Isaiah Berlin (Joseph de Maistre y los orígenes del fascismo)

El núcleo de la filosofía de Maistre consiste en un ataque a gran escala contra la razón tal como fue predicada por los philosophes del siglo XVIII, y está en deuda con el nuevo sentido de la nacionalidad que surgió, al menos en Francia, como resultado de las guerras revolucionarias, así como con Burke y su denuncia de la Revolución francesa, y con su énfasis en lo concreto, en la fuerza vinculante de la costumbre y la tradición. Maistre desprecia el empirismo inglés, en especial de las ideas de Bacon y Locke, pero rinde a regañadientes un homenaje a la vida pública inglesa, que es para él, como para tantos teóricos católicos occidentales, una cultura provinciana desligada de las verdades universales de Roma, pero al mismo tiempo lo mejor que puede lograrse sin poseer la fe verdadera, lo más próximo en términos seculares al completo ideal espiritual que lamentablemente la imaginación inglesa jamás ha logrado alcanzar. La sociedad inglesa es admirable porque se basa en la aceptación de una forma de vida, y no pretende revisar perpetuamente sus fundamentos. Quien cuestiona una institución o una forma de vida exige una respuesta. Y la respuesta, basada en la argumentación racional, estará ella misma sujeta a nuevas preguntas del mismo tipo. Cada respuesta tenderá a estar siempre expuesta a la duda y a la incredulidad

Una vez ser permite el escepticismo, el espíritu humano se vuelve inquieto, puesto que no ve ninguna solución definitiva a sus indagaciones. En cuanto se ponen en duda los fundamentos, no puede establecerse nada permanente. La duda y el cambio, la desintegración corrosiona desde dentro y desde fuera, hacen que la vida se vuelva demasiado precaria. El acto de explicar, tal como lo llevaba a cabo Holbach y Condorcet, consiste en escindir y no deja nada en pie. Los individuos se ven atormentados por dudas irresolubles, las instituciones sufren la subversión y son sustituidas por otras formas de vida, condenadas igualmente a la destrucción. No hay lugar de descanso en ninguna parte, no hay orden ni posibilidad de una vida tranquila, armoniosa y satisfactoria. 

Todo lo que es sólido debe ser protegido de tales ataques. Hobbes entendió ciertamente la naturaleza de la soberanía cuando contempló el poder del Leviatán como libre de toda obligación, como absoluto e indiscutible. Pero el Estado de Hobbes, como el de Grocio y el de Lutero, es una construcción hecha por el hombre, desprotegida frente a las perennes preguntas que ateos y utilitaristas han planteado generación tras generación: ¿ por qué vivir así y no de otra manera? ¿Por qué debería uno obedecer a esta autoridad y no a alguna otra o a ninguna? En cuanto se permite al intelecto plantear estas inquietantes cuestiones, ya no hay forma de contenerlo; una vez hecho el primer movimiento, ya no hay remedio, la podredumbre se ha asentado de manera definitiva. 

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Maistre no es un pesimista romántico en el sentido en que lo son Chateaubriand, Byron, Büchner o Leopardi. El orden del mundo no es para él caótico o injusto, sino que, a ojos de la fe, es tal como debe ser. Frente a quienes en todas las épocas se preguntan por qué los justos se quedan sin pan mientras que los malvados prosperan, Maistre responde que tal pregunta se debe a una pueril malinterpretación de las leyes divinas. «Nada sucede por azar [...]; todo sigue una regla». Si existe una ley, esta no puede tolerar excepciones; si un buen hombre atraviesa días malos, no podemos pretender que Dios modifique en beneficio del un individuo las leyes sin las cuales todo sería caos. Si un hombre padece gota, es desafortunado, pero eso no ha de llevarle a dudar de la existencia de las leyes de la naturaleza; al contrario, la ciencia médica a la que él recurre presupone dichas leyes. Del mismo modo, si un hombre justo sufre un desastre, ello no debe motivar su escepticismo con respecto a la existencia de un buen gobierno en el universo. La existencia de leyes no puede impedir las desgracias individuales; ninguna ley puede aplicarse de manera que se ajuste a los casos individuales, puesto que entonces dejaría de ser una ley. Hay en el mundo una cantidad determinada de pecado, y este es expiado mediante una cantidad proporcional de sufrimiento; tal es el principio divino. Pero no hay nada que diga que la justicia humana o la equidad racional deban gobernar la acción divina; esto es, que todo pecador individual haya de ser castigado, al menos en este mundo. Mientras el mal penetre en el mundo, correrá sangre en algún lugar; así es como la Providencia redime a la humanidad pecadora: derramando la sangre no solo de los culpables, sino también de los inocentes. Si ello es necesario, el inocente será masacrado en lugar de otro, hasta que se alcance el equilibrio. Tal es la teodecia de Maistre: la explicación del Terror de Robespierre, la justificación de todo el ineludible mal de este mundo. 

