Göran Therborn (¿Del marxismo al posmarxismo?)

El giro teológico de Europa

El acontecimiento teórico más sorprendente que ha tenido lugar en la filosofía social de izquierdas en la década pasada ha sido el nuevo giro teológico. Por lo general, no se ha traducido en la adhesión a una fe religiosa, aunque, en algunos casos, los antiguos intelectuales de izquierdas han acabado afirmando cierta judeidad etnorreligiosa, y a menudo se pueden detectar indicios de una relación personal particular, más allá de la fe, con la religión o con una figura religiosa, como cuando Régis Debray afirma: <<Son tres las cosas que han ocupado mi vida [intelectual], la guerra, el arte y la religión>>. Más bien, la expresión de este giro teológico ha sido el interés académico por la religión y el uso de ejemplos religiosos en la argumentación filosófica y política. Al contrario que la teología de la liberación latinoamericana -un compromiso religioso con la justicia social liderado por sacerdotes católicos- la variedad europea es una teología del discurso.

La obra más importante en este sentido es la de Debray, quien, en Le feu sacré (2003) y en Dios, un itinerario (2004), ha concentrado su talento literario en el estudio erudito de la estructura de las narrativas judeocristianas, los <<procedimientos de memorización, desplazamiento y organización>>, y los reavivados fuegos de la religión por todo el mundo. Debray, sin embargo, ya había abordado estos temas en su Crítica de la razón políticas (1981/1983), un conjunto de reflexiones sobre el inconsciente religioso en la política y las formas políticas de lo sagrado; de hecho, este pensador se inició en el estudio de la religión gracias a una biografía de un Papa del siglo XI, Gregorio VII, que lo leyó cuando estaba encarcelado por sus actividades revolucionarias en la pequeña prisión de Camiri, en Bolivia, donde los textos cristianos eran los únicos que se podían leer sin censurar.

Alain Badiou, antiguo maoísta que todavía milita en la extrema izquierda, además de filósofo, mantiene una relación antigua y poética con san Pablo, a quien ha acudido en su <<búsqueda de una nueva figura militante... destinada a suceder a la que establecieron a principios del siglo Lenin y los bolcheviques>>. Se supone que el apóstol de Badiou estableció los <<fundamentos del universalismo>> en su epístola a los Gálatas: <<No hay judíos ni griegos, ni esclavos ni libres, ni hombres ni mujeres>>. Slavoj Žižek, por su parte, desarrolla este paralelismo entre Pablo y Lenin con ayuda de tres pares de guías: Cristo/Pablo, Marx/Lenin y Freud/Lacan. Pero la idea fundamental que desarrolla en On Belief (2001) es la defensa del genuino valor ético de la creencia incondicional -más política que religiosa- sin establecer compromisos, e incorporando lo que Kierkegaard definía como <<la suspensión religiosa de la ética>>. La crueldad de Lenin y de los fundamentalistas religiosos radicales se presenta por tanto como una postura admirable. Otro de los temas que fascinan a Žižek es el libro de Job que, a su juicio, quizá sea <<la primera crítica moderna de la ideología>>. Por su parte, en Imperio, Michael Hardt y Antonio Negri señalan que la apacible actitud religiosa de san Francisco de Asís ilustra <<la vida futura de la militancia comunista>>. Con su sobriedad característica, Jürgen Habermas, también ha rendido su personal homenaje a la religión:

<<Mientras no encontremos en el ámbito del discurso racional palabras que expresen de un modo adecuado lo que se expresa la religión, [la razón comunicativa]... coexistirá impasible con ella, sin defenderla y sin combatirla>>. Habermas va todavía un poco más allá, y reconoce que su teoría del lenguaje y de la acción comunicativa <<se nutre del legado cristiano>>. <<A mi juicio -observa- los conceptos básicos de la ética filosófica... no logran captar las intuiciones que se expresan de un modo más matizado en el lenguaje de la Biblia>>

