Byung-Chul Han (Buen entretenimiento)

UNA METATEORÍA DEL ENTRETENIMIENTO

Disfrute usted EL TIEMPO.
DIE ZEIT

¿Qué es entonces entretenimiento? ¿Cómo se puede explicar que en nuestros días parezca impregnarlo todo: «Infotainment, edutainment, servotainment, confrotainment, drama documental?». ¿Qué es lo que engendra estos «formatos híbridos» del entretenimiento, que cada vez son más numerosos? ¿El entretenimiento del que hoy tanto se habla no es más que un fenómeno conocido desde hace tiempo que en nuestros días, por el motivo que sea, cobra más relevancia pero sin anunciar nada nuevo? 

            Uno puede darle todas las vueltas que quiera: a los hombres les gusta entretenerse, ya sean solos, con otros, a costa de otros y de cualquier cosa, y se chiflan por historias llenas de aventuras, por imágenes coloridas, por una música marchosa y por juegos de todo tipo, o dicho brevemente, por una communication light, por participar sin ceremonias y sin grandes pretensiones ni reglas. Supuestamente eso ya fue siempre así, y seguirá siendo así mientras sigamos programados para la sensación de placer y la sociabilidad.

¿La ubicuidad del entretenimiento de hoy no remite entonces a ningún proceso inusual, a ningún acontecimiento singular que no hubiera habido antes? ¿O después de todo se anuncia algo extraordinario que caracteriza o constituye el hoy? «Está claro que todo es entretenimiento». Pero no está tan claro. No está nada claro que hoy todo deba ser entretenimiento. ¿Qué sucede aquí? ¿Nos hallamos ante una especie de cambio de paradigma?

Recientemente ha habido muchos intentos de elaborar un concepto del entretenimiento. Pero parece que en el fenómeno del entretenimiento hay algo que se resiste tenazmente a ser fijado conceptualmente. De este modo impera una cierta perplejidad en relación con la definición conceptual. Esta dificultad no se puede eludir sin más con una historización del fenómeno:

         A menudo conviene empezar con el desarrollo histórico, porque eso es casi siempre más revelador que comenzar con una definición. Como tantos otros fenómenos el entretenimiento comenzó en el siglo XVIII, porque solo en el siglo XVIII surgió la diferencia entre trabajo y ocio en sentido moderno.

La nobleza no necesitaba entretenimiento porque no hacía un trabajo regulado. Los eventos que organizaban los nobles, tales como conciertos o representaciones teatrales, eran «más bien actividades comunitarias que entretenimiento». Si no hay trabajo regulado tampoco hay ocio. Y si no hay ocio tampoco hay entretenimiento. Según esta tesis, el entretenimiento es una actividad con la que se llena el tiempo libre. Después de todo, así es como se define el ocio. Justamente esta definición implícita del fenómeno construye su presunta facticidad histórica. Es paradójico que a la historización, que debería servir para hacer superflua la definición, le anteceda una definición. Más convincente, o por lo menos libre de contradicción, sería la tesis de que desde siempre hubo entretenimiento; los griegos

      no solo representaban teatros, sino que, como hacían los pretendientes de Penélope, tocaban con la lira música ligera; y Nausícaa se lo estaba pensando bien con sus amigas jugando a la pelota cuando la ola lazó a Odiseo a la playa. Las monarquías medievales no solo construían monasterios, sino que también mantenían a bufones.

La ubicuidad del entretenimiento no se puede explicar simplemente en función de que cada vez hay más ocio, de que el entretenimiento cada vez cobra más relevancia a causa de un aumento del tiempo libre. Lo peculiar del actual fenómeno del entretenimiento consiste más bien en que rebasa con mucho el fenómeno del ocio. Por ejemplo, el edutainment no se refiere en primer lugar al ámbito del ocio. La ubicuidad del entretenimiento se expresa como su totalización, que suprime justamente la distinción entre trabajo y ocio. Neologismo como labotainment o theotainment, tampoco serían un oxímoron. La moral sería un allotainment. Surge así una cultura de las inclinaciones. Aquella historización que sitúa el entretenimiento en el siglo XVIII no acierta de ningún modo a captar la peculiaridad histórica del actual fenómeno del entretenimiento.

