Jacques Maritain (El hombre y el Estado)

Comunidad y sociedad

Se hace necesaria una distinción preliminar: la distinción entre comunidad y sociedad. Es lícito, sin duda, emplear estos dos términos cono sinónimos y yo mismo lo he hecho muchas veces. Pero es lícito tambien —y fundado en la razón—aplicarlos a dos clases de agrupaciones sociales de índole profundamente distinta. Esta distinción (por gravemente que haya podido abusar de ella los teóricos de la superioridad de la «vida» sobre la razón) es en sí misma un hecho sociológico reconocido. La comunidad y la sociedad son, una y otra, realidades ético-sociales verdaderamente humanas y no solo biológicas. Pero una comunidad es ante todo obra de la naturaleza y se encuentra más estrechamente ligada al orden biológico; en cambio, una sociedad es sobre todo obra de la razón y se encuentra más estrechamente vinculada a las aptitudes intelectuales y espirituales del hombre. Su naturaleza social y sus caracteres intrínsecos no coinciden, como tampoco sus esferas de realización. 

El Estado

[...] El Estado no es la suprema encarnación de la Idea, como decía Hegel. No es una especie de superhombre colectivo. El Estado no es más que un órgano habilitado para hacer uso del poder y la coerción y compuesto de expertos o especialistas en el orden y el bienestar públicos; es un instrumento al servicio del hombre. Poner al hombre al servicio de este instrumento es una perversión política. La persona humana en cuanto a individuo es para el cuerpo político, y el cuerpo político es para la persona humana en cuanto persona. Pero el hombre no es en modo alguno para el Estado. El Estado es para el hombre.

[...] El Estado transformado en un absoluto ha revelado su verdadera faz. Nuestra época ha tenido el privilegio de contemplar el totalitarismo estatal de la Raza con el Nazismo germánico, de la Nación con el Fascismo italiano y de la Comunidad económica con el Comunismo ruso.

El punto en el que conviene insistir es el siguiente: para las democracias de hoy el esfuerzo más urgente es el de desarrollar la justicia social y mejorar la organización económica mundial y el defenderse ellas mismas contra las amenazas totalitarias del exterior y contra la expansión totalitaria del mundo. Mas la prosecución de esos objetivos entraña inevitablemente el riesgo de ver demasiadas funciones de la vida social controladas desde arriba por el Estado y nos veremos inevitablemente obligados a aceptar ese riesgo mientras nuestra noción del Estado no haya sido restaurada sobre verdaderos y auténticos fundamentos democráticos y mientras el cuerpo político no haya renovado sus propias estructuras y su conciencia de sí, de tal manera que el pueblo se encuentre preparado de modo más eficaz para la práctica de la libertad y el Estado llegue a ser verdaderamente un instrumento al servicio del bien común de todos.

El pueblo

[...] Acabo de indicar que el pueblo no es soberano en el verdadero sentido de la palabra. Pues, en su sentido auténtico, la noción de soberanía se refiere a un poder y a una independencia que son supremos separadamente y por encima del todo que gobierna el soberano. Y con toda evidencia, el poder y la independencia del pueblo no son supremos separadamente y por encima del pueblo mismo. Del pueblo, como cuerpo político, debemos decir, no en modo alguno que es soberano, sino que tiene un derecho natural a la plena autonomía o a gobernarse a sí mismo. 

El pueblo ejerce ese derecho cuando establece la Constitución, escrita o no escrita, del cuerpo político; o cuando, en un grupo político de dimensiones lo bastante reducidas, se reúne para hacer una ley o tomar una decisión; o cuando elige a sus representantes. Y este derecho permanece siempre en él. Es en virtud de ese derecho como controla al Estado y a sus propios funcionarios administrativos. Es en virtud de ese derecho como trasmite a quienes son designados para cuidar del bien común el derecho de legislar y gobernar, de tal manera que, revistiendo de autoridad a esos hombres particulares, dentro de ciertos límites de duración y poder, el ejercicio mismo del derecho del pueblo al self-government restringe en la misma medida su ejercicio ulterior, mas ni suprime ni disminuye en ningún caso la posesión de este mismo derecho. 

[...] Es la expresión de Lincoln: «El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo». Lo cual quiere decir que el pueblo está gobernado por hombres que él mismo ha escogido y a los que ha confiado el derecho de mandar, para funciones de índole y duración determinadas y de cuya gestión mantiene un control regular, en primerísimo lugar por medio de sus representantes y de las asambleas así constituidas.