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Nuestro autor es un pensador original, que nada contra la corriente de su época, decidido a hacer saltar por los aires los lugares comunes más sacrosantos, y las fórmulas piadosas de sus contemporáneos liberales. Si estos hacen énfasis en el poder de la razón, él, quizá con demasiado regocijo, señala la persistencia y la extensión del instinto irracional, el poder de la fe, la fuerza de la tradición ciega, la obstinada ignorancia sobre el material humano en la que incurren los progresistas —los científicos sociales idealistas, los apasionados creyentes en la tecnocracia—. Mientras que a su alrededor se habla de la búsqueda de la felicidad, él subraya, de nuevo con exageración y con perverso deleite, aunque también con cierto grado de verdad, que el deseo de autoinmolarse, de sufrir, de postrarse ante la autoridad, ante el poder superior, venga este deseo de donde venga, y el afán de dominar, de ejercer la autoridad, el afán del poder por el poder en sí, son fuerzas históricamente tan poderosas como el deseo de paz, prosperidad, libertad, justicia, felicidad, igualdad.

El realismo de Maistre adopta formas violentas, rabiosas, obsesivas, con una salvaje estrechez de miras, pero sigue siendo realismo. Al autor nunca le abandona su agudo sentido para detectar lo que puede remediarse y lo que no, ese que ya en 1796 le lleva a decir que, tras haber realizado su obra el movimiento revolucionario, Francia en cuanto monarquía solo puede ser salvada por los jacobinos, que los intentos de restaurar el viejo orden son una estúpida locura; que si alguna vez los Borbones son restaurados, no podrán durar. Maistre es ciegamente dogmático en el terreno teológico (y en el teórico en general), pero por lo demás es un pragmático clarividente, y lo sabe. Con este espíritu insiste en que la religión no tiene por qué ser verdad; o más bien, su verdad consiste simplemente en el hecho de que satisface nuestras aspiraciones:

Si nuestras conjeturas son plausibles, [...] si sobre todo nos reconfortan y son capaces de hacernos mejores, ¿qué más se puede pedir? Aunque no sean ciertas, son buenas; o más bien, dado que son buenas, ¿no hace eso precisamente que sean verdaderas?

Maistre revela y enfatiza esas tendencias destructivas que las personas humanitarias y optimistas generalmente no quieren ver (el lado oscuro y nocturno de las cosas, en términos de los románticos alemanes). Aunque solo sea por ello, nadie que haya vivido en la primera mitad del siglo XX, y por supuesto después, puede dudar de que la psicología política del autor, a pesar de todas sus paradojas y sus esporádicas caídas en la pura absurdidad contrarrevolucionaria, es a veces una mejor guía de la conducta humana que la fe de los creyentes en la razón; puede proporcionar un muy útil antídoto contra los remedios que aquellos proponen, unos remedios que son a menudo simplistas y superficiales y, en más de una ocasión, desastrosos. 

Berlín, Isaiah (Las raíces del romanticismo)
Berlin, Isaiah (Karl Marx)
Berlin, Isaiah (El erizo y el zorro)
Berlin, Isaiah (Lo singular y lo plural) Conversaciones con Steven...
Berlin, Isaiah (Sobre el nacionalismo) Textos escogidos

Stefan Zweig (Diarios)

 DIARIO DE SEPTIEMBRE DE 1912 A PRIMAVERA DE 1914 (PARÍS)
(10 de septiembre de 1912 - 6 de mayo de 1913; 20-28 de marzo de 1914)

Domingo 29 Hoy lo he hecho todo con esa inquietud que me corroe por dentro. Para distraerme, por la tarde traigo a casa a dos amigas, pero, aunque la belleza de sus cuerpos me reconforta, ya no me siento capaz de soportar demasiado rato la falta de cortesía de este tipo de encuentros, de modo que a las seis en punto las despido. Me quedo en casa, duermo hasta que me repongo, me salto la cena y me consuelo con Gottfried Keller durante el largo lapso entre la una y las cuatro de la madrugada hasta que me vencen el cansancio y el sueño.

Martes, 12 de noviembre Hoy, un poco de todo. Escribo un artículo para el suplemento cultural sobre Romain Rolland, quien me gusta cada vez más. Después, ha venido. casa la señora Von Winternitz, cuya timidez y serenidad me atraen muchísimo. Es tan imperturbable en su desamparo, tan bondadosa con su sosiego, tan femenina en su inteligencia. No me atrevo a insinuarme: sólo serviría para estropearlo todo y a lo sumo obtendría una momentánea ilusión, mientras que la contención latente entre nosotros es inmensamente seductora. Paso la noche con Otto König hasta altas horas de la madrugada.

