José Ramón Ayllón (Orígenes)

EL DARWINISMO COMO IDEOLOGÍA

La Tierra no fue creada: evolucionó. Y lo mismo hicieron los animales y las plantas, al igual que el cuerpo humano, la mente, el alma y el cerebro.
     Julian Huxley  

Las ideologías son filosofías materialistas y revolucionarias que aspiran a cambiar el mundo de forma rápida y profunda. Mientras unas se imponen por el terror y la violencia, otras prefieren ganar las batallas de la educación y la opinión pública.  El darwinismo ideológico pertenece al segundo grupo. Este epígrafe es un ajuste de cuentas con ese darwinismo, responsable de haber secuestrado y traicionado a Darwin.

En El origen de las especies se refiere Darwin a «leyes impresas por el Creador en la materia», que hacen posible la sucesiva y asombrosa aparición de las diversas especies.  Sin embargo, ya en vida del propio autor, darwinistas radicales tergiversaron sus ideas con la intención de convertirlas en la gran alternativa atea al relato bíblico del Génesis. En esa línea, cuando en 1959 se celebró en Chicago el centenario del citado libro, Julian Huxley, el orador más aplaudido, resumió con las palabras que abren este epígrafe la esencia del darwinismo convertido en ideología. Así bada comienzo una de las controversias más ruidosas e interminables de la historia de la ciencia y del pensamiento.

La explicación puramente evolucionista de los seres vivos comprometía el papel de Dios como creador de la vida y del hombre, suprimía la espiritualidad humana y su libertad, así como la responsabilidad moral y el destino después de la muerte. Dicho en pocas palabra: ponía crudamente de manifiesto la gran diferencia entre ser hijos de Dios o ser solamente primos del mono.

Como un nuevo giro copernicano, la exclusión de la causalidad de Dios sobre el mundo tiene una inmensa importancia cultural. Ese empeño ideológico ha exigido la adhesión de miles de investigadores especializados, amplificados por un sinfín de divulgadores profesionales, capaces de conectar con el gran público: profesores y maestros, autores de libros de texto, guionistas de programas televisivos, ilustradores, montadores y museos... Ese inmenso esfuerzo ha hecho del darwinismo una clave imprescindible de interpretación del ser humano, de la sociedad y de la historia, como resume Juan Luis Arsuaga: «El descubrimiento más asombroso de la humanidad es la evolución, y sin esa revelación no se puede entender nada del ser humano.

Hoy, Richard Dawkins, uno de los evolucionistas más mediáticos, repite la tesis anticreacionista de Julian Huxley. Darwin, por el contrario, respondería a ambos que el Creador es imprescindible para explicar las causas naturales estudiadas por la biología. Si el universo es un conjunto de seres que no tienen en sí mismo su razón de ser, necesariamente ha tenido que ser creado. Crear no es transformar algo, sino producir radicalmente ese algo. La evolución, en cambio, se ocupa del cambio de ciertos seres que previamente han sido llamados a la existencia. Una certera comparación de Ernst Jünger clarifica esta cuestión:

La teoría de Darwin no plantea ningún problema teológico. La evolución transcurre en el tiempo; la creación, por el contrario, es su presupuesto. Por tanto, si se crea un mundo, con él se proporciona también la evolución: se extiende la alfombra y esta echa a rosar con sus dibujos.

Hace 1.600 años, San Agustín escribió lo que sigue:

Las simientes de los vegetales y de los animales son visibles, pero hay otras simientes invisibles y misteriosas mediante las cuales, por mandato del Creador, el agua produjo los primeros peces y las primeras aves, y la tierra los primeros brotes y animales, según su especie. Sin duda alguna, todas las cosas que vemos ya estaban previstas originariamente, pero para salir a la luz se tuvo que producir una ocasión favorable. Igual que las madres embarazadas, el mundo está fecundado por las causas de los seres. Pero estas causas no han sido creadas por el mundo sino por el Ser Supremo, sin el cual nada nace y nada muere.

San Agustín es cristiano, pero su posición puede ser compartida por personas que no lo son. Voltaire, anticristiano y deísta, parece agustiniano en este diálogo imaginado con un ateo:

–¿Qué es la materia?— pregunta el ateo.

—No lo sé muy bien —responde Voltaire—. Me parece extensa, sólida, resistente, con peso, divisible, móvil. Pero Dios puede haberle dado otras mil cualidades que ignoro.

—¡Traidor!— replica el ateo—. ¿Otras mil cualidades? Ya veo a dónde quieres llegar: vas a decirme que Dios puede vivificar la materia, que puede dar el instinto a los animales y que es dueño de todo.

—Bien podría ocurrir—reconoce Voltaire— que Dios, en efecto, hubiera otorgado a la materia muchas cualidades que usted no sabría comprender.

En las primeras décadas del siglo XX, Chesterton constata que casi todos los libros que estudian el universo y la vida, empiezan con la palabra «evolución». Un concepto que le parece inútil cuando se trata de explicar los orígenes, pues «nadie es capaz de imaginar cómo la nada pudo evolucionar hasta producir algo». Más honesto le parece reconocer que «en el principio, un poder inimaginable dio lugar a un proceso igualmente inimaginable»:

Dios es, por naturaleza, un hombre lleno de misterio, y nadie puede imaginar cómo ha podido crear el mundo, lo mismo que nadie se siente capaz de crearlo. En cambio, la palabra «evolución« rima con «explicación», y tiene la peligrosa cualidad de parecer que lo explica todo.

A Chesterton —agnóstico durante la mayor parte de su vida— le parece ilógico rechazar a un Dios que hace surgir las cosas de la vida, y en cambio creer que de la nada han salido todas las cosas. Si algo le resulta evidente es que el mundo no se explica por sí mismo. Más bien, responde al diseño de una voluntad personal, presente en su obra como el artista en la obra de arte:

Basta abrir los ojos para ver un mundo ordenado según ciertas leyes, y una verde arquitectura que se construye a sí misma sin ayuda de manos visibles, según en plan predeterminado, como un dibujo ya trazado en el aire por un dedo invisible. Esa constatación ha llevado a la mayoría de la humanidad a pensar que el mundo obedece a un plan. Un plan trazado por algún extraño e invisible Ser, que al mismo tiempo es un amigo, un bienhechor que ha colocado los bosques y las montañas para recibirnos, y que ha encendido el sol como un criado prepara el fuego a sus señores.

Darwin entendió muy bien que la creación y la evolución no pueden entrar en conflicto, porque se mueven en dos planos y en dos cronologías diferentes. Su pretendida incompatibilidad es, por tanto, un falso problema. El evolucionista Francisco J. Ayala, Premio Templeton 2020, lo explica de esta forma:

Que una persona sea una criatura divina no es incompatible con el hecho de haber sido concebida en el seno de su madre y mantenerse y crecer por medio de alimentos. La evolución también puede ser considerada como un proceso natural a través del cual Dios trae las especies vivientes a la existencia de acuerdo con su plan. 

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