EL JUEGO NEOLIBERAL
La preservación de la libertad individual es incompatible con la satisfacción de nuestras ideas sobre la justicia distributiva.
FRIEDRICH HAYEK
Esa idea del conflicto como fuente de progreso figura entre los principios básicos del neoliberalismo del siglo XX, cuyo imaginario sigue presente en gran parte de los discursos políticos de nuestros días. A diferencia del liberalismo clásico, para Hayek y los economistas de la escuela de Chicago el mercado no es el reflejo de una espontaneidad natural de los seres humanos, sino el resultado de una forma concreta de organización social que tiene poderosos enemigos y que por tanto nunca está asegurada del todo. Por eso el mercado tiene que ser incentivado, protegido y desarrollado: la política debe operar para crear y mantener las condiciones en las que puedan florecer los mercados y las formas de sociedad abierta que estos requieren. Contra lo que se imagina a menudo, el neoliberalismo depende pues de un activismo político permanente: su objetivo no es retirar al Estado de la vida pública, sino de subordinar todas sus formas de acción a las necesidades de la economía y mercado. La política, en otras palabras, pasa a operar antes, y no después; no se trata de gestionar los efectos del mercado en la vida social, sino de producir el tipo de vida social que requieren los mercados.
¿Qué pasa entonces con la desigualdad, con la pobreza, con el conflicto y el malestar social? Para la escuela de Chicago, es evidente que en una sociedad abierta no pueden ganar todos: necesariamente hay muchos que van a perder. No hay problema incluso en reconocer que la suerte o el lugar del que se parte van a determinar en buena medida las posiciones finales de cada uno. La forma de argumentación es otra: el mercado opera como un juego de competencia en el que participamos todos, y en los juegos a veces se gana y a veces se pierde. Pero perder no es algo injusto en sí: es una de las posibilidades que van implícitas en el juego. Hablar de injusticia en un juego por los resultados que produce es un ejercicio de moralismo, que supone colocar un principio abstracto por encima de sus reglas. Las reglas del juego del mercado permiten el libre discurrir de las decisiones de cada cual y organizan la inmensa complejidad que resulta de esa suma de movimientos. Modificar los resultados por encima de las reglas, equivale a obstaculizar su funcionamiento y negar la libertad de los jugadores que caracteriza a la sociedad abierta. Por eso las reglas del juego deben ser defendidas y protegidas a toda costa.
En el discurso político del neoliberalismo, sin embargo, este crudo planteamiento teórico se cubrió de inicio con un poderoso manto resolutivo. La insistente proclama de la «autorregulación de los mercados», y por ende de la desigualdad y la competencia desatadas, encierra en realidad una celebración del desgarro social como fuente futura de progreso: puede que hoy veamos pobreza, desigualdad o explotación, pero en realidad este es solo el medio por el que la sociedad en su conjunto avanza hacia un mañana mejor. El culto thacherista de los emprendedores, que crean riqueza social persiguiendo a ultranza su beneficio personal, lleva la ficción resolutiva del liberalismo clásico hasta sus últimas consecuencias: atizar los comportamientos egoístas individuales, fomentar la acaparación de riqueza por parte de unos pocos, resulta la mejor manera de incrementar los valores relativos de todos, de hacer que la sociedad avance y prospera en su conjunto. Basta un cambio de género para que la cosa adquiera un tinte casi tragicómico. En su perverso y magnífico Limonov, el escritor Emmanuel Carrère cita el diagnóstico descarnado que hizo su madre, una historiadora rusa anticomunista, de la oligarquía que hizo fortuna saqueando las empresas públicas de la URSS en los años noventa:
Claro que son unos gánsteres, pero no es más que la primera generación del capitalismo en Rusia. En América sucedió los mismo al principio. Los oligarcas no son honestos, pero han mandado a sus niños a colegios de Suiza para que ellos sí puedan darse el lujo de serlo. Ya lo verás. Espera una generación.
Porque, como es sabido, los colegios suizos son un nido de demócratas y reformadores sociales. La clave está es proyectar sobre el desgarro del presente la idea de que la competencia capitalista acabará poniendo orden incluso cuando todo lo que se ve alrededor es un desastre [...]
LA UTOPÍA DE LO OBSCENO
Claro que hay lucha de clases, pero es mi clase, la clase rica, la que está haciendo la guerra, y la estamos ganando.
WARREN BUFFETT
[...] En el mundo neoliberal ya no hay pobres ni explotados, sino perdedores, fracasados e inadaptados; los menos favorecidos pueden ser objeto de caridad y compasión, pero no de solidaridad, pues han perdido cualquier potencial político. Los pobres son de hecho responsables de estar en el «lado equivocado»; son culpables de haber elegido mal, de no haber sabido manejar su coyuntura biográfica o personal, de ser vagos, torpes e incapaces, de no haber aprovechado sus oportunidades. En el centro está siempre un individuo atomizado, que acierta o se equivoca tomando decisiones que no son responsabilidad de nadie más que de él mismo, de su capacidad de adaptarse de adaptarse a un entorno cambiante y de ponderar riesgos y oportunidades. Ni tiempos, ni raíces, ni otro lugar que no sea un Occidente imaginariamente universalizado: la actividad económica y el conflicto social no tienen contexto ninguno ni historia posible.
Así, el futuro no solo deja de proporcionar una relato compartido de lo que vendrá, sino que acaba por volverse contra los sujetos mismos. Todo riesgo está individualizado: lo venidero deja de pensarse y asegurarse colectivamente (ya no hay seguridad social) sino en términos de responsabilidades e itinerarios individuales que deben conquistar el éxito, la unicidad, lo singular —todo aquello que, por definición no es universalizable—. Por eso la política ya no sirve como pegamento, ya no aporta sentidos comunes. El neoliberalismo decreta el vencimiento de toda trayectoria compartida, de los «grandes relatos» de lo colectivo, y en su lugar impone una privatización de la labor ficcional, una individualización del mandato (¡ficciona!) por el que el sujeto se ve de pronto obligado a dotar de sentido su trayectoria, a parchear por sus propios medios las fallas de su experiencia social. En el reino del do it yourself, lo primero que uno tiene que construirse es su propio personaje, su propia ficción. El gran estadillo de la cuestión de la salud mental, la epidemia psicológica que golpea con virulencia la vida contemporánea, no se entiende sin esta necesidad brutal de sostener con razones privadas la coyuntura y las trayectorias sociales [...]
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