Philipp Blom (Lo que está en juego)

En el siglo XX y, sobre todo, bajo la impresión del Holocausto, filósofos como Theodor W. Adorno, Mx Horkheimer, Michael Foucault y Jacques Derrida formularon una crítica muy distinta —y en cierto sentido, inmanente al sistema— de la Ilustración que ha repercutido también en el sueño liberal. Se trata de un análisis mucho más incisivo que el de los primeros contrailustrados, cuyos reproches y batidas en retirada pecaron de escasa combatividad. Los nuevos críticos afirmaban, nada más y nada menos, que la tan liberadora Ilustración ya llevaba en sí el germen del totalitarismo y los asesinatos masivos, que el relato del progreso y la razón no era otra cosa que una máscara del poder, necesaria para controlar, oprimir y explotar a grupos menos privilegiados y, en caso necesario, aniquilarlos; todo ello, naturalmente, al servicio del bien común.

Ese aspecto brutal y mecanicista que la Ilustración también legó al sueño liberal se manifiesta muy claramente en un proyecto de finales del siglo XVIII que más tarde analizó Foucault, a saber, el panóptico de Jeremy Bentham, un profesor y filósofo inglés de buena posición económica que llevó al extremo el racionalismo ilustrado. En el panóptico, una cárcel redonda en la que todas las celdas podían verse desde una torre de vigilancia central, de modo tal que todos los reclusos se sentirían continuamente observados, debía alojarse no solo presos, que trabajarían por su propia manutención; según su inventor, el proyecto era útil también para orfanatos y hospitales, para escuelas y otros centros de enseñanza, es decir, para todas las instituciones que querían optimizar tanto la vigilancia de los internos como se valor económico. Así, una élite podría también educar a hordas irracionales e instintivas y mantenerlas controladas.

Bentham no fue el único filósofo de la Ilustración que, aun representando el racionalismo, desconfiaba profundamente de la democracia. Por tanto, es correcto afirmar que solo una minoría de ilustrados fueron demócratas en el sentido que hoy damos al término. También un erudito tan cercano al anarquismo como Denis Diderot, apoyaba a la monarquía constitucional (aunque con la condición de que el pueblo pudiera ejecutar al soberano si este no trabajaba por el bien común). Es posible que las actitudes de esos hombres se comprenda un poco mejor si tenemos en cuenta que en su tiempo solo un 10% de todos los europeos sabían leer y escribir, y que eran muy pocos lo que sabían algo sobre el mundo. En consecuencia, la democracia se presentaba como una atractiva utopía por la que había que trabajar, pero que, dadas las circunstancias de entonces, no dejaba de ser un imposible. «La democracia se detiene en los suburbios,», dijo Diderot; «más allá, la gente no tiene más remedio que trabajar duro y tiene demasiado poco que comer.»

Este punto nos lleva a hacer otra observación sobre la volveremos más adelante. Lo que para los filósofos del siglo XVIII era el gobierno de la élite ilustrada, la única que podía decidir cómo sería feliz el pueblo, hoy es, en muchos Estados desarrollados, el gobierno de los expertos y de los cálculos, el dominio del liberalismo tecnocrático que no quiere ni tolera contraargumento porque sus análisis, basados en datos, no se equivoca. Ahora se podría empezar a debatir métodos estadísticos, modelos complejos, sistemas de recogida de datos, suposiciones y cuestionamientos; sin embargo, se puede contestar, con Churchill: «Solo creo en las estadísticas que yo mismo he manipulado.»

Cierto que los recelos de Adorno respecto del potencial violento de la Ilustración —que trazó un camino intelectual directo del estudio de Kant a las puertas de Auschwitz— se dejaba llevar quizá demasiado por la impresión que habían causado los asesinatos masivos, pero tampoco cabe duda de que Foucault, cuando intentó desenmascarar los argumentos de los filósofos ilustrados como mero discurso hegemónico, se centró en un aspecto importante, aunque cínico, de esa corriente de pensamiento. Pese a todo, el eje de empuje de esta crítica ha sido sumamente fructífero; sorprende ver cuántos ilustrados tenían, en el fondo, una imagen más bien pesimista del hombre, más cercana a Edward Bernays, el gurú neoyorquino de las relaciones públicas, que a Kant, y comprobar, por ejemplo, que también Thomas Hobbes y Voltaire, como Bernays y sus colegas, estaban convencidos de que había que dirigir y manipular a las masas por su propio bien. 

