Juan Manuel de Prada (Una enmienda a la totalidad)

HOMBRES NUEVOS

Si analizamos los procesos históricos modernos desde la Revolución francesa hasta nuestros días, descubriríamos una idea motriz común, presentada bajo diversos ropajes. Tal idea (por supuesto demencial, pero expuesta siempre con ardor desmelenado y fatua convicción) postula que se puede romper drástica y radicalmente con el pasado, fundando una nueva época que cristaliza en hombres nuevos, proyectados hacia un futuro esplendente a lomos del progreso. Esta idea, tan optimista como mentecata, de refutación de la Historia y regeneración humana está en la médula del espíritu revolucionario y se resume en la frase del genocida Jean-Baptiste Carrier, que después de encerrar a miles de antirrevolucionarios en barcos que hizo hundir exclamó exultante: «Convertiremos Francia en un cementerio si no podemos regenerarla a nuestro modo». Todos los movimientos políticos de los dos últimos siglos han hecho propio este desiderátum psicopático, cuyos orígenes debemos buscar en Descartes.

En su celebérrimo Discurso del miedo, Descartes propone una visión mecanicista de la naturaleza que, aplicada a la sociedad, inspiraría esta funesta idea de «resetear» el mundo, empezando naturalmente por el hombre. Una vez que el mundo es concebido como una suerte de teorema matemáticos, resulta inevitable que tarde o temprano surja el deseo de fabricar un mundo más perfecto, habitado por hombres que se hayan despojado de las cargas y gravámenes antiguos (¡el odioso pecado original!), para convertirse en una raza de dioses que imponen su sacrosanta voluntad sobre la realidad, remodelándola, negándola, refutándola y, en caso de que tales técnicas se revelen estériles (como suele ocurrir, porque la realidad es muy tozuda), haciendo como si no existiese. Este voluntarismo vesánico (y a la vez irrisorio) daría lugar a una serie de deformaciones racionalistas que ahora no tenemos tiempo de analizar: revisionismos históricos, idealismos filosóficos y constructivismo antropológicos de toda índole, con frecuencia aberrantes y casi siempre desquiciados.

Naturalmente, al mecanicismo cartesiano se sumarían luego otras corrientes de pensamiento que contribuyeron a esta tarea de regeneración humana. El naturalismo de Rousseau propiciaría el advenimiento del primer «hombre nuevo» con nombre propio, el «ciudadano», que puede guiarse por su voluntad benéfica e infalible, autónoma y soberana. Las hipótesis de Darwin, por su parte, servirían para soñar con una raza de hombres mejor dotados, tanto en el carácter como en la constitución biológica, capaces de desarrollar un sentido ético (y étnico) superior. Al modernismo religioso, por su parte, no le bastó con que la Redención hubiese beneficiado espiritualmente al hombre caído, sino que imaginó al ser humano en un perenne estado de perfectibilidad que lo llevaría (según la alucinada escatología de Teilhard de Chardin) a fundirse con Dios, en un afrodisiaco punto G (perdón, quería decir punto Omega). 

Este mito de la perfectibilidad humana es el motor (con carburante adulterado) de todas las utopías que resucitaron el sueño de una Edad de Oro, despojada de la grandeza con que se revestía en las viejas mitologías paganas y acondicionada a la vulgaridad con olor a berza cocida y estufa mal purgada de las ideologías, que han ido evolucionando desde las engreídas proclamas del racionalismo al vómito balbuceante y sentimental de la razón hecha trizas (según aquel infalible principio mecánico y biológico que nos enseña que todo lo que sube baja). Sobre los quiméricos «hombres nuevos» soñados por el comunismo, el fascismo o el nazismo nada diremos, pues ya has sido sobradamente diseccionados y hasta vulgarizados por el cine de Hollywood, que en parte es el hombre-masa de Ortega (un hombre orgulloso de su vulgaridad, engolosinado en su bienestar, que sólo se guía por sus apetitos, mientras cree aseguradas la estabilidad política y la seguridad económica), en parte el hombre unidimensional de Marcuse (dedicado únicamente a producir y consumir e idiotizado por los mass media) y en parte el hombre programado de Skinner (un producto de la ingeniería social cuya conducta y pensamiento están inducidos, incluso determinados por el medio ambiente, lo cual lo hace felicísimo). 

