LA IDENTIDAD
¿Qué esperan de mí?
La respuesta a la pregunta ¿quién soy? no es sencilla, y lo es todavía menos en la actualidad. Tenemos versiones esencialistas, estructuralistas, postestructuralistas, materialistas, economicistas, todo tipo de definiciones sobre lo que queda acotado de ese término, sobre las características que lo componen y sobre las ideas que contiene. Esto es parte también de nuestra confusión, porque tenemos tantas opciones que resulta complicado elegir una: hay literatura académica suficiente como invalidar cualquier tentativa de respuesta, para asegurarnos de que eso que entendemos como identidad dista mucho de la realidad o que solo contempla aspectos parciales de la misma; incluso algunas lecturas nos advierten de que el simple intento de formular una definición es alienante y opresor. Pero la vida diaria de los seres humanos suele ser más sencilla y todos nos formulamos esa cuestión con frecuencia. Quién soy, cómo me siento, cómo soy percibido por los otros, cuánto me valoran y tantas otras preguntas subyacentes son cuestiones a las que los acontecimientos nos obligan a enfrentarnos en un momento u otro.
Podríamos definir la identidad como una compresión reflexiva de nosotros mismos, una articulación racional de nuestras vivencias, de nuestra memoria y nuestras perspectivas de futuro. No tiene que ver solo con la posición que ocupamos en la sociedad o con la imagen que creemos que ofrecemos a los demás o con las características que entendemos que nos definen, sino con la reunión de todos esos aspectos dispersos en una representación unificada que nos ofrece cierta solidez existencial. Es cierto que la identidad es inestable porque está sujeta a diferentes pruebas y debe hacerse valer en distintos escenarios, y en ellos nos percibimos de manera diferente (una persona puede estar muy segura de sí misma en el terreno profesional, ser alguien desorientado en lo sentimental y sentirse perdida si es despedida de su empleo) pero suele recomponerse en una visión unitaria, en una representación prevalente tejida desde lo racional que nos ofrece seguridad y continuidad vitales.
En culturas como la nuestra, que favorece sistemáticamente el corto plazo, la idea de una identidad estable se arriesga a convertirse en anacrónica y tiende a ser reemplazada por imágenes más abiertas y experimentales de nuestro yo, lo que más que abrir las puertas a una definición más precisa, es un síntoma de los males de nuestro tiempo. En un mundo demasiado móvil resulta complicado mantener una identidad sólida, ya que se nos obliga a someternos a demasiadas situaciones en las que nuestra capacidad de acción se ve limitada, en las que nos percibimos dirigidos por los acontecimientos más que capaces de alterarlos. Y esto es esencial a la hora de definirnos, porque la pregunta sobre quiénes somos contiene siempre un elemento, determinante de nuestra salud psicológica, relacionado con eso que Spinoza denominó potencia. El se humano precisa de una confianza básica, de una base segura (como la denominaron Bowlby, Bion o Kohut), a partir de la cual construirse. Cuanto más la asienta, es decir, cuando mayor capacidad suma de alterar las circunstancias que le afecten, más seguro se siente de su identidad. Nuestro tiempo, por el contrario, invierte los términos y responde la pregunta a partir de cómo se es valorado por los demás, de la posición que ocupa en la estructura o de cuál es el papel que se juega en las redes de interacción social, pero olvida que el grado de seguridad y confianza en uno mismo, la potencia, es más relevante aún. En un escenario inseguro, inestable y lleno de incertidumbres, donde la vida deja de ser previsible y los planes a medio plazo desaparecen, esa solidez interior suele dejar paso a la dependencia de los exterior. La exposición es mucho más importante que en el pasado y el grado de apreciación, de consideración y de relaciones de nuestro yo resultan decisivas, por lo que nos convertimos cada vez más en personas que se modelan con el fin de que los demás nos reconozcan y valoren. El pragmatismo nos obliga porque no se trata de un deseo narcisista, sino de algo que tiene efectos en la realidad: obtener un buen empleo, construir mejores opciones de futuro o disponer de recursos materiales suficientes dependen en gran medida de los grupos en que se interactúe, de la visibilidad con la que se cuente o del número y calidad de relaciones que se puedan hacer valer. Nos hemos acostumbrado a vivir afuera, lo que imposibilita controlar las condiciones que soportan un sentido estable de la identidad: es como si hubiéramos sustituido la pregunta «quién soy» por «qué esperan de mí».
Las identidades logradas
Esta oferta identitaria encaja bien en el capitalismo presente, que se alimenta de la generación de expectativas. Si las finanzas viven del crédito, esto es, de la promesa de beneficios futuros, en lo subjetivo ocurre algo similar, ofertándose una versión idealizada del yo que alcanzar en tiempos próximos. A la hora de medir el valor individual nuestro sistema olvida el pasado exitoso, algo que sólo cotiza en la medida en que promete su repetición. Las personalidades se miden por su logros actuales y por señales que indican que estos tendrán continuación.
Para expresarlo de otra manera, la gran deriva identitaria de nuestro tiempo consiste en separar el sujeto de sus viejos entornos de referencia: ya no nos definimos por ejercer una actividad (soy abogado, escritor, obrero, teleoperador) ni tampoco por una esencia (soy cristiano, español, amante del heavy metal) más que de una forma secundaria. Lo que marca es el grado de logro que se consigue, que no guarda ya relación necesaria con los atributos que una vez fueron significativos. Es el nivel de brillo, de relevancia y de status lo que genera una definición lograda del yo. Ser consultor es valorado socialmente, siempre y cuando se trabaje para una de las big four, ser escritor o cineasta constituye una muestra de fracaso vital, salvo que los libros o películas hayan obtenido la aceptación comercial o el prestigio suficiente; un abogado puede lindar los límites de la pobreza o trabajar en un despacho internacional y un periodista sobrevivir precariamente en un empleo mal pagado o ser tertuliano televisivo en espacios de máxima audiencia. Cómo nos ven los demás y cuál es el espacio que esa percepción nos otorga en la sociedad parece determinado por los lugares que ocupamos (la empresa en la que trabajamos, el cargo que ostentamos, etc.), lo que convierte los elementos que configuran la identidad en simples medios para alcanzar el fin del éxito social.
Se constituye a sí una nueva narrativa sobre quiénes resultan merecedores de reconocimiento y de cuáles son sus rasgos distintivos que se hace especialmente presente en los discursos sobre las élites contemporáneas, la mejor representación de las identidades logradas. Sean ricos de primera o segunda generación o provengan de familias tradicionalmente adineradas, sus relatos sobre la vida exitosa se conforman desde la distinción que otorgan la flexibilidad, la capacidad de adaptación a contextos cambiantes, la reactualización de sí mismos, la intuición para descubrir y aprovechar oportunidades y el talento para convertir ideas en grandes proyectos. Son personas que estudiaron en centros educativos muy prestigiosos, que se enorgullecen de su intensa dedicación laboral y se sienten merecidos ganadores en una competición global muy dura. Este conjunto de características les hace simpatizar con aquellos que exhiben méritos similares más que con aquellos con los que comparten origen o espacios, por lo que acaban conformando una comunidad mundial cuyos miembros tienen mucho más en común entre sí que con el resto de sus compatriotas. «Puede que cuenten con una residencia en Nueva York, París o Hong Kong, pero son cada vez más una nación en sí mismo. Les unen más los intereses o las actividades que la geografía».
* Esteban Hernández (Nosotros o el caos) Así es la derecha que viene
* Esteban Hernández (El tiempo pervertido) Derecha e izquierda en el...
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