El sueño liberal hizo suyas esas ideas. Son muchos los que se definirían como liberales y, aunque parezca asombroso, muchos escritores y formadores de opinión expresan, ya en privado, ya en público, sus dudas respecto de su i una parte de la ciudadanía está i intelectualmente capacitada y lo bastante informada para votar. En los círculos liberales, la respuesta a esta pregunta era el fiat de los expertos, y esta solución, aunque sorprenda, con frecuencia ha funcionado. La unión Europea de hoy, inmersa en tantas crisis, es un ejemplo clásico de este proyecto de las élites que ha sido útil para tantas personas. 

No cabe duda de que la Unión Europea tiene muchos aspectos importantes que cabe criticar de forma legítima, pero solo sus adversarios más doctrinarios niegan que ha fomentado la paz y el desarrollo económico europeo aún cuando no se fundara por decisión popular ni por voluntad de los votantes, sino como iniciativa de un puñado de políticos visionarios. Puede que ahora un motivo para la desafección ciudadana resida en que la UE nunca se haya adaptado a unas circunstancias cambiantes y haya descuidado demasiado la cuestión de convertirse en una realidad vivible que atrajera a los europeos del mismo modo en que sus respectivas sociedades formaron a los estadounidenses, los alemanes y los griegos. A pesar de todo, la existencia de la UE sigue siendo una conquista histórica.

En este punto se plantea una larga serie de preguntas. Si, como se ha demostrado, la política de las élites liberales ha arrojado resultados tan buenos ¿significa eso que la política no es sino la suma de dos negocios, a saber, la decisiones tecnocráticas y la venta mediática de dichas decisiones? ¿Es eso democrático? ¿Y es inevitable en las sociedades complejas? ¿Resulta la imagen racionalista del hombre propia de la Ilustración, condición previa para el éxito del sueño liberal, demasiado esquemática y optimista: está demasiado impregnada por su herencia cristiana, y es, en consecuencia, deudora de una absurda historia sagrada que ahora llamamos progreso? ¿No tenían quizá razón los ilustrados cuando consideraron que muchos de sus contemporáneos no eran capaces de tomar decisiones importantes para su sociedad? Y, de ser así, ¿cómo deberían concebirse las sociedades futuras para no dilapidar su herencia liberal?

La gran ilusión

Uno de los ataques contemporáneos más interesantes a la Ilustración se debe al filósofo inglés John Gray, que opina que el relato ilustrado del progreso —en cierto modo, el motor que sigue propulsando a la Ilustración— no es más que una ilusión, una mentira, propaganda de autores demasiado optimistas o demasiado delirantes que llegaron a perder todo contacto con la realidad. En última instancia, Gray describe el mundo y la existencia humana como trágicos, y califica de ingenuos y condenados al fracaso todos los empeños por mejorarlo objetivamente, pues hace caso omiso voluntariamente de la verdadera naturaleza del hombre, un ser codicioso, miope, cruel y estúpido.

La idea de progreso —escribe Gray— descansa en la creencia de que más conocimiento y avance de la especie van de la mano... si no ahora, entonces a la larga. El mito bíblico de la caída contiene la verdad prohibida. El conocimiento no nos hace libres. Nos deja tal como siempre hemos estado, a merced de toda clase de locura. En la mitología griega encontramos la misma verdad. El castigo de Prometeo, encadenado a una roca por robar el fuego de los dioses, no fue una injusticia.

La pesimista visión de Gray tiene a su favor algunos argumentos de peso, y el principal remite a la naturaleza. Cuanto más de cerca observar los zoólogos el comportamiento social de otros mamíferos y, en especial, de los primates, tanto más claro queda que somos una parte no desdeñable de ese animal y lo mucho que nuestras prioridades —los candidatos más seguros a la trinidad de las motivaciones básicas son el sexo, el miedo y el reconocimiento— apenas se distinguen de las de esos animales y que, si bien somos más racionales y más aptos para el pensamiento simbólico, nuestros impulso, nuestros instintos y nuestros reflejo sociales nos siguen anclando en lo hondo de las sabanas de África y en una época en que la vida todavía era corta, brutal y muy sencilla. Somos primates que han aprendido a sobreestimarse exageradamente. 

* Philipp Blom (El gran teatro del mundo)

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