Jorge Freire (Hazte quien eres) Un código de costumbres

Cultívate

La verdadera cultura, como la agricultura, es la culminación paciente de la naturaleza.

                                 Marc Fumaroli,
El Estado cultural

Cultívate, porque cultura es cultivo. Recuerda que una persona inculta es una caricatura de sí misma, como dijo Schlegel.

Bendito el campo virgen que aún no conoce la reja del arado: la sazón aguarda. Negligente quien renuncie a escardarlo o a preparar las mies; quien, abandonándolo a su surte, permita que se enmalezca.

Se te ha confiado la custodia de ese campo. No permitas que la semilla caiga de surco y se agoste. Cuídalo, por que ese campo eres tú.

Cultívate, pero no seas meapilas. Ni «los libros nos salvan» ni nos hacen más guapos ni más altos. No les atribuyas cualidades soteriológicas ni los conviertas en fetiche. Es mejor ser un analfabeto redondo y asolerado que un beato de la cultura.

Célebre es la orteguería que establece una edad límite para leer novelas. Hoy se da la operación inversa: una sociedad infantilizada, socializada en la cultura de la queja, hace del bovarismo una suerte de preceptiva ética. ¿Qué hay de malo en que la gente prefiera ver el fútbol a leer los diarios de Knausgård? ¿Cabe imaginar peor campaña de fomento de la lectura que la jeremiada constante?

Dedica las tardes a embaularte folletines, si así lo deseas, o huelga como te venga en gana. Pero no leas la cartilla a tus deudos, so pretexto de interesarte por su edificación, porque prefieran pasarse la tarde viendo una película de vaqueros, haciendo spinning o jugando al FIFA. 

Si se trata de flipar en colores, me quedo con las voluptuosidades y variaciones de lo real. Quien acude a la ficción lo hace para guardar en un cajón su concepción de lo real, echar la llave e irse de finde a un sacrificio de falsos héroes e ídolos, cuya deflagración en estéreo impide al espectador plantearse si está haciendo el imbécil. Nada y guarda la ropa. Por decirlo con Ortega, parte decidido a no partir en serio. 

Huelen a chamusquina los elogios manufacturados que algunas novelas a la moda suelen suscitar. Los teólogos medievales denominaron pericóresis a la identidad entre los miembros de la Trinidad, y su equivalente latino, circumincesión, remite etimológicamente a sentarse en torno a algo: circum insidere

¿No diríamos que gran parte de los lectores —pericoréticos, circumimcedados— se arrebujan en torno a la misma lumbre, con la misma actitud candorosa y boyal, y escuchan la misma historia? Un ontólogo hablaría de unión hipostática: piensa igual, se expresa igual, dicen lo mismo. Si la industria cultural fabrica en serie un tipo de lector indistinguible del resto, no es la gente sin cultura la que debiera preocuparnos, sino la deformada, enraizada y embastecida por ella.

Sostenía Jünger que el lector ideal ni obra ni toma partido, pues vive dedicado a una especie de hibernación luminosa. Naturalmente, dicho lector —indolente e inactivo, casi inerte— es todo lo opuesto a aquel que, según Edith Wharton, constituía el mayor peligro para la literatura: el lector mecánico. Éste, provisto de la cejijunta obligación de leer todos los libros que se publican, lleva a cabo una empecinada tarea gimnástica: se imponer estar al corriente de todo lo que se escribe porque cree, secretamente, que las muchas lecturas lo dotarán de inteligencia.

Las horas de esplendor y exuberancia que a lo largo de los años me ha regalado la lectura demuestran, entre otras cosas, que los buenos libros suelen ser de una fecundidad ubérrima. Marran quienes atribuyen utilidad alguna a la literatura. Vivir momentos más intensos y más anchos es su suficiente recompensa. 

Decía Karl Kraus que la cultura termina cuando los bárbaros se introducen en ella. Se equivocaba. Hace tiempo que la cultura y la barbarie dejaron de ser términos opuestos. Barbarian culture fue el sintagma con que Thorstein Veblen motejó a la cultura de quincalla, inundada por la propaganda y la publicidad, que algunos confunden con cultura de masas. Todo documento de cultura sería, al fin, un documento de barbarie.

Reza el tópico que los españoles no leen. Basta pasearse por la playa para advertir lo contrario. Cientos, miles de personas aplastadas por novelones pesados, gasgantuescos, abrumadores como losas de granito. Es cómica la imagen del lector triste y macilento que se retrepa en la tumbona, en dura pugna con un voluminoso bestseller. 

Se entiende que el grosor de la novela sirve de rasero para hallar la medida de su calidad: cuanto más gorda, mejor. Las razones no son las que con frecuencia se aducen (que la letra a tamaño dieciocho se debe a la provecta edad de sus lectores, por ejemplo, pues en España sólo parecen leer las mujeres mayores), sino que responde a un motivo meramente cómico: ver a una persona sepultada por un libro. 

No son pocos lo que fantaseaban con tener un crush en verano y han acabado sufriendo su más vieja acepción, la del aplastamiento. De tal guisa me encontré hace un par de años a mi amigo Julián, más conocido como Batracio, que siempre se había ufanado de no leer y que hasta la fecha se mantenía inasequible a la moda de reading is sexy

Al parecer, estas cosas suceden de la noche a la mañana. Uno querría verse repantigando en la arena, en estado semiconsciente y a la buena de Dios, o tardeando en el chiringuito, con una horchata o un mojito de ron blanco. Y, sin embargo, aquí está, escondiéndose del sol mediterráneo, contraviniendo el pathos meridional y elidiendo su pulsión de vida, con una novela de cinco kilos que lo abruma, lo tedia y le oprime la andorga. 

Me confesó entonces, con cara de apuro, que se había propuesto leer mucho este año, y que todas las noches trata de leerse quince páginas de Žižek antes de dormir. Se me cayeron los palos del sombrajo. Siempre tuve a Batracio por uno de esos ciudadanos probos y cumplidores, dotados de una conciencia como la cera virgen, cencida y sin holar por cogitación alguna. 

¿Quién querría ponerse con un libro de Žižek después de diez horas amagando el lomo delante de un ordenador, tragando quina en un bufete o doblando la raspa en un restaurante? Supongo que sería más feliz viendo la tele, paseando al perro o matando zombis, pero el hombre se ha propuesto extraer vino de las unas del sufrimiento. Qué le vamos a hacer.

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