La racionalización técnica de la vida política

En el albor de la historia y de la ciencia moderna, Maquiavelo, en su Príncipe, nos propuso una filosofía de la racionalización puramente técnica de la política; en otras palabras, convirtió en sistema racional la manera en que los hombres se comportan de hecho más a menudo y se dedicó a someter ese comportamiento a una forma y a reglas puramente artísticas. Así, la buena política se convertía por definición en una política amoral que tiene éxito: el arte de conquistar y conservar el poder por cualquier medio (incluso bueno, si se presenta la ocasión, rara ocasión), con la única condición de que sea adecuado para conseguir el éxito.

[...] La ilusión propia del maquiavelismo es la ilusión del éxito inmediato. La duración de la vida de un hombre o, mejor, la duración de la actividad del príncipe, del hombre político, delimita el espacio del tiempo máximo requerido por lo que llamo el éxito inmediato. El éxito inmediato es éxito para un hombre, no para un Estado o una nación, de acuerdo con la duración propia de las vicisitudes de los Estados o de las naciones. Cuanto más terrible en intensidad se afirma el poder del mal, menores en duración histórica son los progresos internos y el vigor vital adquirido por el Estado que hace uso de tal poder. 

La racionalización moral de la vida política

Hay otra clase de racionalización de la vida política: racionalización, no artística o técnica, sino moral. Esta se funda en el reconocimiento de los fines esencialmente humanos de la vida política y de sus resortes más profundos: la justicia, la ley y la amistad recíproca. Y significa también un esfuerzo incesante para aplicar las vivas y móviles estructuras del cuerpo político al servicio del bien común, de la dignidad de la persona humana y del sentido del amor fraterno; para someter a la forma y determinaciones de la razón que estimula la libertad humana y el enorme condicionamiento material, a la vez natural y técnico, y el pesado aparato de intereses en conflicto, de poder y coerción inherente a la vida social; y para fundamentar la actividad política, no en lo que en realidad implica una mentalidad infantil —la ambición, los celos, el egoísmo, el orgullo y el engaño, las reivindicaciones de prestigio y de dominación transformadas en reglas sagradas de un juego trágicamente serio—, sino en un conocimiento adulto de las más íntimas necesidades de la vida de la humanidad, de las exigencias reales de la paz y el amor y de las energías morales y espirituales del hombre. 

Los medios de control a disposición del pueblo y el Estado democrático

[...] Consideremos el caso de un Estado democrático. El control del pueblo sobre el Estado, incluso si el Estado, de hecho, intenta escapar de él, se halla inscrito en los principios y en la estructura constitucional del cuerpo político. El pueblo tiene medios regulares y estatutarios de ejercer su control. Escoge periódicamente a sus representantes y, directa o indirectamente, a su personal de gobierno. Si lo desaprueba, no solo desplazará a este último en las siguientes elecciones, sino que, con las asambleas de sus representantes, controla y vigila su gobierno y hace presión sobre él durante el tiempo en que ejerce el poder. 

No pretendo decir que las asambleas tendrían que gobernar en lugar del poder ejecutivo. Más, para vigilar, frenar o modificar la manera en que gobierna éste, emplean los diversos recursos puestos a su disposición por la Constitución, el más apropiado de los cuales, en las democracias europeas, es el de remover al gobierno cuando están descontentas de su política.

[...] Existen asimismo los medios de agitación política —de propaganda, presión o coacción obrada por la población misma—, que, en ciertos momentos críticos, puede poner en práctica un grupo de ciudadanos, considerándose como abanderados del pueblo, y que voy a llamar «medios carnales de combate político. 

[...] Existe, finalmente, una categoría de medios completamente diferentes, a los cuales, a decir verdad, apenas ha atendido nuestra civilización occidental y que ofrece al espíritu humano un campo de hallazgos sin límites: son los medios espirituales sistemáticamente aplicados al dominio temporal, un contundente ejemplo de los cuales ha sido el Satyagraha de Gandhi.  Desearía llamarlos «medios de guerra espiritual».

Es sabido que Satyagraha quiere decir «la fuerza de la verdad». Gandhi ha afirmado constantemente el valor de la «Fuerza del Amor», de la «Fuerza del alma» o de la «Fuerza de la Verdad» como instrumentos o medios de acción política y social. Porque —decía— «la paciencia y el sufrimiento voluntario, la defensa de la verdad que inflige sufrimiento, no al adversario, sino a nosotros mismos» son «las armas de los fuertes entre los fuertes»

El segundo elemento (gnoseológico) de la ley natural

Llegamos así al segundo elemento fundamental que tomar en consideración en la ley natural, quiero decir, a la ley natural en cuanto conocida y como midiendo así efectivamente a la razón práctica humana, que es, a su vez, la medida de los actos humanos.