Mientras la Unión Soviética se desmoronaba, el filósofo marxista alemán Wolfgang Fritz Haug, devoto admirador de los intentos de reforma de Gorbachov, se dedicó a estudiar la versión griega original de La ciudad de Dios de san Agustín, es decir, las reflexiones de un gran teólogo sobre la caída de Roma. Hardt y Negri también han hecho referencia a esta misma obra y, con su estilo acrobático característico, comparan el padre de la Iglesia con los *Wobbies estadounidenses de principios del siglo XX. (<<Desde esta perspectiva la Primera Guerra Mundial sería el gran proyecto agustiniano de los tiempos modernos>>). Se podría interpretar que esta fascinación por la religión y los ejemplos religiosos, sobre todo cristianos, es un síntoma de una actitud cultural general que se podría incluir bajo la rúbrica de la posmodernidad. Cuando el futuro alternativo desaparece o se desdibuja, las raíces, la experiencia y los antecedentes cobran importancia. Es lógico que las personas con una formación europea clásica que han madurado en un ambiente no laico y que, en la mediana edad, se encuentran a una distancia segura de las exigencias de la fe, vuelvan la mirada hacia el cristianismo. 

En tiempos más recientes, Terry Eagleton, impenitente teórico marxista de la literatura y la cultura, ha regresado al catolicismo de izquierdas de su juventud y defiende el cristianismo de los violentos ataques del ateísmo, y, en sintonía con la teología de la liberación latinoamericana, escribe sobre Jesucristo y sobre los Evangelios desde la perspectiva del problema de la revolución social.

Además, este extraordinario género teológico que cultiva una sección de la izquierda intelectual europea ha sido recientemente apuntalado por el ambicioso estudio sobre <<los marxistas bíblicos>> y las luchas del marxismo contra la religión, desde Gramsci y Blok a Eagleton y Žižek, que ha llevado a cabo Roland Boer.


*Organización laboral, principalmente en EE.UU, dedicada al derrocamiento del capitalismo, activa sobre todo en la década de 1900.

Toni Montesinos (Melancolía y suicidios literarios) De Aristóteles a Alejandra Pizarnik

Se trata de un dolor que agrada, de un placer que duele...

Según los estudios suiciodiológicos, los escritores son de diez a veinte veces más propensos que otras personas a sufrir enfermedades maniacodepresivas, lo que les puede conducir a menudo al suicidio. El asunto se vuelve más perentorio si el escribiente cultiva la poesía, género que deja aflorar como ningún otro las complejas impresiones que pueden provocar la tristeza, la soledad o el dolor intensos. Otra especialista en medicina, Isabel Cristina Pires, en su ponencia <<Dolencia afectiva y creatividad>>, donde estudia el elevado número de suicidios entre escritores y pintores lusos -Unamuno dejó dicho: <<Portugal es un pueblo de suicidas>>-, no hace sino corroborar la sospecha de que las vivencias angustiosas se reflejan en muchas manifestaciones artísticas, y se fija, asimismo, en algo que parece paradójico:

¿Es la creatividad una reconstrucción de la realidad en la que el creador escoge libremente las piezas de su puzle, exigiendo para ello plena integridad del pensamiento, o por el contrario, el pensamiento psicopatológico está empobrecido y perturbado por la dolencia mental, haciendo evidente la asociación entre patología mental y creatividad? ¿Será verdadero el viejo mito de que el artista es un loco? Pero cuando hablamos de dolencia mental, ¿a qué nos estamos refiriendo? ¿Y de qué manera podrá influir esa patología en la creación artística?

A tantas incertidumbres sobre el gesto suicida, y parafraseando a William Schakespeare, se añaden preguntas, preguntas, preguntas. Todas sin respuesta objetiva a no ser que confiemos en la observación médica de que los escritores tienen una mayor dolencia efectivo-depresiva, sobre todo bipolar, así como una tendencia mayor a la melancolía e incluso al alcoholismo. Y es que, en ciertas ocasiones, el instinto de matarse subyace de modo innato: <<El suicida nace muerto a la vida, con esa muerte trágica esperándole en alguna parte de su rutina, aguardándole paciente y silenciosa como una loba para llevarse lo que es suyo>>, escribe Andrés Trapiello en un artículo sobre el suicidio de una joven escultora enamorada de Juan Ramón Jiménez.

