Ricardo Moreno Castillo (Breve tratado sobre la estupidez humana)

«Estar preocupado es ser inteligente, aunque de un modo pasivo. Sólo los tontos carecen de preocupaciones».
GOETHE

[...] La envidia es otro procedimiento muy utilizado por los tontos para complicarse la vida. Desear lo que otros tienen no es envidia: a cualquiera le gustaría poseer la inteligencia de Aristóteles, el físico de George Clooney y el patrimonio de los duques de Alba, y no reconocerlo sería propio de tontos. En principio la envidia se podría definir como coger antipatía a quienes poseen aquello de lo que uno carece, pero la cosa se complica porque todo lo que tenga que ver con la estupidez humana es complicado. Porque la mayoría de los envidiosos primero lo son, y luego ya encontrarán algún objeto sobre el cual ejercer su envidia. En cuanto alguien les desagrada califican su competencia profesional de «elitismo», su cultura de «pedantería» y su encanto personal como «querer ser el centro de atención». En contra del dictamen de Goethe, la envidia envenena la vida del estúpido, le crea preocupaciones y, como éste tenga poder, envenena también la de aquel a quien envidia. Si no lo tiene no hace más daño que aumentar el ego del envidiado, a quien dificulta el ejercicio de la virtud de la modestia (pero es un daño colateral no demasiado alarmante, que ya le bajará los humos algún amigo malicioso). Sólo se hace daño a sí mismo, como es propio de la estupidez, y se nutre de su propio veneno. Como tan cuerdamente decía don Francisco de Quevedo: «La envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come». Un ladrón actúa con más lógica y sensatez que un envidioso.

Y todo esto de la envidia proporciona otro criterio altamente fiable para distinguir al tonto del listo. En la casi siempre inevitable alternativa entre la libertad y la igualdad, el inteligente suele decantarse por la primera y quien no lo es por la segunda. El filósofo americano Eric Hoffer, en El verdadero creyente (su primera y más famosa obra), lo explica con enorme lucidez:

             Es un profundo consuelo para el frustrado ser testigo de la caída del afortunado y de la desgracia del honesto. Ve en la decadencia general una aproximación hacia la fraternidad de todos. El caos, como la tumba, es un refugio de igualdad. 

Una vez conseguida la igualdad de oportunidades y la igualdad ante la ley, las únicas por las cuales tiene sentido luchar políticamente, el ser humano se enfrenta inevitablemente con la libertad, y en consecuencia también con la desigualdad, porque quien sabe usar sensatamente su libertad es más feliz y le van mejor las cosas que a quien no sabe. En primer lugar porque no sabe qué hacer con ella y se convierte para él en un estorbo, y en segundo lugar porque hace patente su inferioridad frente a quienes sí saben emplearla beneficiosamente. La persona inteligente aprovecha las posibilidades que le brinda el mundo que le rodea para crearse aficiones, cultivarse más y convertirse en un buen profesional de lo que sea. Ahogar la libre iniciativa puede conseguir más igualdad, cierto, pero suprime el mérito y la excelencia, y gracias a ello el tonto envidioso puede disfrutar de una mayor paz espiritual. Por eso prefiere la igualdad por encima de la libertad. Escuchemos de nuevo la juiciosa opinión de Hoffer (de la misma procedencia que el texto anterior): 

         Aquellos que chillan con más fuerza por la libertad son con frecuencia los que serían menos felices en una sociedad libre. Los frustrados, oprimidos por sus deficiencias, culpan de su fracaso a las prohibiciones existentes. Su deseo más íntimo es poner fin a la «libertad para todos». Desean eliminar la libre competición y las despiadadas pruebas a las que continuamente está sujeto el individuo en una sociedad libre. 
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[...] Cuando las ideas se convierten en un cuerpo de doctrina cerrado que se define como «algo», se convierten en ideologías, en un armazón sobre el que se sustenta la imagen que el sujeto quiere tener de sí mismo. Y entonces ya dejan de ser ideas. Porque si las ideas sirven para pensar, las ideologías sirven para disimular la ausencia de ideas, para acorazarse contra ellas. Las ideologías prestan a quienes carecen de ideas el mismo servicio que las pelucas a los calvos. Un ejemplo reciente de la ideología utilizada para tapar la oquedad abierta por falta de ideas está en un decálogo elaborado por dos autoras españolas con diecinueve propuestas para una escuela feminista. Dejemos de lado el pequeño detalle de que las autoras no saben contar: hablar de un decálogo de diecinueve puntos es como «proponer una terna de cuatro o cinco personas». Una de las propuestas consiste en eliminar de las escuelas a los autores machistas, entre ellos Pablo Neruda. Ahora bien, Neruda era comunista, y en la tercera parte del canto noveno de su Canto general hay una loa a Stalin. ¡Qué habrían dicho las autoras del despropósito si algún tonto de derechas (por otra parte tan indistinguible de un tonto de izquierdas) propusiera eliminar a Neruda de las escuelas por comunista y estalinista? ¿Se puede interpretar esa loa, a estas alturas de la historia, como una apología de la dictadura y el genocidio? Un poco de seriedad, por favor. Y aunque así fuera, se trataría de leer esa parte del Canto atendiendo a su valor poético, que es el único modo de leer poesía, igual que un descreído puede disfrutar del «Soneto a Cristo crucificado» aunque no tenga la menor simpatía por Jesús de Nazaret. Y si el amor a la buena literatura es lo que se ha de inculcar a los escolares, hay que darles textos bellamente escritos, sin atender a la manera de pensar de sus autores. Oscar Wilde lo dijo con claridad meridiana: «Un libro no es nunca moral o inmoral. Está bien o mal escrito. Eso es todo». Ignoro si las creadoras del «decálogo de diecinueve puntos» han leído o no a Wilde, pero muy leídas en general no parecen. Yo les recomendaría que leyeran más y se acostumbraran a juzgar una obra de arte por su valor intrínseco, no por las deficiencias de su autor. Es cierto que para reflexionar sobre el contenido de un libro hace falta leerlo reposadamente y después analizarlo a la luz de las ideas, herramientas que no todos tienen a su alcance. En cambio, para descalificar a un autor llega con encasillarlo en el esquema de la propia ideología. Y esto sí lo puede hacer cualquiera, igual que cualquiera puede hacerse con una peluca y ponérsela. En una ocasión, hace ya casi cuarenta años, un amigo me censuraba mi afición por Álvaro Cunqueiro porque en algunas ocasiones había demostrado simpatías por el franquismo. Recientemente, esto es, cuarenta años más tarde, el mismo amigo me reñía por leer a Pablo Neruda por ser comunista. ¿Había cambiado de peluca? No, tan sólo se la había puesto al revés. 

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