La ley natural no es una ley escrita. Los hombres la conocen con mayor o menor dificultad, en grados diversos y exponiéndose aquí a error como otras cosas. El único conocimiento práctico que todos los hombres tienen natural y infaliblemente en común, como un principio evidente de por sí e intelectualmente percibido en virtud de los conceptos implicados en él, es que hay que hacer el bien y evitar el mal. Este es el preámbulo y el principio de la ley natural; pero no es la ley natural misma. La ley natural es el conjunto de las cosas que hacer y que no hacer que se siguen de aquí de manera necesaria

[...] Conviene a este respecto insistir en el hecho de que la razón humana no descubre las regulaciones de la ley natural de una manera abstracta y teórica, como una serie de teoremas de geometría. Más aún, no las descubre por el ejercicio conceptual de la inteligencia o por vía de conocimiento racional. Yo creo que hemos de comprender la enseñanza de Tomás de Aquino sobre este punto de una manera más profunda y más precisa de la que se tiene ordinario. Cuando él dice que la razón humana descubre las regulaciones de la ley natural bajo la guía de las inclinaciones de la naturaleza humana, quiere decir que el modo mismo en que la razón humana conoce la ley natural no es el conocimiento racional, sino el del conocimiento por inclinación. Esta clase de conocimiento no es un conocimiento claro por conceptos y juicios conceptuales; es un conocimiento oscuro, no sistemático, vital, que procede por experiencia tendencial o «connaturalidad», y en el que el intelecto, para formar un juicio, escucha y consulta la especie de canto producido en el sujeto por la vibración de sus tendencias interiores.

Los herejes políticos

Hay que reconocer que el cuerpo político tiene herejes como tiene la Iglesia los suyos. Es más: san Pablo nos dice que es preciso que haya herejes, y probablemente son aún más inevitables en el Estado que en la Iglesia. ¿No hemos insistido, acaso, en el hecho de que existe una carta democrática o, más aún, un credo democrático y que hay una «fe» secular democrática? Ahora bien, ahí donde hay una fe, divina o humana, religiosa o secular, hay también herejes que amenazan la unidad de la comunidad, sea religiosa o civil. En la sociedad sacral de la Edad Media el hereje era el que rompía la unidad religiosa. En una sociedad laica de hombres libres el hereje es el que rompe «las creencias y las prácticas democráticas comunes», el que toma postura contra la libertad, contra la igualdad fundamental de los hombres, contra la dignidad y los derechos de la persona humana o contra el poder moral de la ley.

[...] La cuestión de la libertad de expresión, no es una cuestión sencilla. Es hoy tan grande la confusión sobre ella, que vemos ciertos principios de sentido común ignorados en el pasado por los adoradores de una libertad falsa y engañosa utilizados hoy de una manera engañosa y falsa para destruir la verdadera libertad. 

[...] En la discusión de cuanto se refiere a la libertad de expresión hemos de tener en cuenta una diversidad de aspectos. Por una parte, no es verdad que todo pensamiento, por el mero hecho de que haya germinado en un intelecto humano, tenga derecho a difundir en el cuerpo político.

Por otra parte, no solo la censura y los métodos policiales, sino toda restricción directa de la libertad de expresión, son el peor medio de garantizar que los derechos del cuerpo político defiendan la libertad, la carta común y la moralidad común. Porque toda restricción de esta índole viene a oponerse al espíritu mismo de una sociedad democrática: Una sociedad democrática sabe que las energías internas de la subjetividad humana, la razón y la conciencia son los más preciosos resortes de la vida política. Sabe que de nada sirve el combatir a las ideas con cordones de policías y medidas represivas (incluso lo saben los Estados totalitarios; por eso matan simplemente a sus herejes, si bien empleando poderosos medios psicotécnicos para domesticar o corromper a las mismas ideas).

Por lo demás, hemos visto que el consentimiento común que se expresa en la «fe» democrática es de naturaleza, no doctrinal, sino puramente práctica. Por consiguiente, el criterio de toda intervención del Estado en el campo de la expresión del pensamiento debe ser, él también, práctico, no ideológico: cuanto más exterior sea este criterio al contenido mismo del pensamiento, mejor será. Es demasiado para el Estado juzgar, por ejemplo, si una obra de arte presenta una cualidad intrínseca de inmoralidad (entonces condenaría a Baudelaire o a Joyce); es suficiente para él juzgar si un autor o un editor se dedica a ganar dinero vendiendo obscenidades. Es demasiado para el Estado juzgar si una teoría política es herética en relación con los principios democráticos, es suficiente para él juzgar —siempre con las garantías institucionales de la justicia y de la ley—si un hereje político amenaza a la carta democrática con actos tangibles o recibiendo dinero de un Estado extranjero para alimentar una propaganda antidemocrática. 

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