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Realmente, tras una vida que el melancólico no puede ver sino como un fracaso, pues la tristeza la corroe entera, y también la obra que llegue a crear, no hay consuelo en el supuesto de que decida dejar el mundo por propia voluntad, ya que el hombre ha superado el refugio de una trascendencia religiosa. Ni tan sólo la música, antaño una medicina predilecta para sanar a los melancólicos, sirve para tal consuelo, pues, por supuesto, la música misma se ha hecho melancólica, por lo que ahora el escritor triste y el músico triste -toda la música lo es, dice Schubert- se reconocen en un ámbito común, expresando de dos formas diferentes. Lo musical ha dejado de pertenecer a los dios; la existencia superior se ha destruido; el cielo es el reflejo del suelo, inundado de soledad; la vida, y con ella toda la muerte, se ha hecho terrenal, lo que incide en el caldo de cultivo para que se dé el contumaz aburrimiento que era tan peligroso a juicio de Burton, ese tedio de vivir -la expresión es una de las facultades de los suicidólogos actuales para nombrar el estado emocional del presuicida- que habría sido considerado un motivo suficiente para quitarse la vida a ojos de David Hume y Paul Henri Thiry, barón de Holbach (con contraste, como se verá enseguida, con Immanuel Kant). Es la indiferencia, el aburrimiento de un Lord Byron que, en su diario, decía que <<se aburría tanto que ni siquiera tenía ganas de pegarse un tiro>>, de las Memorias de ultratumba de un Chateaubriand moderadamente ansioso por morir, pero estático, existiendo por inercia: <<[...] no sé aprovechar ningún golpe de suerte: no me intereso por nada de lo que interesa a los demás [...] Me habría cansado por igual de la gloria y del genio, del trabajo y del tiempo de ocio, de la felicidad y del infortunio. Todo me aburre>>.

Alfred Sonnenfeld ( El nuevo liderazgo ético) La responsabilidad de ser libres

Está claro que el hommo oeconomicus del que venimos hablando tiene un concepto de la sociedad y del Estado que no deja de ser inquietante. ¿Qué ocurriría si tuviese todas las instituciones de la sociedad bajo su poder? ¿Qué significado tiene para él una democracia de acuerdo a las reglas del mercado? Los Flash-Crashs han demostrado que, en espacios de tiempo mínimos, se puede llegar a un descontrol total del mercado de finanzas.

El aumento explosivo de inmensas cantidades de datos es un fenómeno actual bien conocido. El hommo oeconomicus, a través de su modo egoísta de actuar y de su desconfianza constitutiva, ha conseguido apoderarse de un arsenal inmenso de información, lo cual supone, en realidad, una reducción o encogimiento de las posibilidades de comunicación estrictamente humanas. Porque es bien sabido que donde aumenta lo automático, decrece lo auténticamente vivo. La comunicación viva, la que nace de una transferencia humana, de una concordia de almas, no ha hecho sino empobrecerse. El hommo oeconomicus acaba estrangulando toda comunicación verdaderamente humana para aislarnos, blindar nuestro corazón y esclerotizar nuestra mente.

Un pensamiento tan solo calculador y desmedidamente informado, pero incapaz de reflexionar sobre las bases antropológicas del ser humano, supone una mente que fácilmente descuida cosas tan importantes como la lectura y, con ello, la capacidad del lenguaje escrito y oral. No olvidemos que cuanto más vivo, rico y claro es un lenguaje, aquellos que lo utilizan piensan y comprenden mejor, al tiempo que aprehenden la realidad con mayores garantías. La información desmedida es la causa de que existan tantas personas que viven a medias, inválidas y tullidas a causa de un habla y unas expresiones empobrecidas.

Además, en el mundo del hommo oeconomicus, la mentira es considerada como una herramienta necesaria para alcanzar la maximización de sus beneficios y, por lo tanto, se practica al margen de toda moral. La falta de veracidad planificada es vista como normal; el autoengaño y cualquier tipo de estrategia que lleve a alcanzar sus objetivos egoístas, están al orden del día en los Big Data, es decir, en las conexiones totales entre los datos de las cosas y de las personas. Como es lógico, las consecuencias de este modo de actuar son devastadoras, y suponen un gran reto para el poder judicial, que debe descubrir a los culpables, conscientes o inconscientes, de tales desastres.

Los promotores y defensores del hommo oeconomicus ven el mercado como un gran ordenador, es decir, como una máquina que procesa datos y les facilita el poder para regular los precios. Algunos sostienen que lo que podemos aprender de la crisis es que los mercados han quitado toda legitimación al Estado, precisamente por considerarlo incapaz de entender los procesamientos modernos de datos, tan necesarios para obtener la información precisa. El mercado automatizado analiza exclusivamente las preferencias que le permiten establecer diferencias en los precios, pero no considera importante si se hace con el fin de comprar libros, coches o ocupar nuevos puestos directivos de un banco o de un gobierno. De este modo, se nos está insinuando que, con el tiempo, el Estado tendrá que convertirse en un mercado o, de otra manera, no podrá subsistir.

