El novelista y crítico Ryan Ruby escribió en X que «lo históricamente característico de los ultrarricos actuales, en cuanto a clase, es que no manifiestan ningún interés en la alta cultura, y mucho menos en la literatura. Las circunstancias han empeorado tanto que el gusto ya no es necesario para legitimar la riqueza o para distinguir a los ultrarricos de los posibles competidores». Esta impresión de que actualmente ya no es preciso ser patrono de la alta cultura y de que, de hecho, tal cosa puede crear un obstáculo para la legitimación social que los mecenas y los patrocinadores corporativos habían tratado de acreditar hasta ahora por medio de la filantropía, explica el desamparo (y a veces incluso el repudio) de la alta cultura por parte de la clase donante de modo mucho más convincente que las teorías conspirativas de la derecha sobre el secuestro de la cultura por parte de lo woke y la teoría crítica de la raza, etcétera, o que el triunfalismo de los burócratas de la nueva dispensa cultural que creen haber arrebatado a la antigua élite sus cotos dominantes y que por fin los están abriendo a los marginados y excluidos. En realidad, la «justicia social» de la crítica cultural estaba empujando a una puerta ya entornada. Ryan Ruby también ofrece de ello una explicación esclarecedora. Para los ultrarricos, escribe, «la profundidad y el refinamiento son un pasivo, ya que el mantenimiento de su posición de clase depende de hacerse con el Estado, lo que a su vez impone no enemistarse con demasiada gente». Se puede establecer aquí una analogía con el cambio de código en la vestimenta de los aristócratas europeos a comienzos del siglo XIX. Previamente, la magnificencia había sido el sello distintivo del atuendo aristocrático masculino (y, con el auge de la burguesía, de los que querían copiar los hábitos de la aristocracia). Pero a partir de la Regencia en Inglaterra, la magnificencia dio paso a un atuendo en extremo sobrio, generalmente de tonos oscuros, que se extendió rápidamente por Europa.
Por supuesto, ello también era un distintivo de clase. Se debían conocer los códigos para entender por qué un abrigo negro distinguía como aristócrata y uno diferente identificaba como comerciante. El distintivo sartorial del aristócrata paso de ser exotérico —es decir, las sedas, pieles, joyas, etcétera, visibles para todos— a ser esotérico —es decir, visible solo para aquellos que no conocen el secreto—. Actualmente, por supuesto, ocurre todo lo contrario, pues los ricos visten cada vez más informalmente, como si todo atisbo de magnificencia —siguiendo el argumento de Ruby— distanciara demasiado a la gente. Una versión extrema se halla en el ámbito de la tecnología, donde las camisetas y las zapatillas deportivas son virtualmente el uniforme (aunque los pantalones cortos à la Sam Bankman-Fried sigue siendo todavía una rareza, por fortuna) entre los multimillonarios. Pero la creciente tendencia entre los financieros de Wall Street de no llevar corbata, señal de por sí de la relajación general de los códigos de atuendo entre los ricos y la alta burguesía (incluida la clase política, sobre todo en Europa, que sigue su ejemplo) indica que los distintivos obvios de la vestimenta ya no son necesarios y, al igual que el interés por la alta cultura, resultan chocantes para demasiadas personas ]...]
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Aun que resultó realmente profético, a diferencia de 1984 de Orwell (salvo por el importante concepto de la neolengua), Huxley, no previó en Un mundo feliz que semejante homogeneización radical pudiera producirse mientras se arropaba en la botarga de la individualidad o, dicho de otro modo, que la conformidad pudiera alcanzarse con igual fortuna por medio del fetichismo de la autenticidad así como por su represión. Cuando escribió que «un Estado totalitario en verdad eficiente sería aquel en que un todopoderoso ejecutivo de dirigentes políticos y su tropa de administradores dominaran a una población de esclavos que no precisan de coacción, pues les encanta la servidumbre», parece haber imaginado que, si las personas no podían ser condicionadas a ser «felices como ya son», se rebelarían. Pero especulaba empleando demasiados binomios —servidumbre o rebelión, deseo o destino—, imaginando que el uno excluía al otro, y que la rebelión no podía ser la manera en que actualmente vivimos nuestra certidumbre y la sensación de que somos capaces de satisfacer todos nuestros deseos al igual que vivimos la tragedia de nuestro destino.