Sábado 21 Por la tarde encuentro con Friderike von Winternitz. De nuevo es muy halagüeño estar con ella, pero tengo que evitar a toda costa el peligro de que la relación se decante hacia el terreno sexual. Los paseos juntos son hermosos y lo cierto es que conversamos estupendamente: tal vez se deba todo al arte de hacerse entender. Las mujeres son capaces de comprenderlo todo, de lograr que les expliquemos todo. No obstante, la cuestión es cuánto dura tal comprensión, si no se ofusca y se enturbia muy pronto. Friderike es una mujer tan delicada que uno teme que la ternura o cualquier otro sentimiento la abrumen. La próxima vez, le dejaré claro que perdemos demasiado. No hace mucho me di cuenta, de un modo extraño pero con inmensa claridad, del problema de la condición femenina y la masculina: a nosotros nos mueve la anticipación del placer y la extenuación que acompaña a la consumación; a ellas, el placer retrospectivo, pues les falta imaginación. Las mujeres viven hacia atrás, nosotros hacia adelante, por lo cual ellas, casi siempre, tienen mejor memoria.

 DIARIO DEL PRIMER AÑO DE GUERRA, 1914  
(30 de julio de 1914 - 30 de abril de 1915)

Domingo 18 El llamamiento a filas de los reservistas que aún no han servido, grupo al que pertenezco, ha alborotado a todo el mundo. Ahora la gente acomodada que sólo conocía la guerra por los periódicos está asustada: la guerra se acerca más y más a todos, y por fin se dan cuenta del significado de la palabra comunidad. Lo que este ejército puede ofrecer es cuestionable: es evidente que gran ímpetu del comienzo ha desaparecido, la desgracia ha golpeado a demasiadas familias. Yo mismo soy incapaz de hacer nada, estoy paralizado, es un año perdido y ansío que se me asigne algún deber.

1º de diciembre [de 1914] Me presento en el Archivo de Guerra. Me han asignado realmente un muy buen trabajo y tengo ganas de empezar. Nada subalterno ni de segundo orden, sino un trabajo de verdad. ¡Espero que vaya bien! Hoy he vestido por primera vez el uniforme y ha sido una sensación más bien extraña. Me siento un poco ridículo con el sable sabiendo que no hay que luchar contra nadie.

Sábado 13 [=14] Estreno de Trebitsch. La verdad que estas cosas me resultan físicamente insoportables. No consigo asimilar que haya personas que en los tiempos que corren sigan siendo capaces de divertirse en el teatro, me pone los pelos de punta. Sólo Trebitsch puede tomarse en serio una cosa así: a mí me daría vergüenza ponerme a bailar en frac delante de la gente mientras miles de soldados están en las trincheras a la intemperie. He leído algunos poemas bellos de Viertel.

Jueves 15 Los hechos bélicos son monótonos. Hemos avanzado metro a metro por esta nada homicida, y hemos pagado cada pulgada con siete vidas. Paso la tarde en casa del señor Von Sachs, donde se encuentran reunidos la condesa Coudenhove y un par de aristócratas. Me pongo agresivo sin querer. Debería evitar reuniones sociales, me crispa demasiado tener que mentir.


DIARIO DEL SEGUNDO AÑO DE GUERRA, 1915  
SEGUNDO VOLUMEN
(1º de mayo de 1915 - 24 de febrero de 1916)

Jueves, 2 de septiembre No dejan de publicarse artículos exigiendo responsabilidades por la guerra. Queda demostrado que las negociaciones entre Inglaterra y Alemania fueron prometedores y que un debate público en los parlamentos habría obtenido resultados positivos. Pero la diplomacia secreta lo ha hecho todo a perder: ¡con razón se oye el chiste del caballo, el buey y el asno que se pelean por su parte del botín de guerra! No obstante, la actitud conciliadora de Alemania con Estados Unidos nos ha dado una brizna de esperanza.

Jueves 9 Nada. Tedio, vacío, indiferencia. No me avergüenzo, se ha convertido en un fenómeno de masas, antes lo fue el entusiasmo.

Domingo 10 Harían falta muchas páginas para describir la singularidad de esta época, pero sin duda lo más extraño es la capacidad de adaptación del pueblo. Hay cuatro millones de hombres en el frente, y una inmensa cantidad de personas han perdido a parientes cercanos, pero en los teatros y las salas de conciertos se agotan las entradas cada día y a los negocios les va viento en popa. Ello demuestra que incluso las emociones más intensa provocan a lo sumo breves momentos de tensión: Como un elástico, la sensibilidad humana recobra su dimensión original. Yo soy uno de los pocos locos que piensa en el conjunto, los demás se han asegurado una posición provechosa, tanto moral como literaria y materialmente. No me entra en la cabeza que, al cabo de un año, pese a la espantosa inflación, la gente note la guerra menos que hace un año. El año pasado se les echó encima, todo el mundo temía que los rusos entraran en Viena, y ahora, que deberían estar abatidos por la duración de la guerra se divierten e ignoran la historia universal, mientras en Serbia e Italia miles de hombres se sacrifican por la patria. 

Domingo 7 Trabajo, pero lenta y míseramente. Es como volar con las alas rotas. 

Domingo 14 Paso la noche en casa de Schnitzler, donde también está Barnowsky. Me admira que algunas personas, sobre todo del teatro, consigan mantener las emociones completamente al margen. Algunos están tan inmersos en su mundo que ni siquiera ven a los demás. Normalmente eso los convertiría en necios, pero en las actuales circunstancias los hace afortunados.

