Ignacio Sánchez-Cuenca (El desorden político) Democracias sin intermediación

[...] Simplificando al máximo, parece claro que hay al menos un rasgo en el que todos los análisis sobre populismo coinciden: la crítica a las élites. De acuerdo con esta crítica, las élites son responsables, si bien el objeto de la responsabilidad puede variar muchísimo: pueden ser responsables de haber impuesto un modelo multicultural de nacionalidad que ha permitido la entrada de inmigrantes y la formación de minorías étnicas con derechos y reconocimiento; de haberse entregado a los intereses financieros globales, descuidando el bienestar de los propios nacionales; de haber permitido el aumento de la desigualdad económica; de haber debilitado la soberanía nacional; de no haber protegido a las clases medias; y un largo etcétera.

Todos estos resultados negativos se atribuyen, principalmente, a las decisiones de los políticos, aunque estos no obran solos. De acuerdo con la tesis principal del populismo, los políticos, en muchas ocasiones, actúan al servicio de los grandes intereses económicos y por eso las élites económicas y financieras también forman parte del argumento. En algunos casos se suman a la traición al pueblo o a la nación de los altos funcionarios del Estado, que viven en una especie de burbuja, aislados de la sociedad, así como los periodistas, intelectuales y expertos que legitiman las estructuras de poder existentes. Se configura de este modo una clase dirigente, lo que se conoce en inglés por establishment, que es la causante de los males antes señalados. 

Creo que, a los efectos del presente libro, resulta más operativo hablar de partidos o movimientos antiestablishment que de partidos o movimientos populistas. Las ventajas son varias. El primer lugar, no prejuzga si la crítica del establishment está justificada  o no; no hay presunción valorativa alguna en el término. En segundo lugar, dicho término no se compromete con ninguna teoría específica de la democracia (si existe el interés general, etc). Es, más bien, un término meramente descriptivo que puede ser usado con independencia de las concepciones que cada cual tenga sobre la naturaleza del sistema representativo. Precisamente por su ligereza teórica, la expresión, en tercer lugar, facilita la identificación empírica de los casos de análisis. Mientras que el uso del calificativo populista genera de inmediato controversias de todo tipo y nos fuerza a pensar en cómo traducir de forma observacional las ideas densas que conforman la teoría del populismo, la característica definitoria de la expresión antiestablishment es fácilmente reconocible y no da por supuesta una orientación ideológica determinada. 

Que una fuerza política defienda posturas antiestablishment no quiere decir que sea una fuerza antisistema. Podría oponerse tanto a las élites como al sistema mismo, pero se trata de dos aspectos distintos. Si una fuerza es antisistema, será también antiestablishment, pero no necesariamente al revés: puede haber fuerzas antiestablishment que solo busquen remplazar a las élites o acabar con ellas, sin querer destruir el sistema. Hay autores que han utilizado el término "antisistema" en el contexto del debate sobre el populismo, pero me parece que es una decisión equivocada.

[...] Los partidos de la derecha radical tratan de aprovecharse de temas que, a su entender, han suprimido los partidos tradicionales en sus consensos liberales. Hay, en todos los casos, una denuncia de esos consensos en términos de una traición a la nación. Según este relato, la gente común ha sido abandonada por unos políticos que piensan en términos ajenos a la cultura nacional. A dichos políticos, continúa la acusación, no les importa desvirtuar las bases de la nación permitiendo la entrada masiva de inmigrantes, acogiéndolos, dándoles derechos y haciéndoles beneficiarios de las políticas sociales a costa de la población nativa. En la misma línea, las derechas antiestablishment cuestionan el gran consenso europeísta que une a socialdemócratas, liberales y conservadores en casi todos los países europeos. La integración europea se presenta como un proyecto elitista, burocrático e incompatible con los valores nacionales. Esa constante contraposición entre la cultura nacional de la mayoría y los planteamientos liberales y cosmopolitas de las élites políticas constituye la principal vía de entrada en el sistema político para las fuerzas de la derecha antiestablishment.

[...] En un libro anterior, La impotencia democrática, defendí la tesis de que la decepción política de una parte significativa del electorado era consecuencia de la economía política correspondiente al capitalismo globalizado y su traducción ideológica, el neoliberalismo. Por un lado, el capitalismo financiero global de nuestra época reduce la discrecionalidad de los ejecutivos nacionales. El capital, en términos generales, ha ganado poder en relación al trabajo. La facilidad del capital para moverse por todo el planeta impone severas restricciones a la capacidad regulativa y fiscal de los Estado. Hay una amplia literatura al respecto. Esto provoca que los partidos, con independencia de su ideología, se vean forzados a realizar políticas similares si desean preservar la posición de sus países en el orden global. La presión a favor de la convergencia o colusión en las políticas económicas es muy fuerte. Evidentemente, cuanto menos se distinguen las políticas de partidos distintos, menos se entienden sus enfrentamientos y choques ideológicos. 

Por otro lado, la fuerza de este capitalismo se traduce en la hegemonía intelectual del neoliberalismo, uno de cuyos componentes más esenciales es la despolitización de la economía. El Estado se concibe como un gran regulador que aporta un marco jurídico estable dirigido a posibilitar el libre desarrollo de la actividad económica. Los mercados, en este sentido, deben quedar al margen de las decisiones políticas. Con otras palabras, la política representativa no puede ocuparse de asuntos económicos porque los mercados pierden eficiencia con cualquier intervención estatal. De ahí que en la Unión Europea áreas enteras de la economía, como la política monetaria, la política de competencia y la política comercial, se sustraigan del poder político representativo. La Unión Europea constituye un caso extremo por lo que toca a la despolitización de la economía, pero en casi todos los países desarrollados la política monetaria ha quedado en manos de bancos centrales que son independientes de las instituciones democráticas. La política. monetaria, que fijan economistas tecnócratas, condicionan a su vez la política fiscal, lo que reduce aún más los grados de libertad de los gobiernos. 

El resultado de todo ello es la "impotencia democrática", es decir, la falta de capacidad de los gobiernos para llevar a cabo sus políticas (salvo que sean favorables a las fuerzas de mercado). En ese terreno de juego, se produce una contracción entre la retórica grandilocuente de los partidos políticos y el margen de maniobra real con el que cuentan los ejecutivos, contradicción que solo puede resolverse mediante una rebaja o frustración de las expectativas. 

De acuerdo con el segundo argumento, que tiene una relación más directa con la tesis general sobre el proceso global de desintermediación, hay ciudadanos que entienden que la protección y preservación de su autonomía personal pasa por rechazar todo lo que venga impuesto o de arriba. No reconocen una autoridad especial a las élites políticas (y a menudo tampoco al resto de las élites, económicas, periodísticas o intelectuales). Desconfían de las élites casi por principio, atribuyendo un mayor crédito a las ideas, valores e informaciones que circulan en comunidades a las que pertenecen. Les resulta especialmente rechazable el paternalismo implícito en la relación representativa. Al fin y al cabo, en los representantes se delegan poderes muy relevantes, incluyendo el filtrado de las demandas procedentes de la sociedad civil. ¿Por qué un ciudadano con criterio propio ha de aceptar el orden de prioridades políticas que establecen los partidos? Quien crea que la política debe desarrollarse según relaciones más horizontales que las propias de la democracia representativa, encontrará que las decisiones de los representantes, en la medida en que no coinciden con las que tomaría por sí mismo, suponen preterir las opiniones de los de "abajo". 

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