Ante esta situación, hemos de formularnos algunas preguntas. ¿Será capaz este mercado automatizado, dirigido por ordenadores, de indicarnos qué noticias son relevantes o no, en base a cuáles de ellas tomaremos decisiones inminentes? ¿Es posible que un día perdamos la capacidad de reflexionar, al haber sido sustituidos de modo continuo por los nuevos ordenadores? ¿Estaremos dispuestos a seguir sometiéndonos al poder de las máquinas? Estos interrogantes implican que pensemos en las plataformas digitales, es decir, en un <<espacio>> indeterminado que está fuera de nosotros, y en el que la sobrecarga informativa podría producirnos la sensación de experimentar la vida como matemáticamente predeterminada. ¿Es eso cierto?

A finales del siglo pasado, el destacado físico y matemático Roger Penrose animó, en uno de sus libros titulado La mente nueva del emperador. En torno a la cibernética, la mente y las leyes de la física, a que abandonáramos la idea de las máquinas inteligentes. En este libro, Penrose rebate la hipótesis que por entonces era comúnmente aceptada, de que la naturaleza humana y su pensamiento se podrían reducir a algoritmos. Esta afirmación desató un debate tremendamente polémico y que aún hoy perdura.


Por lo que hemos dicho del hommo oeconomicus, la situación del mundo financiero, la influencia de la Economía de la información y los grandes avances de los algoritmos, queda patente que la información digital aumenta de modo vertiginoso y, con ello, los programas de ordenador que influyen considerablemente en las decisiones que toman los hombres. Un hecho significativo a este respecto, basado en datos recogidos por IBM, es que los algoritmos influyen en un 30 por ciento en las decisiones tomadas por los hombres, pero se teme que en pocos años lleguen a un 90 por ciento.

Se nos sugiere, por consiguiente, un problema inquietante, que viene dado no tanto por las nuevas capacidades de los ordenadores y sus posibles influencias sobre el ser humano, sino por la posibilidad de que <<el hombre se transforme en un ordenador>>. Quizá no consideremos una grave incursión en la intimidad, que el jefe de un banco utilice algoritmos para analizar el rendimiento de los trabajadores de su departamento o averiguar su fiabilidad. El problema serio, y del todo inadmisible, vendría dado si el jefe pensase que únicamente podría conocer a las personas que trabajan en ese banco a través de los algoritmos.

Algo semejante podríamos decir del médico que pensase que únicamente podría saber algo acerca del paciente a través de una tomografía axial computarizada o una resonancia magnética, sin tener en cuenta su historia clínica, su estado social y sus condiciones personales, pues ante esta falta de empatía resultaría dañada la relación médico-paciente y se dificultaría el diagnóstico, sobre todo en los hospitales de las grandes ciudades, donde la conjunción de distintas culturas, etnias, formas de comunicación, estratos económicos y estilos de vida, es muy variado.

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El economicismo utiliza, por tanto, la ciencia económica como el criterio decisivo para analizar todas las realidades humanas. El actuar humano se reduciría a su economía, y esto es precisamente lo que hace la crematística, que solo busca el poder económico para poder disponer ilimitadamente del dinero. La máxima del hommo crematisticus es que el alma de un hombre es su cuenta bancaria, pues juzga el valor y las posibilidades de las personas y de sus acciones según la cantidad de dinero que hayan sido capaces de obtener, y muestra desprecio por todo lo que no se refleje en la cuenta de resultados. El hommo crematisticus es el depredador, la piraña en los estanques de la economía, de la que nos habla el ya citado Scott Petterson. Como es obvio, el hommo crematisticus aplica la ley del más fuerte e incurre en corrupción.

La consecuencia final del economicismo y de la crematística es un modo de ver la vida que pone, como fin y valor primero, al yo mismo y mis intereses. Pero ocurre que cuando los intereses propios se encauzan únicamente desde una perspectiva egocéntrica, entonces no se puede vivir en armonía con los demás. Si cada cual se ocupa tan solo de sus deseos crematísticos, es imposible superar la contraposición de intereses. Si uno se niega a actuar con rectitud de intención y se desentiende de hacerlo en bien de los demás, se precipita en el abismo de lo banal y lo mezquino, se aleja de la realidad existencial y, con ello, se empobrece como ser humano, encaminándose hacía el áspero sendero que fácilmente conduce a la neurosis.