Martes, 14 de diciembre Vuelvo a escuchar al cuarteto Rosé. Y, en medio de una obra tardía preciosa —el adagio del opus 125— siento el susurro de un pensamiento íntimo: ¿cómo es posible que en un mundo en el que existe algo tan bello, en este preciso instante los hombres se estén lanzando granadas. Es una pregunta para la que no tengo respuesta, y, sin embargo, al escuchar esas notas celestiales me resultó más inconcebible que la propia muerte.


DIARIO DE SUIZA
(20 de septiembre - 13 de noviembre de 1918

Lunes 14 La epidemia de gripe es espantosa. Treinta personas mueren a diario en Zúrich, miles están enfermas. Naturalmente, como en la guerra, uno tiene la estúpida sensación de que no puede tocarle, pero qué desagradable e inquietante es sentir que el fantasma acecha en cada esquina. Faesi ha enfermado en Viena, en todas partes lo mismo. Trabajo en un artículo para Presse, pero ¡estoy tan cansado del trabajo literario a destajo! Quisiera pasar una buena temporada escribiendo para mí y sólo para mí, algo que desde hace años me resulta irrealizable, inalcanzable. 

Sábado 19 He hablado largo y tendido con Kesser. Todo el mundo está de acuerdo, salvo la camarilla de Potsdam. Por lo visto el desconcierto en Berlín es monumental: las noticias son tan ridículas como confusos los artículos periodísticos. Imposible orientarse. En la bolsa, un baile frenético de valores, mientras que en la ciudad la gripe ha adquirido dimensiones pavorosas. Una epidemia mundial frente a la cual la peste de Florencia u otras similares consignadas en las crónicas son un juego de niños. Devoran cada día en Europa entre veinte y cuarenta mil personas, pero ¿qué es Europa? Una ficción de la que hay que olvidarse, como de toda alianza. 

Miércoles 13 De vez en cuando me entero de algún detalle. Se ha firmado el armisticio, Victor Adler ha muerto, el emperador Carlos [I de Austria] ha abdicado... En otros tiempos nos habríamos quedado sin habla, pero ahora tan sólo estamos cansados. Ya han pasado tantas cosas y quedan tantas por pasar... Uno ya no da más de sí. Al menos yo consumo la mitad de mis fuerzas pensando en los espantosos escenarios que se avecinan, en que el odio de clases y estamentos inundará el mundo. 

Zweig, Stefan (Erasmo de Rotterdam) Triunfo y tragedia de un... 
Zweig, Stefan   (Correspondencia con Sigmund Freud, Rainer María Rilke...
Zweig, Stefan (Montaigne)
Zweig, Stefan (La curación por el espíritu) Mesmer, M. Baker-Eddy, Freud
Zweig, Stefan (Castellio contra Calvino) Conciencia contra violencia
Zweig, Stefan (La mujer y el paisaje)
Zweig, Stefan (Fouché) Retrato de un hombre político
Zweig, Stefan (La lucha contra el demonio) Hölderlin, Kleist, Nietzsche
Zweig, Stefan (El mundo de ayer) Memorias de un europeo
Zweig, Stefan (Amok)
Zweig, Stefan (Novela de ajedrez)
Zweig, Stefan (Clarissa)

Rémi Brague (Manicomio de verdades) Remedios medievales para la era moderna

LIBERTAD Y CREACIÓN

Nuestra presencia entre los seres naturales se puede comparar a la de una especie de extraterrestres, al estar dotados de una propiedad que no compartimos con ningún otro ser terrenal: la libertad. La libertad es lo que distingue al hombre como ser vivo racional. De ahí la importancia de que tengamos una idea más clara de su origen y significado. En un artículo anterior, traté de exhumar las raíces de la idea occidental de libertad que yacen en la Biblia. Permítanme abordarlo ahora desde un punto de vista más filosófico, complementado así «Jerusalén» con «Atenas», pero sin abandonar por completo los límites de la primera ciudad. Primero bosquejaré la confusión actual que nos genera la libertad, para pasar a recopilar varios usos del adjetivo «libre». Por último, examinaré la forma en que una visión completa de la libertad debería sintetizar muchos de esos usos. 

La confusión actual respecto a la libertad

Es preciso que acometamos ahora la tarea de arrojar algo de luz sobre la idea de libertad, porque presenciamos una gran confusión acerca de este tema en la actualidad. 

Cuando éramos muchachos, espetábamos un «haré lo que quiera» a nuestros padres y profesores. Ahora, tras haber recuperado la compostura, nos damos cuenta de que aquella era una empresa bastante difícil... porque, la mayoría de las veces, en lugar de hacer, nos hacen, y hacemos lo que otro agente quiere que hagamos. Quién o qué exactamente quiere que hagamos las cosas puede variar: la tradición, la costumbre, la publicidad, la presión social, los medios de comunicación, etcétera. Caemos en la cuenta de que nuestros padres, maestros y todo tipo de autoridades visibles desempeñan un papel mucho menor en la formación de nuestras opiniones que todos esos agentes menos visibles y más insidiosos. La presión más eficaz no es la tiranía externa, que solo puede ganar seguidores externos y recibir promesas de lealtad emitidas con la boca pequeña. Es un «poder blando» que, en cierto modo, compra nuestra voluntad de obedecer.

