Roger Scruton (Conservadurismo)

El impacto del socialismo

Para cuando concluyó la Primera Guerra Mundial, el conservadurismo cultural bosquejado en el anterior capítulo había dejado de presentar un programa político coherente. La desconfianza hacia la antigua civilización europea, con su sociedad rural supuestamente orgánica y su alta cultura cristiana, se había generalizado, y se la consideraba incapaz de guiar a los pueblos hacia el futuro. No era más que una idea evanescente, que no soportaría la fulminante mirada de la política, y que solo serviría para desplegarse de vez en cuando con cuidado, igual que un pergamino frágil a la luz titubeante de la literatura.  En ningún lugar era más evidente esto que en el antiguo Imperio austrohúngaro, donde comenzó la guerra, y donde el antiguo orden se hundió por completo tras la derrota de Alemania y Austria. En Viena y en sus territorios dependientes surgió una literatura del duelo, sin parangón en la época moderna. Obras como El mundo de ayer, que Stefan Zweig comenzó a escribir en 1934, El hombre sin atributos, de Robert Musil, publicado póstumamente en 1940, o La marcha Radetzky, de Joseph Roth (1932), rememoraban un orden social añorado, que también había ordenado el alma. Por su parte, las Elegías de Duino, de Rainer Maria Rilke, publicadas en 1923, pero escritas desde 1912, plasmaron el mayor afán de la literatura moderna por encontrarle un sentido a algo, replegándose en la vida interior tras la pérdida de los pilares de la sociedad y la religión, y con el «yo» milagrosamente en pie, como un campanario entre las ruinas de todo aquello que un día lo rodeó.

A pesar de los desastres del siglo XX, una parte por su causa, esta vertiente del conservadurismo cultural sigue atrayendo a algunas de las mentes más brillantes de Europa y Estados Unidos, y se mantiene como una corriente vigorosa, aunque melancólica, en el arte y la literatura contemporáneos.  Pero, a finales del siglo XIX, la filosofía política conservadora había tomado otro rumbo. En su forma original, descrita en los dos primeros capítulos, el conservadurismo era una respuesta al liberalismo clásico, como una especie de «sí, pero...» que replicaba al «sí» de la soberanía popular, defendía la herencia frente a la innovación radical, e insistía en que la liberación del individuo no podía alcanzarse sin preservar las costumbres e instituciones a las que amenazaba el énfasis unívoco en la libertad y la igualdad. El conservadurismo ya había comenzado a definirse de otro modo, como una contestación a las elucubraciones desaforadas que buscaban una sociedad más justa, y que debía poner en práctica un estado de nuevo cuño. En este duelo el conservadurismo, en gran medida, se vio convertido en el verdadero defensor de la libertad en contra de lo que era, en el mejor de los casos, un gobierno burocrático creciente y, en el peor —como en la Unión Soviética—, una tiranía aún más criminal que la de los jacobinos de la Francia revolucionaria. 

Durante la disputa con el socialismo y sus partidarios igualitaristas en Estados Unidos, la palabra «libertad» cambió de significado, asunto sobre el que ya me he detenido en el capítulo 1. Es importante comprender esta evolución, ya que ha transformado por completo tanto el lenguaje como la práctica política en Estados Unidos, y también en el resto de Occidente. El liberalismo clásico de Locke, Montesquieu y Smith fue una defensa de la soberanía individual contra el poder del estado, y promovió la limitación gubernamental, la propiedad privada, la economía de mercado y la libre asociación. En el uso popular estadounidense actual, «liberalismo» significa liberalismo de izquierdas —no debe confundirse con el neoliberalismo del que hablaré en el siguiente capítulo—, y contrasta expresamente con el «conservadurismo». Según este uso, liberal es el que se decanta conscientemente por los menos privilegiados, defiende los intereses de las minorías y los grupos sociales en exclusión, confía en el uso del poder del estado para alcanzar la justicia social y, con toda probabilidad, comparte los valores igualitarios y seculares de los socialistas del siglo XIX. El liberal americano, desde luego, no repudia el poder estatal, siempre que lo ejerzan liberales y lo hagan en contra de los conservadores. El que abogue por el liberalismo clásico es hoy susceptible de verse tildado de conservador, a causa de la asociación entre liberalismo clásico y el libre mercado, y de la pugna entre individualismo liberal y la cultura de la dependencia aneja al estado del bienestar. El lector será consciente de las implicaciones de esta confusión, por lo que resulta mejor dejarlas de lado y limitarse a reconocer que, en su batalla contra el socialismo, el liberal clásico y el conservador están hoy del mismo lado. 