Fernando Savater (Todo mi Cioran)

Ejercicios de desfascinación

El escepticismo es un ejercicio de desfascinación (MD)

Cualquiera que considere, por vicio o despego, la extensión y variedad de las creencias a las que sacrifica cotidianamente quedará sinceramente horrorizado; el más escéptico de nosotros flota en la fe como el feto se empapa del licor uterino; nos es tan necesario creer como respirar; en realidad, ambas tareas son dos modos de una sola actividad afirmativa. Ortega distinguía entre ideas, las que se tienen, y creencias, en las que se está. A fin de cuentas, tanto da: toda idea es una creencia en potencia, un primer paso hacia el delirio. Cuando a uno se le ocurren muchas cosas, mala señal; la proliferación de ocurrencias es clara muestra de una tendencia a la mitomanía, de complicidad con el argumento del espectáculo reinante. Nadie tendría ideas si no estuviese deseando creer en algo, si no fuera un fanático en ciernes, un alevín de obseso. «En sí misma toda idea es neutra, o debería serlo; pero el hombre la anima, proyecta en ellas sus fogosidades y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, toma aspecto de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado... Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas» (PD). La pasión de creer se confirma de todos los modos imaginables: no menos por aferrarse a una idea que por variar de opinión diez veces al día.  Lo que cuenta es la vocación de adscribirse a algo, de suscribir una doctrina. «Dado que todas nuestras creencias son intrínsecamente superficiales y no versan más que sobre apariencias, de ello se sigue que unas y otras están en el mismo nivel, en el mismos grado de irrealidad» (MD). Como estamos firmemente decididos a tener dictámenes sobre todo lo divino y lo humano, como antes renunciaríamos a comer que a opinar, no es difícil pronosticar que acabaremos por encontrar creencias a nuestra medida: nunca nos faltará la posibilidad de obcecarnos en algo. 

La creencia tiene a su favor la utilidad: Gracias a nuestra afición al disparate encontramos fuerzas para levantarnos cada mañana: ¿quién se arriesgaría a ello si supiese...? Nada más estimulante que el error, incluso, cuando, de algún modo, estamos seguros de que se trata de un error. Quizá no seamos tan inocentes respecto a nuestra imbecilidad como pudiera suponerse: tememos más al desvelamiento de lo inevitable que a lo inevitable mismo. No cabe duda que el componente delirante no resta eficacia a las creencias, sino todo lo contrario: la doctrina que más desbarra suele ser la que tiene más fuerza motriz. «Un juicio "subjetivo", parcial, mal fundado, constituye una fuente de dinamismo: en el nivel del acto, sólo lo falso está cargado de realidad; pero cuando estamos condenados a una visión exacta de nosotros mismos y del mundo, ¿a qué adherirse y sobre qué pronunciarse ya?». (CT). Preferimos un error fecundo a una verdad estéril: nunca le perdonaremos a la verdad que desaconseje todo lo que constituye nuestra afanosa vida. Exigimos a todo precio seguir creyendo en la oportunidad de lo que hacemos y el único medio para esto es abundar en cegueras consentidas. Se trata, como suele decirse, de vivir; y «la vida no es tolerable más que por el grado de mistificación que pongamos en ella» (PD). Cada ilusión de la que nos despojamos añade un nuevo obstáculo a la posibilidad de nuestra vida; a fin de cuentas, será la obligación misma de vivir la que acabamos poniendo en tela de juicio, como ideología suprema y creencia matriz de todas las otras. Alejados de la fascinación que nos permitía funcionar  sin mayores rechinamientos, acumulamos los tropiezos y las dificultades en tanto que todo se nos hace imposible: la acción, la vida e incluso la muerte, probablemente. Pues la muerte es también una creencia como cualquier otra, que tiene a su favor un borroso argumento estadístico y cuya utilidad como motor de acciones es indudable: si no fuera por la amenaza de morir —de hambre, de hastío o de una puñalada— pocas acciones cometeríamos. Quizá la única ventaja de la lucidez sea, como contrapartida a dificultar la vida, erigir no menores obstáculos para la muerte. El verdadero escéptico nunca se suicida: matarse es un acto de fe