TRABAJO O BRAGUETA

La exaltación creciente de los derechos de bragueta discurre paralela al agotamiento de los derechos derivados del trabajo. Es un hecho palmario que cualquier persona que no esté obturada por la contaminación ideológica puede comprobar fácilmente. Hasta me atrevería a decir que podrían elaborarse cuadros sinópticos en los que se comprobara cómo cada agresión a los derechos laborales se ha compensado con una alegría de bragueta. Desde luego, podría elaborarse en el caso español: el divorcio se legalizó en la misma época en la que se amparaba el despido libre; el aborto se permitió a la vez que se acometía el desmantelamiento de nuestra industria; el matrimonio homosexual se reconoció a la vez que se introducían «reformas laborales» que convertían al trabajador en un trapo de usar y tirar; y, en fin, los postulados transgénero se están imponiendo a la vez que se instaura la sarcásticamente llamada «economía colaborativa» y el cínicamente denominado «emprendimiento», que convierten al trabajador en un zascandil que tiene que buscarse la vida de las formas más indecorosas y mendicantes.

Pero nadie se atreve a señalar este hecho palmario. Ocurre así, por ejemplo, con cierto catolicismo pompier, que a la vez que defiende hasta desgañitarse la familia y la vida calla ante los desafueros del capitalismo. Y tampoco los marxistas a la violeta tienen el valor de afrontar esta realidad, pues son rehenes de las políticas de identidad (feminismo, homosexualidad, etcétera) que la plutocracia impulsó en los años setenta para desbaratar la solidaridad obrera; y ahora, después de haber traicionado a los trabajadores, claman contra los abusos del capitalismo de forma aspaventera y farisaica, a la vez que mamam de la teta de Soros y sus mariachis. Hubo, desde luego, espíritus perspicaces que desde la izquierda avizoraron esta taimada estrategia; ahí está, por ejemplo, Pasolini, que en un fecha tan temprana como 1972 denunciaba que la revolución neocapitalista estaba disfrazada de «opositora», para que los ilusos izquierdistas se apuntasen a su causa y promovieran la revolución antropológica que le interesaba. Pero nadie hizo entonces caso a Pasolini y otros profetas; pues la izquierda había descubierto que la «oposición» que reclama derechos de bragueta mama de la teta y puede hacer postureo cosmético, mientras que la izquierda que reclama mejoras laborales resulta rancia y no se come un colín.

Y, sin embargo, es una evidencia incontestable que la erosión de los derechos del trabajo ha discurrido paralela a la exaltación de los derechos de bragueta. Y es que toda la revolución económica necesita destruir el orden social que obstaculiza su crecimiento. Lo expuso de forma descarnada Walter Lippmann (promotor en 1938 de un célebre coloquio que muchos consideraban el origen intelectual de la revolución neocapitalista) en su obra The Good Society: «Se ha producido una revolución en el modo de producción. Pero esta revolución tiene lugar en hombres que han heredado un género de vida enteramente distinto. Así que el reajuste necesario debe extenderse a todo el orden social por entero. [...] Debido a la naturaleza de las cosas, una economía dinámica debe alojarse necesariamente en un orden social progresista. [...] Los verdaderos problemas de las sociedades modernas se plantean sobre todo allí donde el orden social no es compatible con las necesidades de la división del trabajo. Una revisión de los problemas actuales no sería más que un catálogo de tales incompatibilidades. El catálogo empezaría por lo heredado, enumeraría todas las costumbres, las leyes, las instituciones y las políticas y sólo se completaría después de haber tratado la noción que tiene el hombre de su destino en la Tierra y sus ideas acerca de su alma. Porque todo conflicto entre la herencia social y la forma en que los hombres deben ganarse la vida acarrea necesariamente un desorden»». 