En mi país — y en otros, como España— cuando un taxi recorre las calles en busca de clientes, lleva un letrero luminoso que dice que está «libre». Muchos de nuestros coetáneos toman este taxi «libre» como modelo de lo que significa «ser libre»; esto es, estar vacío y a disposición de cualquiera que pueda pagar, y no ir a ningún sitio en particular. La misma ambigüedad puede observarse no solo en el caso del estático concepto de libertad, sino también en el de la noción dinámica de «liberación». Tomemos por ejemplo la «liberación de la sexualidad», frase que se supone que resume la evolución de las costumbres occidentales, especialmente en los años sesenta. Cuando la escucho, no puedo evitar pensar inmediatamente en la «liberación» de la energía nuclear y las consecuencias que acarrea, tanto positivas como negativas. El título de la serie de televisión Sexo en Nueva York me suena como el «Proyecto Manhattan». 

En el ámbito político, estamos orgullosos de nuestras instituciones libres y tenemos derecho a sentirnos así. Garantizan la implantación social y política de la autonomía de pensamiento y acción. Pero la mayoría de las veces —tengo la corazonada de que cada vez con más contundencia— se entiende como sistemas que permiten a cada individuo dar rienda suelta a sus pasiones, algo que suele entrañar tener todas las papeletas para obtener la libertad de ser esclavos. Esto me recuerda la paradójica expresión de Rousseau de que debemos, en ciertos casos, obligar a las personas a ser libres. Una fórmula terriblemente peligrosa, ya que es fácil imaginar cómo esta bien intencionada restricción podría fácilmente adquirir tintes tiránicos. En cualquier caso, las democracias occidentales están convirtiendo lo contrario a esta postura autoritaria en el principio rectos de nuestras sociedades; esto es, permitir que cada individuo viva el tipo de vida en el que no ofrece resistencia alguna a los estímulos de los antojos.

Lo que confundimos con la libertad es, en tales casos, una docilidad absoluta, una total entrega a aquello que nos gobierna, de modo que no sentimos ninguna reticencia a ceder. Spinoza ya desenmascaró tal parodia de libertad al decir que el borracho cree que es libre para beber, el parlanchín cree que es libre para chismorrear, y así sucesivamente, de la misma manera que una piedra dotada de conciencia se sentiría libre de caer.

Aquí tenemos que prestar atención a la severa enseñanza de Kant: ser esclavo de nuestras pasiones, ceder a nuestra naturaleza, es, según él, «patológico», y darle rienda suelta difícilmente puede llamarse libertad, sino lo contrario, atadura.

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¿Son la civilización y la barbarie realmente antagónicas?

Puede que enfrentar civilización y barbarie sea una forma demasiado contundente de manejar el problema. ¿Puede demasiada civilización provocar barbarie? ¿Existe una dialéctica de la civilización, análoga a la conocida «Dialéctica de la Ilustración» de Adorno y Horkheimer? Vico ya habló de la «barbarie de la reflexión».

Permítame poner el ejemplo de otro italiano, el gran erudito clásico y poeta lírico Giacomo Leopardi. Leopardi sostiene que la barbarie es una condición de la civilización, primero porque precede a la civilización en el tiempo, y segundo porque el trabajo de unos hace posible el lujo de otros. La civilización extrema acarrea una barbarie extrema. Los pueblos bárbaros vencen a los civilizados porque estos últimos están llenos de grandes ilusiones. En un nivel aún más profundo, desarrolla toda una dialéctica entre civiltà y barbarie. Según Leopardi, la razón destruye las ilusiones sin las cuales el hombre no puede vivir, conduciéndonos así a su contrario, la barbarie. La razón tiende a ocupar el alma entera. Se apoya en cualquier principio y tira de él hasta las últimas consecuencias, incluso cuando contradice a la naturaleza. La razón es a menudo una fuente de barbarie, y en exceso, siempre lo es. La historia humana es un cambio continuo de un nivel de civilización a otro, de ahí a un exceso de civilización, después a la barbarie, y finalmente de nuevo al nivel más bajo de civilización. El mejor de estos estados es un nivel intermedio de civilización (civiltà media), un equilibrio entre razón y la naturaleza. Leopardi expresa esto de una forma sublime: la razón debe arrojar luz, pero no provocar un incendio.

A consecuencia de esto, existe la tentación de llamar a los bárbaros, o más bien a las personas que se suponen que son bárbaras en sus costumbres, para rejuvenecer las culturas que envejecen. Es una vieja tentación. Me topé con ella en la obra de Herder, quien torna la representación habitual de un Imperio romano puesto patas arriba por las invasiones bárbaras en la imagen positiva de sangre nueva que fluye en un cuerpo envejecido. Dado que los invasores eran alemanes, uno puede sospechar cierta defensa pro domo. 