La superstición de dictaminar nos anega en doctrinas, contradictorias, complementarias, siempre superfluas. No sabemos dar un paso sin edificar treinta teorías, desmentir otras tantas y sentar los cimientos para buen número de otras; no hay superficie tan resbaladiza como para que no logremos pegar en ella la correspondiente etiqueta: «Calificar, nombrar los actos, es ceder a la manía de expresar opiniones; pero, como dijo un sabio: las opiniones son "tumores" que destruyen la integridad de nuestra naturaleza y la naturaleza misma» (CT). 


La historia imposible

La historia es indefendible. Hay que reaccionar respecto a ella con la inflexible abulia del cínico; o si no, ponerse del lado de todo el mundo, marchar con la turba de los rebeldes, de los asesinos y de los creyentes. (SA)

Tras la revelación de la inanidad del ser, tras la desaparición de los últimos jirones de la ilusión naturalista, disminuidos los prestigios del dios maldito, queda, inevitablemente, la historia. Toda noción de sentido, de finalidad, de movimiento ineluctable se ha refugiado en ella: si las cosas siguen siendo, en una tímida medida, explicables, lo son gracias a la historia. ¿En qué otra cosa se puede ya creer? Al menos, en la historia pasan cosas y, con un poco de buena voluntad y cierta destreza, se las puede coordinar entre sí, dando cuenta de unas mediante aquellas que las precedieron. Su curso quizá no coincida con el de nuestros deseos, pero por lo menos es un curso; lo que anhelamos tarda en llegar, quizá lo que nos aterra se aproxima, en cualquier caso algo viene, ineluctablemente. Terrible o liberador, lo cierto es que la historia tiene un futuro: ¿será la bomba purgativa? ¿La redención de las clases oprimidas? ¿La llegada de seres de otros planetas? ¿La conquista de lejanos soles?... Su surtido es vario, agridulce mezcla de esperanzas y alarmas, que primarán en nuestra consideración según las alternativas de nuestro humor o los altibajos de nuestros mínimos negocios cotidianos. El sentido histórico proporciona magnitud cósmica a cualquier incidencia privada: el comerciante de garbanzos ve en la súbita depreciación de esta legumbre una inequívoca señal de que el caos mundial se acerca, el militante revolucionario que pasa de la cárcel del antiguo régimen a dirigir la policía política del nuevo considera su caso vivo exponente de que el triunfo definitivo de la libertad y la justicia es inevitable, la insigne dama cuyo marido —antaño detenido por quiebra fraudulenta— es nombrado por un gobierno conservador ministro de Finanzas sabe que hay valores como el trabajo, la honradez y el señorío que nunca morirán y, finalmente, tendrán su recompensa, pese a las maniobras de los resentidos de siempre, etc, etc. Nadie se resiste a iluminar cada tropezón de su vida con la luz de la filosofía histórica: los sucesos, opacos, azarosos, incomprensible en su gratuidad, reciben una baño de racionalidad al sumergirse en el vivo torrente de la historia. Allí todo responde a una lógica, eventualmente soterrada, pero que acaba por salir a la luz. En el fondo, quien más y quien menos es un Hegel de bolsillo, presto siempre a edificar una teoría de urgencia sobre el devenir de la humanidad a partir de un atrancamiento en el lavabo. Como en todos los casos, esta necesidad popular de situar cada acontecimiento en una serie que le preste sentido va acompañada de una teoría de rigurosas «ciencias históricas», que sustituyen los viejos mitos y las antiguas teorías cíclicas por estadísticas, análisis económicos y visiones apocalípticas o radiantes del futuro. Conviene, pues, repetirse de vez en cuando esta frase de Cioran, destinada a limar ciertas ilusiones historicistas de las que no es fácil despojarse: «Hay más honradez y rigor en las ciencias ocultas que en las filosofías que asignan un "sentido" a la historia» (SA).