Lippmann advirtió en fecha muy temprana que la revolución neocapitalista no podría triunfar mientras no se instaurasen géneros de vida acorde con su modelo económico, hasta que no hubiese un «reajuste» en el orden social. Esa revolución antropológica, necesaria para la expansión del capitalismo, exige destruir vínculos familiares, establecer la competencia entre los sexos y fomentar el antinatalismo; exactamente lo que los derechos de bragueta han conseguido. Quienes se desgañitan a favor de la familia y exaltan el capitalismo, como quienes claman contra el capitalismo mientras exaltan los derechos de bragueta, son impostores al servicio del mismo amo.

DINERO APÁTRIDA

Allá por 1931, en su encíclica, Quadragesimo Anno, Pío XI describía con gran clarividencia las transformaciones del capitalismo, por aquel entonces inmerso en una crisis a la que muchos ilusos pensaron que no podría sobrevivir. Pí XI se percató entonces de que aquella crisis era tan sólo la cortina de humo que permitiría al capitalismo consumar una metamorfosis horrenda, para convertirse en un monstruo cada vez más acaparador y desencarnado, infractor de la libre concurrencia y de todo tipo de trabas legales. En algún pasaje de aquella encíclica profética, Pío XI lamentaba que esta metamorfosis del capitalismo estuviese aplastando el papel del Estado, que «debería ocupar el elevado puesto de rector y supremo árbitro de las cosas», para relegarlo a la condición de mero lacayo de las fuerzas económicas, «entregado y vendido a la pasión y a las ambiciones humanas». En otro pasaje, se atrevía a aludir a la condición amoral de este «imperialismo internacional del dinero» sin arraigo, que allá donde halla su provecho funda su patria (ubi bene, ibi patria est).

La clarividencia que Pío Xi mostraba en la denuncia de aquella metamorfosis que entonces estaba cobrando forma no tuvo, por desgracia, continuidad en sus sucesores. Y, mientras tanto, el nuevo capitalismo global, desligado de la riqueza natural de las naciones y convertido en una «niebla de las finanzas» inaprehensible, consiguió concentrar el dinero apátrida en unas pocas manos, reduciendo al común de la Humanidad a la condición de mera comparsa: un mogollón informe o papilla de gentes despojadas de propiedad, obligadas a un trabajo asalariado cada vez más precario, forzadas a emigrar y, ya por último, ensimismadas en sus derechos de bragueta y en sus entretenimientos plebeyos. Y todo este estropicio antropológico pudo hacerlo el dinero apátrida con la complicidad de las nuevas izquierdas, reconvertidas en mamporreros del capitalismo más desenfrenado, a las que se encargó la tarea de apacentar a los trabajadores hacia rediles de la «libertad sexual» y las «políticas de identidad», tal como denunciaron algunos marxistas resistentes, desde Pasolini a Hobsbawm.