A propósito de esta idea, un compatriota de Herder, a saber, Martin Heidegger, incluye una ligada a ella en sus célebres Cuadernos negros. Para él, el mayor peligro no es la barbarie, sino el intento de rescatar los «valores culturales superiores» a bordo de la balsa del cristianismo. Considera que la «cultura» es la forma fundamental de la barbarie. La barbarie no consiste en que la gente sea primitiva y esté privada de cultura, sino en que se eduque al pueblo o, en palabras de un funcionario nazi, en que se les «eduque» sin dejar de ser vulgares. En una nota temprana de alrededor de 1934, llega a considerar el nacionalismo, o más bien la imagen del mismo con la que todavía soñaba, «un principio bárbaro», siendo aquí la barbarie la parte esencial del nacionalismo y la que otorga su grandeza. 

Permítanme hacer dos observaciones. Ambas son históricas, pero guardan relación con la situación actual. La primera de ella trata sobre el efecto positivo de las invasiones bárbaras. Debemos aclarar las diferencias. Puede que las llamadas invasiones bárbaras tuvieran un efecto positivo en la cultura de la antigüedad tardía, ya que los pueblos germánicos querían ingresar al Imperio romano no para destruirlo, sino para ser partícipes de sus beneficios. Más concretamente, sus líderes querían formar parte de la nobleza romana. Esto implicaba que estos líderes renunciaban parcialmente a su «identidad», es decir, que sacrificaban algunas de sus costumbre. Mis antepasados, reales o supuestos, las tribus galas, abandonaron la encantadora costumbre de quemar vivas a las víctimas humanas como ofrenda a sus dioses. Hay que reconocerles el mérito de haber sentido que otra cultura era superior y haber decidido no aferrarse a la suya. Por otro lado, algunos bárbaros, realmente bárbaros por naturaleza, quieren destruir la cultura en la que son admitidos y reemplazarla por la suya propia. Difícilmente podríamos decir que los jinetes mongoles, que eran nómadas, cponstribuyiron al progreso de la civilización cuando quisieron convertir los campos de cultivo europeos en pastos para sus caballos.

La segunda observación tiene que ver con el origen mismo de la mentalidad europea. Dos corrientes corrían paralelas entre los griegos: una que defendía la superioridad de los griegos, y otra que admitía el valor de una barbaros philosophia, que supuestamente se daba entre indios y judíos. Si los griegos se tomaron esto realmente en serio o en broma es algo en lo que no me voy a detener aquí. En cualquier caso, sin embargo, el mismos hecho de que se plantearan hipótesis de su posible inferioridad puede ser la mejor prueba de la superioridad real de la cultura griega. Las personas civilizadas son aquellas que comprenden que, bajo la fina capa de su propia cultura, la barbarie sigue amenazándolos desde adentro y debe mantenerse constantemente a raya mediante un esfuerzo prolongado. 

Brague, Rémi (¿A dónde va la historia?)
Brague, Rémi (El reino del hombre) Génesis y fracaso del proyecto....

James Williams (Clics contra la humanidad) Libertad y resistencia en la era de la distracción tecnológica

En la ira y el perdón, Martha Nussbaum desgrana los problemas morales que plantea la ira. Para ello se vale de la definición aristotélica de la ira, muy próxima al concepto de indignación moral del que hablábamos antes: la ira es «el deseo entreverado de dolor de un castigo imaginario por el aparente desaire de alguien que no tiene ningún motivo legítimo para desairarnos, a nosotros o a los nuestros». Según Nussbaum, este «desaire aparente» y este «castigo imaginario» adoptan la forma de una mengua de estatus. Por consiguiente, arguye, buena parte de la conducta moralista no persigue un resultado en términos de justicia sino en términos de estatus. Los sambenitos virtuosos suelen pasar por actos útiles o prudentes, como cuando una comunidad se moviliza para evitar que un delincuente sexual se mude a su barrio. Pero el verdadero objetivo, según Nussbaum, consiste en «rebajar el estatus de los delincuentes sexuales y elevar el de la buena gente, en este caso los vecinos movilizados». 

Existe, no obstante, una clase particular de ira que Nussbaum encuentra valiosa: la «ira de transición», como ella la llama. Se refiere a esa ira que provoca una «transición», entendida esta como la «revolución saludable hacia un pensamiento con miras a un futuro bienestar, que reemplaza dicha ira por una esperanza compasiva». «En una persona cuerda y no excesivamente ansiosa o preocupada por el estatus —continúa—, la idea de castigo o venganza que la ira lleva aparejada es una breve ensoñación, una nube pasajera rápidamente disipada por la idea más sensata del bienestar personal y social». En la economía de la atención, sin embargo, la indignación da lugar a reacciones en cadena de tal envergadura que una «transición» de esta clase es improbable, cuando no imposible. El resultado es la oclocracia, el gobierno de la plebe, la ley de la calle.