Francesc Torralba (Mundo volátil) Cómo sobrevivir en un mundo incierto e inestable

14. El show de la solidaridad

Una de las palabras que sufren un proceso más acelerado de banalización en nuestra sociedad es el vocablo solidaridad. Convertida en espectáculo televisivo, la solidaridad pierde su significado originario y se convierte en un gesto puntual, activado por imágenes de sufrimiento emocionalmente fuertes.

La víctima digitalizada llega al comedor de casa y el telespectador responde con un gesto solidario que, generalmente, se traduce en una pequeña aportación económica. Aquí termina la solidaridad postmoderna. Más vale esto que nada -pensará el lector- pero a ese movimiento no se le puede llamar, stricto sensu, solidaridad. 

Cuando la imagen de sufrimiento se repite una y otra vez, cuando aparece machaconamente en la pequeña pantalla, ello tiene como consecuencia la insensibilidad del ciudadano, de tal modo que el emisor debe incrementar la emotividad del mensaje para conseguir el mismo efecto. Por consiguiente, debe proyectar una imagen más dura, más impactante, más cruda si cabe que, realmente, pueda hacer latir el corazón del telespectador. Y así sucesivamente, de tal modo que cuanto más se recrudece el mensaje, más insensible se vuelve el receptor. 

Esto conduce a una escalada de la emotividad que tiene como consecuencia la banalización del sufrimiento digitalizado y su metamorfosis en espectáculo de masas. El aumento de bits informativos no significa, en ningún caso, un aumento de la atención al los problemas. Estar más informado de lo que pasa en el mundo global no implica estar más atento a lo que sucede, ser más sensible a los dramas, experimentar más empatía con las víctimas. Cuando el chorro informativo es excesivo, cuando cae al vacío como una cascada que salta de lo más alto, no hay posible digestión de todo lo que se comunica. Más bien sucede lo contrario, ello conduce a una saturación que anestesia al internauta y, en cierta medida, lo lleva a relativizar los problemas.

Como consecuencia de ello, la respuesta solidaria a la víctima digitalizada es gaseosa, efímera y circunstancial. La realidad digital volatiza la gravedad de su sufrimiento y lo convierte en un espectáculo de masas. Durante un día, o menos, quizá unas horas, esa víctima tendrá la <<suerte>> de ser titular y foto en la portada de los principales periódicos digitales, ocupará un espacio de tiempo en el telediario, en la sección informativa de las cadenas radiofónicas y, luego, se desvanecerá en una novedad que llenará un hueco en la parrilla informativa, pero muy pronto esa novedad envejecerá y el consumidor necesitará una nueva información para llenar el hueco de la sección. 

El ciudadano postmoderno se cansa de lo mismo, no soporta la repetición de la misma imagen, porque le han acostumbrado a la hiperestimulación, con lo cual si el emisor no le propone nuevas víctimas, nuevas imágenes, nuevos hundimientos, se aburre y cambia de pantalla. 

Una imagen de sufrimiento eclipsa a la otra, de tal modo que no se produce un seguimiento de los dramas, sino una presentación epidérmica de estos. No hay narración, solo destellos. Los medios de comunicación de masas nos exponen un drama humano inmediatamente, sin relato, sin historia, sin biografía. Cuando todavía no hemos sido capaces de digerir la magnitud de la tragedia que está en juego, se expone otro drama de magnitudes enormes que, como una cortina de humo, oculta el primero. La consecuencia es el olvido colectivo del primer drama digitalizado. 