Así hemos llegado a la situación presente, en la que la hegemonía del dinero apátrida ha logrado cuajar la forma de dominación más férrea de la Historia. Y todo ello ha ocurrido mientras los ilusos disfrutan de los derechos de bragueta y los entretenimientos plebeyos que les brinda una opípera democracia; y algunos, incluso, apelan en el colmo de la credulidad al irrisorios «derechos de autodeterminación», creyendo que pueden fundar nuevas naciones, como fundan nuevas «identidades de género» (sin saber, los pobres diablos, que sólo se fundan las naciones y las «identidades de género» que convienen al dinero apátrida). Y, mientras todo esto sucede, una pequeña camarilla de multimillonarios, capaces de derrocar gobiernos y de arruinar Estados con tan sólo desplazar su dinero apátrida por una madeja inextricable de terminales informáticos, han elaborado planes que garantizan definitivamente su supremacía. No están atados a ningún territorio, carecen de lealtades, se carcajean de todos los patriotismo, no tienen otra religión sino la acumulación de capital (aunque, para debilitar a las masas a las que ordeñan, de preocupan de que ellas mantengan fieles a esa religión erótica que, a la vez que exalta la lujuria, prohibe la fecundidad). Consideran que aún no han concentrado suficiente cantidad de dinero y que nosotros aún podemos resistir una vida más subalterna, consideran que nuestra resistencia a la adversidad no se ha colmado y que nuestras clases medias aún no han sido suficientemente expoliadas. Así que, con el apoyo de los Estados convertidos en lacayos de sus ambiciones, se disponen a lanzar la última ofensiva: depauperación de aquellos oficios que no redundan en su beneficio, imposición del comercio on-line, aniquilación de cualquier residuo de garantía laboral, introducción de monopolios disfrazados que arrasarán los últimos vestigios del pequeño comercio autóctono, robotización de trabajo y (last but not least) creación de un salario de subsistencia que mantenga a las multitudes desocupadas en un nivel de pobreza sostenible (y bragueta sostenida), pagado —por supuesto— por los Estados lacayos. 

Para lograr su designio, el dinero apátrida necesita líderes políticos que convenzan a las masas cretinizadas de que este horizonte infrahumano constituye su salvación. Y esos líderes políticos ya están entre nosotros.

Prada, Juan Manuel de (Penúltimas resistencias)
Prada, Juan Manuel de (Lágrimas en la lluvia) Cine y literatura
Prada, Juan Manuel de (Dinero, demogresca y otros podemnios)

Juan Arnau (Historia de la imaginación) Del antiguo Egipto al sueño de la Ciencia

LA IMAGINACIÓN CIENTÍFICA
 
DARWIN Y EL PARAÍSO PERDIDO

La pérdida paulatina de sensibilidad que Charles Darwin experimentó a lo largo de su vida, tal y como él mismo describe en su Autobiografía, ilustra y anticipa un proceso histórico, el de la modernidad. La figura del genio no solo encarna el devenir de la historia, sino que también muestra la fosilización que causa el esfuerzo de procesar cantidades ingentes de información. Un maquinismo. el de Darwin, que terminó por convertirlo en el héroe solitario de un universo sin sentido (preludio del existencialismo) que anuncia la lenta pero inexorable tecnificación de la sociedad, en la que la sensibilidad cede paso al sentimentalismo. 

Pero vayamos por partes. En su juventud Darwin disfruta de la poesía romántica de los Lake poets, Wordsworth y Coleridge, aunque ya se conoce incapaz para la metafísica. Durante su vuelta al mundo en el Beagle lleva en el macuto el inmortal Milton, mientras que respecto a la religión es perfectamente ortodoxo. A bordo del buque cita la Biblia como autoridad indiscutible y los oficiales se mofan de su candidez. A su regreso baraja la posibilidad de hacerse clérigo (su padre no quiere que sea un señorito ocioso), pero poco a poco va advirtiendo que en Antiguo Testamento falsea la historia de la creación del mundo y las especies, y que moralmente resulta abominable atribuir a la divinidad los rasgos de un tirano vengativo. Toda su obra será un diálogo continuo con los primeros capítulos del Génesis. La ley de una naturaleza neutra y desapasionada, implacable, va imponiéndose a lo milagroso. Hace tiempo que los prodigios están proscritos en los órdenes natural y científico, que en su época empiezan a identificarse. 