Alguien podría objetar que la «justicia de la turba» es preferible a la falta absoluta de justicia. Nussbaum discrepa. «Cuando se da una gran injusticia —sostiene— nadie debería valerse de ella para justificar conductas infantiles o indisciplinadas. Por más que «la redención de cuentas exprese el compromiso de una sociedad con sus valores fundamentales [...] no precisa del pensamiento mágico de la venganza».  En otras palabras, reconocer que matar al león Cecil no era lo correcto y exigir cuentas a los responsables no requiere —ni justifica—actos dirigidos a rebajar su estatus moral, como el de humillarlos o tratar de destruir sus reputaciones o sus medios de vida. 

En 1838, un joven Abraham Lincoln dio un discurso en el Liceo de Springfield, Illinois, en que alertaba sobre los peligros de la indignación —y los raptos oclocráticos que engendra— para la democracia y la justicia:

Se respira aún, entre nosotros, un aire de mal augurio. Me refiero a la indiferencia hacia la ley que gana terreno a lo largo y ancho del país; a la creciente tendencia a sustituir el juicio sobrio de los tribunales por las más furiosas y violentas pasiones, y reemplazar a quienes administran la justicia por turbas de auténticos salvajes [...]. Por culpa de este espíritu oclocrático que, debemos admitirlo, campa hoy a sus anchas por estas tierras, el baluarte más sólido de cualquier gobierno, y muy especialmente de los constituidos como el nuestro, puede en efecto desmoronarse y resultar destruido.

Y proseguía: «No hay agravio que pueda repararse adecuadamente cuando el pueblo se toma la justicia por su mano». La «justicia» oclocrática no es tal; no solo por los resultados que suele obtener, sino también por los métodos que emplea para alcanzarlos. 

Los legalistas suelen decir que «la justicia es el proceso, no el resultado». El proceso de la «justicia» oclocrática, alimentada por la indignación moral y las reacciones virales en cadena, es un proceso caprichoso, arbitrario e incierto. No es de extrañar, pues, que Sócrates, en La República, describiera la oclocracia como un régimen político que lleva de la democracia a la tiranía. 

[...] ¿Qué es lo mejor de la gente? ¿Qué debería sacar de la gente una tecnología diseñada con sentido cívico? ¿Qué es lo que el sistema debería provocar, en lugar de toda esta indignación? Según Nussbaum, «el espíritu al que deberíamos aspirar tiene muchos nombres: es la philophrosuné griega, la humanitas romana, la agápé bíblica, el ubuntu africano: una disposición paciente y tolerante para ver y buscar lo bueno en lugar de insistir obsesivamente en lo malo». 

El problema, claro está, es que esa «disposición paciente y tolerante para ver y buscar lo bueno» no es algo que le entre a uno por los ojos y, por tanto, no vende anuncios. Como sí los vende, por cierto, «insistir obsesivamente en lo malo». En la coyuntura actual, las dinámicas de la economía de la atención están estructuralmente diseñadas para minar las iniciativas más nobles y virtuosas del ser humano. Conviene insistir en que la ira y la indignación no son malas en sí mismas: son reacciones comprensibles ante la injusticia e incluso pueden proporcionar cierta clase de felicidad. El caso es que la economía de la atención posee multitud de incentivos para provocar la ira, pero ninguno que fomente la «transición», con lo que la indignación ha degenerado en una oclocracia que abarca el conjunto de la sociedad, por no decir el mundo entero.

Al poner en peligro la «luz diurna« de nuestra atención, la economía de la atención digital constituye un ataque directo a los cimientos de la democracia y la justicia y socava facultades fundamentales para la autodeterminación del ser humano, tanto a escala individual como colectiva. En la medida que estas facultades fundamentales se cuentan entre los faros guía que nos hacen humanos, cabe afirmar en el sentido más estricto que la distracción epistémica deshumaniza

Andoni Alonso & Iñaki Arzoz (El desencanto del Progreso) Para una crítica luddita de la tecnología

La innovación, adoptada sin reflexión, se convierte en la obligación de buscar desesperadamente lo nuevo y destruir sin contemplaciones lo antiguo, independientemente de sus propiedades y posibles beneficios. Sería por tanto innovador acabar con un Estado que regule las reglas de juego en los mercados y permitir ese «capitalismo sin fricciones» que reclamaba Bill Gates. Sería innovador que las instituciones financieras desaparecieran tragadas por otras modalidades económicas como la criptomoneda. Sería innovador que fueran las corporaciones digitales las que se encargaran de monitorizar y perseguir los delitos que cometen los individuos, como parece desear Zuckerberg; un servicio más de Facebook, en definitiva, y no demasiado complicado de implementar. Posiblemente estas propuestas resultan incómodas para la mayoría, pero se han puesto encima de la mesa, se han anunciado con seriedad. En realidad, la innovación técnica que se ha producido en los últimos años ha tenido dos niveles; uno, discreto y valioso, en algunos campos como la medicina, la agricultura y similares, y en un segundo nivel, el gran medida aterrador: una nueva manera de entender los negocios y el beneficio, basado sobre todo en la colaboración inconsciente de masas de individuos. La riqueza acumulada por la economía digital se ha conseguido a base de empeorar las condiciones laborales, evadir impuestos y extraer recursos de la sociedad en general, algo nada innovador, en el fondo, y bastante fiel a los preceptos clásicos del capitalismo industrial. Sus resultados, sin embargo, sí han deparado una innovación notable: la práctica destrucción del tejido social. Esta destrucción, a tenor de las diversas informaciones que se difunden intencionada o inadvertidamente, se celebra en los centros de innovación más importantes como el mítico Silicon Valley. La destrucción es buena porque genera nuevas oportunidades, nuevos negocios, más productividad, más crecimiento, no importa lo que se lleve por delante. El poder de transformar puede resultar tan tentador o más que el político porque, entre otras cosas, no tiene la atadura a un mínimo sentido de lo público. Uno de los síntomas de este deseo de destruir para volver a crear se encuentra en el desprecio de la historia y la tradición del pensamiento y en la arrogancia de creer que el mundo entero nace aquí y ahora con este nuevo dispositivo o esta nueva aplicación. 