En la forma mentis del ciudadano postmoderno, se ignora el compromiso, la fidelidad en el tiempo, la voluntad de persistir en la erradicación del mal y, sobre todo, de sus causas. Es una solidaridad que se activa a golpe de imágenes de sufrimientos; por eso es reactiva y espasmódica. Nace por reacción y es emotiva; desconoce la persistencia en la voluntad, la atención, la focalización; por todo ello, no se puede considerar, en sentido estricto, solidaridad.

En el fondo, la solidaridad volátil es una forma de indiferencia interrumpida emotivamente por imágenes. No es una solidaridad que nace de la experiencia de sentirse sólidamente unido al sufrimiento ajeno, de una profunda y radical empatía con el destino del otro. Su origen es un pinchazo en la piel que mueve al internauta a curarse rápidamente la pequeña herida, porque teme que esa imagen acabe llegando a su corazón y lo hiera de verdad.

La antítesis de la solidaridad es la indiferencia. La indiferencia consiste en cerrar el corazón para no tomar en consideración a los otros. Es la actitud de quien cierra los ojos para no ver aquello que lo circunda, o se evade para no ser tocado por los problemas de los demás. Como consecuencia de esta actitud emerge un ciudadano atento únicamente a lo suyo y a los suyos, indiferente al grito de dolor de la humanidad. Cuando alcanza una imagen de dolor, siente mala consciencia y tiene que purgarla con una pequeña contribución económica.

Frente a la solidaridad postmoderna es fundamental reivindicar la verdadera solidaridad, que se puede definir como la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos. 

La solidaridad no nace de la estimulación audiovisual, del impacto emotivo de ciertas imágenes que percibimos en la pantalla. Es una determinación libre y voluntaria que nace de la consciencia del mal que habita en el mundo, del compromiso de erradicación con los propios medios. Se caracteriza por su tenacidad y, sobre todo, por su discreción.

Max Weber (La política como profesión)

Estudio preliminar

El libro La política como profesión, publicado en el otoño de 1919, tiene su origen en una conferencia que Max Weber había pronunciado en Munich el 28 de enero de ese mismo año. Se trataba de la segunda conferencia de un ciclo organizado por la asociación de estudiantes Freistudentischer Bund. La primera le había sido encomendada asimismo a Max Weber y había sido pronunciada por éste el 7 de noviembre de 1917. Su tema había sido <<La ciencia como profesión>>. Las páginas que siguen exponen, en primer lugar, el contexto intelectual e histórico de la conferencia La política como profesión (I). Después de un resumen de la estructura del libro (II), se hace una exposición sobre dos cuestiones planteadas en el mismo: la primera hace referencia al concepto alemán de <<profesión>> (Beruf) que figura en el título de la conferencia y del libro (III) y la segunda tiene que ver con el tipo de relación existente entre la actividad política y la ética (IV).

Julián Abellán

La política como profesión

[...] Para el hilo de nuestras consideraciones sólo afirmo algo puramente conceptual, que el Estado moderno es una organización de dominación de carácter institucional, que ha intentado, con éxito, monopolizar la violencia física legítima dentro de un territorio como medio de dominación y que, para este fin, ha reunido todos los medios materiales de funcionamiento en manos de sus dirigentes, pero expropiando a todos los funcionarios estamentales que antes disponían de esos medios por derecho propio y poniendo en la cúspide a sus propios dirigentes en vez de aquellos.

Y en el transcurso de este proceso de expropiación política, que se ha dado en todos los países de la tierra con diferentes resultados, surgieron las primeras categorías de <<políticos profesionales>> en un segundo sentido, en el sentido de gentes que no querían ser ellos mismos jefes, como los líderes carismáticos, sino que entraban al servicio de los jefes políticos -incialmente al servicio de los príncipes, precisamente-. Ellos se pusieron a disposición de los príncipes en esa lucha e hicieron del servicio a la política de éstos un medio de ganarse la vida y también un ideal de vida. De nuevo, sólo en Occidente encontramos este tipo de políticos profesionales, distintos a los príncipes, al servicio de otros poderes. En el pasado fueron su instrumento de poder y de expropiación política más importante.