El escepticismo ha ido ganando terreno en el joven Darwin, de modo que cuando finalmente abandona el cristianismo no sufre ninguna crisis o angustia. Si fuera verdad el dogma su padre y sus mejores amigos recibirían un castigo eterno, algo que le parece inadmisible. Además, un Dios omnipotente no debería permitir tanto sufrimiento. La variabilidad en plantas y animales domesticados se cierra con un viejo dilema filosófico: «Un creador que lo ordena todo y lo prevé todo nos enfrenta a la dificultad insoluble del libre albedrío y la predestinación». Su forma de argumentar ese distanciamiento resulta curiosamente ingenua. La idea esencial de Darwin es que la vieja concepción del diseño de la naturaleza falla a la luz de la selección natural. «Ya no podemos sostener que el hermoso gozne de una concha bivalva deba haber sido producido por un ser inteligente, como lo es la bisagra de una puerta por un hombre. En la variabilidad de los seres orgánicos y en los efectos de la selección natural no puede haber más designio que en la dirección en que sopla el viento». Homero sonreiría ante estas palabras y recordaría a Eolo, al que Zeus concedió el poder de controlar a los Aneemos. Darwin da a continuación en la clave: «Todo cuanto existe en la naturaleza es resultado de leyes fijas». La euforia positivista se deja sentir. La tentación matemática ha hecho mella en el naturalista. Hay algo aquí del viejo fatalismo protestante, de esa sensación de que todo está decidido antes de empezar. Darwin considera que «la educación y el entorno influyen escasamente en nuestra manera de ser y de pensar, pues la mayoría de nuestras cualidades son innatas».

Curiosamente, frente a los agoreros del valle de lágrimas, Darwin sostiene que la felicidad prevalece en la vida y armoniza con los efectos de la selección natural. Comparte la pasión por la naturaleza de Rousseau y se distancia del pesimismo ilustrado: «Si todos los individuos, sean de la especie que sean, hubiesen de sufrir hasta un grado extremo, dejarían de propagarse; pero no tenemos razones para creer que esto haya ocurrido [...] en general los seres sensibles han sido formados para gozar de la felicidad». Está convencido de que todos los órganos corporales y mentales se han desarrollado por selección natural o supervivencia del más apto. Como buen cazador, sabe que los seres evolucionan para salir airosos de la competición con otros seres y crecen en número como especie. Si el dolor y el sufrimiento se prolongaran demasiado, la depresión reduciría la capacidad de acción. Por otro lado, Darwin, que nunca fue partidario de cultivar en exceso los placeres de la vida, creía que las sensaciones placenteras tampoco podían durar demasiado sin que tuvieran un efecto depresivo. La sensualidad exacerbada, como la prisa, el estrés, el exceso de trabajo o los viajes sin fin, acaban obturando la sensibilidad y la empatía.

A los ocho años pierde a su madre y su padre se erige en una figura de referencia. Varias páginas de su Autobiografía están llenas de gratitud y admiración hacia su progenitor, un médico rural al que le disgusta su oficio. Charles hereda su capacidad de observación y una considerable fortuna que le permitirá llevar una vida de investigador independiente. Perspicaz y escéptico, el padre supo ganarse la confianza de la gente que acudía a su consulta. Su imaginación activa lo llevó a desarrollar una «vis clínica» y una empatía con las que adivinar el carácter e incluso los pensamientos de sus pacientes. Le ha dejado un consejo: «Nunca seas amigo de alguien a quien no puedas respetar». 

De su primera juventud recuerda el gozo del paisaje, los atardeceres en Maer, su pasión por la caza y las excursiones a caballo. Por nada del mundo se perdería la temporada de la perdiz. Colecciona escarabajos,  minerales, conchas, huevos que roba de los nidos, monedas y sellos. Todo ello conforma una pasión poderosa e innata «que conduce a las personas a ser naturalistas sistemáticos, virtuosos y tacaños». En medio de la selva amazónica, como le ocurrirá un siglo después a Claude Lévi-Strauss, experimenta intensas emociones («Altos sentimientos de asombro, admiración y devoción que llenan y elevan la mente») y se convence de que «el ser humano es algo más que respiración».