En el fondo, se excluyen mutuamente, en efecto, pero no en el sentido mecánico que imaginó Huxley. Un mundo feliz es, explícitamente, un libro «fordista», al punto de que, en su sociedad imaginada, el tiempo histórico comienza d. F. (después de Ford) en lugar de d. C. (después de Cristo). Todos somos, al menos, hasta un límite, prisioneros de nuestra propia época, y no se puede criticar con justicia a Huxley por imaginar que el modelo más acabado de una sociedad capitalista es el de la cadena de montaje fordista, cuya eficiencia depende de la tipificación y la voluntad de conformidad. Pero, visto desde el horizonte de 2024, el fordismo fue una etapa entre otras en la historia del capitalismo, y no su culminación, sin duda, al igual que probablemente la presente etapa tampoco lo sea, a pesar de todas las ilusiones entre los progresistas de que esta es la «era del capitalismo tardío». Pero lo que sí sabemos con certeza sobre el capitalismo contemporáneo es que se debe más a la idea de destrucción creativa de Schumpeter que al estado estable en que se apoyó el fordismo. Lo cual supone que nuestra conformidad, nuestra disciplina social para que sus integrantes se reconcilien con el destino, es muy diferente de la disciplina que concibió Huxley.
Porque nuestro capitalismo es el de una casi infinita segmentación de mercado, la cual, por supuesto, es la razón por la que el progresismo identitario contemporáneo de la clase profesional y gerencial en Occidente —sobre todo en la anglosfera (cuya hegemonía política podrá no ser lo que era, pero cuya supremacía cultural es tan hegemónica como siempre)— encaja cabalmente en este sistema económico, dado que una infinita diversidad, al menos en potencia, de nuevas identidades supone una cantidad potencialmente infinita de nuevos productos. Ya que la fabricación de deseos ha demostrado una rentabilidad mucho mayor que la fabricación de automóviles —¿y qué otra cosa es la revolución tecnológica, sino la fabricación de seseos?—, lo que menos necesita el capitalismo del siglo XXI es volver al mundo de la cadena de montaje fordista. Huxley imaginó que, a la postre, habría que disuadir a los seres humanos de satisfacer sus deseos e intereses personales a fin de mantener el orden social. Pero, al fin de mantener nuestro mundo, se precisa de persuasión para convencerlos de que dichos deseos los distinguen singularmente, en lugar de volverlos emblemas de la nueva conformidad en el simulacro.
Lo cual implica que el capitalismo contemporáneo sea menos dependiente de la obtención del consentimiento condicionando a las personas no solo a aceptar, sino a complacerse en su destino. Es que más bien nuestro condicionamiento depende de una droga distinta al soma de Huxley, e implica el cultivo de la inestabilidad en lugar de la estabilidad. Dicha inestabilidad puede no parecer pacificadora (o esclavizante), aunque, en realidad, eso sea precisamente, pues confunde la impresión de que se goza de la libertad de determinar el propio destino con la realidad de que efectivamente eso es lo que uno está haciendo. La brecha entre la manera en que los usuarios perciben las redes sociales y la manera como las perciben sus propietarios es el ejemplo paradigmático de ello. Porque, cuando alguien sube un video a Tik Tok publica algo en Instagram o tuitea en X, tiene la predominante impresión de que la libertad es plena para decir lo que quiera, Y así es en la superficie. A pesar de todo lo que se diga sobre la censura a las opiniones de determinadas personas, ya sea por la derecha en X o por la izquierda de Google, lo cierto es que la censura afecta a un porcentaje mínimo de usuarios de las redes sociales. Pero en un plano más profundo, todas estas expresiones sirven para enriquecer a los oligarcas que controlan las redes sociales y a robustecer continuamente el sistema económico que sirve a sus intereses (insisto, esta es la razón por la que la política identitaria ha sido asimilada con una facilidad que la política de clase nunca habría podido alcanzar).
Legados a este punto, es relevante el viejo chiste de que el mayor logro del diablo fue convencer a la gente de que no existía. Porque parece poco probable que nuestros señores feudales tecnológicos hubiesen podido ejercer el aplastante grado de hegemonía actual de no ser por el hecho de que sus plataformas ofrecen a los usuarios un simulacro de emancipación, un contexto presuntamente incomparable para la expresión del individuo y, en el contexto identitario, la definición propia. Huxley sostenía que habría que darle a la gente el equivalente farmacológico de pan y circo. Pero las redes sociales son un com puesto mucho más adictivo, pues, por medio de ellas, hemos logrado lo que parecía imposible en los anales de la esclavitud: convertirnos en nuestro propio pan y circo.
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