[...] En el pasado las recompensas típicas que los príncipes, los conquistadores triunfantes y los jefes de partido exitoso daban a sus seguidores eran los feudos, las donaciones de tierra, las prebendas de todo tipo; y con el desarrollo de la economía monetaria fue una recompensa específica el cobro de dinero por los servicios administrativos y judiciales. Las recompensan hoy son los cargos de todo tipo en los partidos, en los periódicos, en las cooperativas, en las cajas de seguro de enfermedad, en los municipios y en el Estado, que son repartidos por los dirigentes de los partidos como pago por los servicios leales prestados. Todas las luchas entre partidos no son solamente luchas por sus objetivos programáticos, sino sobre todo por el reparto de cargos entre sus seguidores. En Alemania, todas las luchas entre las reivindicaciones centralistas o particularistas, giran sobre todo alrededor de qué poderes han de tener en sus manos la distribución de los cargos, si los de Berlín o los de Munich, los de Karlsruhe o los de Dresde. Los partidos políticos sienten mucho más una reducción de su participación en los cargos que las acciones en contra de sus objetivos programáticos. En Francia, un cambio políticos de prefectos siempre ha producido más ruido y ha sido considerado como una transformación mayor que una modificación de el programa de gobierno, que tenía una significación casi puramente retórica. Algunos partidos, por ejemplo los de América, desde la desaparición de la vieja controversia sobre la interpretación de la constitución son puros partidos cazadores de cargos, que van cambiando su programa según sus posibilidades de captar votos. En España, hasta estos últimos años, los dos grandes partidos se alternan en un turno establecido convencionalmente, bajo la fórmula de <<elecciones>> fabricadas desde arriba, para proveer con cargos a sus respectivas clientelas. En las colonias españolas, tanto las llamadas <<elecciones>> como en las llamadas <<revoluciones>>, se trata siempre del pesebre del Estado, del que los vencedores desean ser alimentados.

[...] La vanidad es una característica muy extendida, y tal vez nadie esté libre de ella. En los círculos académicos e intelectuales es una especie de enfermedad profesional. Pero en el intelectual precisamente es relativamente inocua, por muy antipática que se manifieste, en el sentido de que, por regla general, no daña a su actividad científica. En el político tiene otras consecuencias totalmente distintas. El político opera con la ambición de poder como un medio inevitable. <<El instinto de poder>>, como suele llamarse, pertenece de hecho a sus cualidades normales. Pero el pecado contra el Espíritu Santo de su profesión comienza cuando esta ambición de poder se convierte en algo que no toma en cuanta las cosas, cuando convierte en objeto de una pura embriaguez personal, en vez de ponerse al servicio exclusivo de la <<causa>>. Pues en el terreno de la política sólo hay, en última instancia, dos clases de pecados mortales: el no tomar en cuenta las cosas y la falta de responsabilidad, que con frecuencia es idéntica a aquélla, aunque no siempre. La vanidad, esa necesidad de ponerse así mismo en el primer plano lo más visiblemente posible, es lo que con mayor fuerza conduce al político a la tentación de cometer uno de esos dos pecados, o los dos. Y el demagogo, tanto más por cuanto está obligado a tomar en cuenta <<los efectos>> que él produce, se halla efectivamente en continuo peligro de convertirse en un actor y de tomar a la ligera su responsabilidad por las consecuencias de sus acciones, preocupándose solamente por la <<impresión>> que produce. Su falta de tomar en consideración la realidad le hace proclive a ambicionar la apariencia brillante del poder en vez del poder real, pero su falta de responsabilidad le lleva solamente a disfrutar del poder por sí mismo, sin una finalidad objetiva.

* Max Weber (Sociología del poder) Los tipos de dominación

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