Todo esto contribuye a explicar por qué Friedrich von Hayek (1899-1993), que plasmó sus ideas en Los fundamentos de la libertad (1961), añadió a ese libro un apéndice titulado «Por qué no soy conservador», a pesar de haberse convertido en el héroe intelectual de este movimiento con la publicación de su Camino de servidumbre al final de la Segunda Guerra Mundial. Durante toda su vida, Hayek reclamó su lugar en la tradición liberal clásica, y achacó la verdadera responsabilidad por las crisis que llevaron a las dos guerras mundiales al crecimiento incesante del poder del estado, y a sus abusos para llegar a metas inalcanzables. «Justicia social» era el título de uno de estos objetivos, y Hayek lo etiquetó expresamente como neolengua, una herramienta para imponer la injusticia a gran escala en nombre de su antónimo. 

[...] El argumento fundacional de las teorías de Hayek es el que desarrollaron Mises y otros miembros de la escuela austriaca, durante lo que se conoció como el «debate del cálculo económico» sobre la viabilidad de un sistema económico socialista. Para funcionar adecuadamente, este sistema debía recoger información sobre los deseos de las personas y lo que están dispuestos a dar a cambio. En una economía planificada, los precios deberían reflejar esa información, pero ¿cómo se puede calcular de antemano, y antes de que las personas interactúen en intercambios libres, que son los que revelan la naturaleza y el alcance de sus deseos?

Toda interacción social requiere datos sobre los deseos y necesidades de un número indefinido de personas, y también exige soluciones espontáneas a sus problemas, En un mercado libre, el precio de un bien está determinado por la suma de las demandas que recibe, y no existe mejor indicador del sacrificio que las personas están dispuestas a realizar para obtenerlo que el precio que se le imputa en un régimen de libre mercado. La información que refleja un precio es social, dinámica y práctica, e indica qué se debe hacer para satisfacer los deseos remotos de desconocidos; además fluctúa para responder a los cambios en los deseos y necesidades. No hay una sola mente que pueda contener toda esta información, porque está disponible únicamente durante el proceso de intercambio en una sociedad en la que las personas son libres de comprar y vender, y cualquier interferencia con el mecanismo de mercado acaba con la información como una serie estática de datos, es invariablemente irracional, porque al fijar las directrices y parámetros de la actividad económica acaba con la información de la que depende. 

[...] Para justificarse, la planificación socialista recluta a las instituciones, e incluso al lenguaje, para sus fines, y lo hace describiendo, por ejemplo, la igualdad económica obligatoria a la que aspira como «justicia social», aunque solo pueda alcanzarse mediante la expropiación injusta de los activos mediante acuerdos libres. El verdadero significado de la justicia, expone Hayek, es el que dio Aristóteles y siguió el latino Ulpiano en su compilación de leyes: la práctica de darle a cada uno lo que le es debido. La palabra «social» —un cajón de sastre— despoja de significado a la palabra «justicia». La «justicia social» no es una forma de justicia, en ningún caso, sino una forma de corrupción moral, porque supone recompensar a las personas por su conducta ineficaz, por la desatención a su propio bienestar y al de sus familias, por la ruptura de los acuerdos y por la explotación a la que someten a sus patronos. 

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