Esta persona mirará, únicamente, hacía la meta que se ha forjado en su yo. El egocéntrico sacrifica todo con tal de conseguir sus fines personales, sin importarle de qué índole sean: ser rico, poderoso, etc. El motor de su vida es un yo idealizado y, por tanto, utópico. Adler llama sentimiento de inferioridad al que aleja del <<yo ideal>> y voluntad de poder, parafrasenado a Nietzsche, a la tendencia a acercarse al <<yo ideal>>. Cuando mayor es su egocentrismo, tanto más siente la persona la distancia del <<yo ideal>> y se hace interiormente esclavo de los impulsos morbosos y tiránicos de su adorado yo. De este modo se autointoxica psíquicamente, con el riesgo de caer en la neurosis, cuyas manifestaciones más habituales son la angustia y el sentido de culpa.

La neurosis, en cuya base se encuentra un pulsión egocéntrica, una fijación del yo que impide su desarrollo hacia la madurez, pone de manifiesto un modo equivocado de estar en el mundo. El hombre al que le falta la auténtica grandeza se altera con facilidad, y en él, la ceguera respecto al bien objetivo se va haciendo cada vez mayor. Por el contrario, la persona auténticamente grande, es decir, la que sabe actuar con el señorío de realizar tareas en favor de los demás, no se altera, se mantiene equilibrada.

* Alfred Sonnenfeld (Serenidad) La sabiduría de gobernarse 

Margaret MacMillan (Usos y abusos de la historia)

HISTORIA Y NACIONALISMO
De las muchas formas que tenemos de definirnos a nosotros mismos, la nación, al menos en los dos últimos siglos, ha sido una de las más atrayentes. La idea de que formamos parte de una familia mucho más extensa, o según las palabras de Benedit Anderson, una comunidad imaginada, ha sido una fuerza tan potente como el fascismo o el comunismo. El nacionalismo dio el ser a Alemania e Italia, destruyó a Austria-Hungría, y más recientemente, desgarró Yugoslavia. Muchas personas sufrieron y murieron, hicieron daño y mataron a otras por su <<nación>>.

La historia nos proporciona gran parte del combustible para el nacionalismo. Crea la memoria colectiva que ayuda a llevar al ser a la nación. La celebración compartida de los grandes logros de la nación (y la pena compartida ante sus derrotas) la sostiene y la fomenta. Cuanto más se remonta la historia, más sólida y duradera parece la nación...y más valiosas parecen sus reivindicaciones. El pensador francés del siglo XIX Ernest Renan, que escribió un clásico del nacionalismo, desdeñaba todas las demás justificaciones para la existencia de naciones, como la sangre, la geografía, la lengua o la religión. <<Una nación, escribía, <<es una gran solidaridad creada por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y los que uno está dispuesto a hacer en el futuro>>. Como prefería explicar uno de sus críticos: <<Una nación es un grupo de personas unidas por una imagen errónea del pasado y el odio a sus vecinos>>. Renan veía la nación como algo que dependía del asentimiento de sus miembros. <<La existencia de una nación es un plebiscito de cada día, igual que la existencia de un individuo es una perpetua afirmación de la vida>>. Para muchos nacionalistas no existe el asentimiento voluntario; uno nace en una nación y no ha tenido elección alguna con respecto a pertenecer a ella o no, aunque la historia haya intervenido. Renania después de la primera guerra mundial, uno de los argumentos que usaba era que, aunque hablasen alemán, en esencia continuaban siendo franceses, como demostraban claramente su amor al vino, su catolicismo y su joie de vivre

Renan intentaba lidiar con un fenómeno nuevo porque el nacionalismo es un acontecimiento muy tardío realmente, en términos de la historia humana. Durante muchos siglos, la mayoría de los europeos pensaban en sí mismos no como británicos (o ingleses o escoceses o galeses), franceses o alemanes, sino como miembros de una familia, clan, región, religión o gremio en particular. A veces se definían a sí mismos en términos de adhesión a sus caciques, ya fuesen barones locales o emperadores. Cuando se definían como alemanes o franceses, era tanto una categoría cultural como política, y ciertamente no asumían, como hacen casi siempre los movimientos nacionales modernos, que las naciones tienen el derecho de regularse a sí mismas en un trozo de territorio específico.