Esos sentimientos acabarán perdiendo para Darwin su peso como prueba (a diferencia de Hegel, fiel hasta el final a una idea de juventud). No justifica ninguna clase de trascendencia, «como tampoco sirven los sentimientos similares, poderosos pero imprecisos, suscitados por la música». Su creencia instintiva en la inmortalidad se enfría: incluso se debilita el teísmo que asumió al escribir El origen de las especies. Se cuestiona la implantación de la creencia en Dios en la mente de los niños (cuando su cerebro no está plenamente formado), porque puede producir un efecto tan fuerte que deshacerse de ella resulte tan difícil como para un mono deshacerse de su temor instintivo a las serpientes. 

Cuando alcanza la vejez, reconoce que su visión está empañada: «Se podría decir que soy un daltónico, y que la creencia universal en el color rojo hace que mi actual pérdida de perspectiva no posea la menor validez como prueba». La aprobación del prójimo y el amor de aquellos con quienes convive es ahora el placer supremo. «En cuanto a mí, creo que he actuado de la forma correcta al marchar constantemente tras la ciencia y dedicarle mi vida». En el recuento fin al lamenta no haber hecho el bien más a menudo (fuera de la línea marcada por la selección natural) y se escusa por su mala salud y por una constitución mental que lo hace ser monotemático. «Me resulta extremadamente difícil pasar de una ocupación a otra; podría haber dedicado a la filantropía todo mi tiempo, pero no una parte». Y aunque su padre le había aconsejado que no ocultara sus dudas, en la segunda parte de su vida nada hay más importante para él que la difusión del escepticismo o el racionalismo. Curiosa agenda y curiosa asociación, sobre todo para alguien que consideraba a su creyente esposa su máxima bendición, infinitamente superior a él, sabia consejera y alegre consuelo que con paciencia soportaba sus frecuentes quejas. Con los años reconoce haber perdido la facultad de establecer vínculos efectivos profundos. Una pérdida de sentimientos que «se ha apoderado de mí de forma gradual y subrepticia». Su mente ha cambiado poco en los últimos treinta años, su principal disfrute y única dedicación es el trabajo científico. Apenas sale de su residencia de Down y poco tiene que contar sobre el resto de su vida salvo la sucesiva publicación de sus investigaciones. 

Poco queda ya del enorme placer que le procuraba el teatro de Shakespeare o la poesía de Milton, Byron y Shelley. En el momento en que redacta su biografía, admite que hace años que no soporta la poesía. Encuentra a Shakespeare tremendamente aburrido (<<me revuelve el estómago>>) y ha perdido el gusto por la pintura y la música. Una pérdida de sensibilidad de la que se salvan las novelas que tienen un final feliz (<<debería dictarse una ley contra las que acaban mal>>). La represión de la sensibilidad suele abocar al sentimentalismo.

Uno no puede sino pensar que tanta investigación, tantos datos y tantos volúmenes han terminado por atrofiar la sensibilidad del genio. <<La erudición es una forma aparatosa de no pensar>>, decía Macedonio Fernández, y el pensamiento no es pensamiento si uno no se recrea en él (en sentido literal y metafórico). Ya no hay rastro del joven cazador, del observador fino y atento, del entomólogo capaz de advertir diferencias imperceptibles entre los escarabajos. Él mismo reconoce esa pérdida lamentable de los gustos estéticos más elevados: <<Mi mente se ha convertido en una máquina de moler grandes cantidades de datos para producir leyes generales>>. Y no se explica, aunque algo en él lo intuye, por qué esa actividad le atrofia <<la parte del cerebro de la que dependen los gustos más elevados. La pérdida de estos gustos supone una pérdida de felicidad y quizá sea nociva para la inteligencia y el carácter moral, al debilitar la parte emocional de la naturaleza>>. No se equivoca. Con los años, Darwin se <<maquiniza>>, se transforma en aquello en lo que el mundo va a transformarse. Esa es su genialidad y también, por qué no decirlo, su fatalidad.

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