya hacía efectivamente el Edicto de Nantes al imponer a todos la obligación de no resucitar las afrentas del pasado. Con suerte, estas prácticas están enraizadas en el tejido social por motivos que la evitación del conflicto, el cuidado recíproco. En cualquier caso, empero, se mantiene la lógica asimétrica de la tolerancia entendida como permiso: los tolerantes establecen el régimen de tolerancia, se imponen restricciones a sí mismos y condescienden con los tolerados. 

El silencio es también una conveniencia sugerida por la moral. Benjamín Franklin, a quien Max Weber consideró el epítome del espíritu del capitalismo antes del capitalismo, quiso guiar su existencia de acuerdo con los principios de frugalidad, temperancia, moderación, higiene, humildad, y otros en la línea pietista de su familia. Virtudes que no son de monocultivo, pues conviven con los vicios del burgués, como la avaricia. Entre estas virtudes destaca también el silencio, que no es ocultación, sino que se justifica por el respeto debido a los otros con la esperanza de mejorar el mundo. Tras constatar que los sermones presbiterianos no le servían para nada, pues no perseguía la ilustración civil del pueblo ni alimentaban virtudes públicas, estableció los preceptos con los que guiar su vida, entre los que destaca su resolución de

no hablar mal de nadie en absoluto, ni siquiera sobre la verdad de algo; buscar más bien modos de excusar las faltas que se atribuyen a otros, y, en ocasiones apropiadas (upon proper occasions), decir todo lo bueno que sé de todo el mundo.  

ALIENTO ARTICULADO

La fonación es cálida. Hablar es expulsar aire caliente de manera articulada. Las cuerdas vocales vibran al paso del soplo y luego la lengua y los labios dan forma a sonidos. Si estamos lo bastante cerca, podemos sentir en la piel la calidez de las palabras. Aliento moldeado que sale de los pulmones hasta alcanzar a alguien. Una escultura efímera, hecha de aire y sentido, que no existiría sin lo humano y viceversa.

Las primeras palabras que escuchamos tienen esta naturaleza espiritual y física. La voz humana acompaña a otros sentidos, el tacto, el olor, el sabor. Piel, orificios nasales, boca y oídos son los órganos con los que se ingresa en la civilización, receptores y emisores en el intercambio metabólico con la realidad circundante.

Esta calidez se da también en las relaciones con los otros. Tocamos el cuerpo del prójimo y sentimos la vida que palpita caliente. Las manos que friegan unos pies fríos realizan el milagro de la transmisión térmica entre cuerpos. El calor compartido es condición de posibilidad de la intimidad entre personas. Se diría que la dignidad es este calor que emana de los corazones humanos. 

Tomamos conciencia de la calidez humana cuando nos falta, en sociedad, donde la frialdad es la regla. Decimos <<hola>>, <<muy amable, gracias>>, <<buenas tardes>> sin mirarnos a la cara, como meros formalismos. El prójimo no es indiferente cuando no un estorbo. La vida se desempeña bajo el control administrativo de las instituciones; los ciudadanos luchan entre sí por satisfacer las necesidades básicas y esta lucha agiganta las diferencias sociales, económicas y culturales. La inseguridad y la desprotección de la sociedad líquida agotan las energías de las personas que se explotan así mismas. Quien sufre la violencia sistemática no la percibe, porque ese no ser percibido es precisamente su característica definitoria. 

Nuestro horizonte de sentido único es el individuo que utiliza la sociedad para satisfacer sus deseos. Vemos reflejado en este individualismo, por ejemplo, en las quejas que el tráfico suscita en los ciudadanos, al decir de las encuestas. Los obstáculos para circular libremente son una incomodidad habitual del habitante de las grandes conurbaciones. Prisiones aún de la hegemonía del automóvil, millones de personas se acumulan cada día en carreteras y autopistas del todo el globo y experimentan a sus congéneres como obstáculos para el cumplimiento de sus cometidos cotidianos. Todos preferirían que en ese momento el tráfico fuese fluido, que los otros no estuvieran también circulando por ahí. Se comportan al volante como psicópatas para quienes los otros son solo un incordio. Incluso desean que no haya ni peatones ni semáforos como en un lejano Oeste bien asfaltado. Conductores y pasajeros van en coche como si estuvieran en el salón de su casa, espacio privado que se da en una infraestructura pública. Se hallan en un interregno que ven desde la perspectiva de su interés en llegar lo antes posible al lugar en el que trabajarán duramente para pagar las letras del coche. De modo que, en realidad, lo que se da es un encuentro entre máquinas, pues así es como se perciben los automovilistas en los lapsus sociopáticos tan habituales al volante. La reacción puede deberse al hecho de que esa es también una experiencia en gran medida igualitaria: el atasco no hace diferencias entre un Honda Civic de 1997 y un Tesla. Todos están igual de atascados. Todos experimentan la libertad de movimiento en su forma negativa, pues todos quieren satisfacer al mismo tiempo y por las mismas vías. No es raro que casi todo el mundo tenga algo que decir sobre el tráfico. 

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