La crítica ha de capturar las ideas centrales desde la cultura en la que se pone en marcha. Es claro que el momento económico actual en Occidente, etiquetado como neoliberal, es un compendio no sólo de ideas económicas sino también sociales y políticas. Ello afecta también a la producción tecnológica porque ésta resuelve problemas que se plantean en la actualidad. Con gran perspicacia, Ortega y Gasset señaló que la tecnología es producto de un estilo de vida, de toda una cultura. Si tomamos en serio este aserto, se aclaran muchas cosas, porque históricamente han existido diferentes estilos de vida que han producido diferentes tecnologías. Sin embargo, se nos dice, en un mundo global sólo cabe un estilo de vida, lo demás se arrincona como folklore o como reserva turística. La colonización de las mentalidades se convierte así en algo muy peligroso porque impide pensar en otros modos de ser. No es de extrañar que los movimientos antiglobalización de finales del siglo XX reclamaran como lema otro mundo es posible. Hay miles de ejemplos de esta colonización del imaginario social; por ejemplo, la convicción de que la autonomía y las libertades individuales son el objetivo más importante para nuestra era. Esta libertad lleva a preconizar la completa responsabilidad del individuo respecto a sus condiciones de vida, porque es él quien maneja sus «capacidades» y «potencialidades» de manera más o menos eficiente. La convivencia social sucumbe ante la actitud contemporánea de la autoadministración del yo, el self management, que se predica constantemente en nuestra sociedad. 

No debe sorprender, por tanto, que los individuos se conviertan en la fuente de datos por medio de estos dispositivos, porque se trata precisamente de eso, de tener la suficiente información para que nadie pueda escaparse a una tarea que se convierte en moral. Es obligatorio cuidarse, llevar un régimen de salud determinado, huir de los malos hábitos, buscar el equilibrio psíquico, disfrutar de la felicidad, ser activo o pro-activo —signifique este prefijo lo que signifique—, encontrar las propias recetas para la salud, etc. La tecnología se orienta entonces a dotar de aparatos y dispositivos que puedan lograr tal objetivo. Hay un nicho de mercado, una «necesidad nueva», y una muy poderosa industria entra en el ciclo de innovación y producción. 

Pero los dispositivos no son neutros en absoluto. Todos los medidores y sensores se convierten no sólo en información recabada sino en sofisticados aparatos de vigilancia. 

En Singapur, recoge Morozov, ya se ha establecido así: la salud individual concierne al Estado para que este evite cargar con la atención de los enfermos; si se puede prevenir la enfermedad, si puede atajarse y el individuo no actúa es una ofensa estatal. Ir al médico se convierte en una obligación ciudadana cuya violación puede ser sancionada con una multa. Todo el mundo tiene la obligación patriótica de estar sano para producir. La salud es una mercancía, un recurso en el que hay que invertir, evitando su devaluación, y para ello hay mil dispositivos con los que monitorizar a los empleados, en la misma estela de control que los antiguos relojes de fichar pero esta vez en un nivel mucho más profundo.

[...] La alta tecnología, la informatización de todos los aspectos de la vida económica y política, convive con la precarización. Los edificios ultratecnológicos, abarrotados de dispositivos domóticos de última generación y respetuosos con el medio ambiente, son una cara de la moneda, el aspecto higiénico y atractivo en los grandes centros financieros como Wall Street o la City londinense. Los centros fabriles tóxicos, las verdaderas fábricas de explotación —sweatshops— son la otra cara de la moneda, y ambas son fundamentales para que se desarrolle la cultura de lo barato, el «low cost». La precarización hace que los precarios dependan cada vez más de esta modalidad de lo barato y su consumo obliga, como efecto necesario, a que haya todavía más paro. 

Comprar en Amazon es un buen ejemplo de esta espiral de pobreza que se extiende no sólo a sus trabajadores sino al tejido social de las ciudades. El poder político no reacciona o, si lo hace, es tarde y mal, ante estas situaciones que minan constante e imparablemente su propia financiación. Ahora el viejo ideal de consumo responsable se vuelve más necesario que nunca para desentrañar las mentiras de la tecnología aplicada a la economía. 

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