Aquellas formas antiguas de definirse persistieron hasta bien avanzada la Edad Moderna. Las comisiones de la Liga de Naciones, por ejemplo, intentaron determinar las fronteras después de la primera guerra mundial en el centro de Europa y a menudo dieron con gente que no tenía ni idea de si eran checos o eslavos, lituanos o polacos. Somos católicos, u ortodoxos, era la respuesta, o comerciantes, o granjeros, o sencillamente, gente del tal pueblo o de tal otro. Danilo Dolci, sociólogo y activista italiano, se asombró al encontrar en los años cincuenta a personas que vivían en el interior de Sicilia y que nunca habían oído hablar de Italia, aunque, en teoría, llevaban varias generaciones siendo italianos. Eran anomalías, sin embargo, que quedaron atrás a medida que el nacionalismo se convertía cada vez más en la forma en que se definen a sí mismo los europeos. Las comunicaciones rápidas, una mayor alfabetización y urbanización, y por encima de todo la idea de que es bueno y correcto verse como parte de una nación, y una nación, además, que debe tener su propio estado dentro de su propio territorio, todo ello confluyó en la gran oleada de nacionalismo que sacudió a Europa en el siglo XIX y al mundo en general en el siglo XX.

A pesar de lo mucho que se habla de naciones eternas, éstas no las creó el destino ni Dios sino las actividades de los seres humanos, y en no menor medida los historiadores. Todo empezó discretamente en el siglo XIX. Los eruditos estudiaban las lenguas, clasificándolas en diversas familias e intentando determinar hasta dónde podían llegar en la historia. Descubrieron normas que explicaban cambios en el lenguaje y que eran capaces de establecer, al menos en a su propia satisfacción, que algunos textos que tenían siglos de antigüedad estaban escritos en formas primitivas de alemán o francés, por ejemplo. Etnógrafos como los hermanos Grimm recogieron cuentos populares alemanes para demostrar que existía algo llamado <<nación  alemana>> en la Edad Media. Los historiadores trabajaron asiduamente para recuperar antiguas historias y reconstruyeron la historia de lo que decidieron llamar su nación, como si hubiese tenido una existencia continuada desde la Antigüedad. Los arqueólogos aseguraban haber encontrado pruebas que mostraban dónde habían vivido en tiempos aquellas naciones, y adónde se habían trasladado durante las grandes oleadas migratorias.

El resultado acumulativo fue crear una versión poco real, pero aun así influyente, de cómo se formaron las naciones. Aunque no se podía negar que distintos pueblos, desde los godos a los eslavos, se habían movido por toda Europa, mezclándose con otros pueblos que ya estaban allí, tal visión asumía que en algún momento, normalmente en la Edad Media, la música se había detenido. Los participantes del juego de las sillas musicales habían caído en sus sillas, una para los franceses, otra para los alemanes y otra más para los polacos. Y la historia los había fijado como <<naciones>>. Los historiadores alemanes, por ejemplo, pintaban a una antigua nación alemana cuyos antepasados vivían felices en los bosques desde antes de los tiempos del Imperio romano, y que en algún momento, probablemente en el siglo I d.C., se habían vuelto reconociblemente <<alemanes>>. De modo que, y esta es la cuestión más peligrosa, ¿cuál era exactamente la tierra de la nación alemana? ¿O la tierra de cualquier otra <<nación>> ¿Era el lugar donde vivía ahora la gente, donde había vivido en el tiempo de su emergencia histórica, o ambos?

¿Habrían seguido con sus especulaciones los eruditos si hubiesen sabido adónde conducía el camino que estaban abriendo? ¿Las guerras sangrientas que iniciarían Italia y Alemania? ¿Las pasiones y odio que desgarrarían la antigua nación múltiple de Austria-Hungría? ¿Las reclamaciones con base histórica de los mismos territorios por parte de naciones nuevas y viejas después de la primera guerra mundial? ¿Los espantosos regímenes de Hitler y Mussolini, su elevación de la nación y la raza al bien supremo y sus increíbles exigencias de los territorios de otros?

Antoine Compagnon (Un verano con Montaigne)

CAPÍTULO 19
El otro

El diálogo entre Montaigne y los otros, como un juego de espejos es uno de los aspectos más originales de los Ensayos. Si Montaigne se mira en sus libros, si los comenta, no es para hacerse valer, sino porque se reconoce en ellos. Lo señala en el capítulo <<La formación de los hijos>>: <<No alego a los otros sino para alegarme tanto a mí mismo>>.

Montaigne recuerda con ello que los otros le proporcionan un rodeo hacia sí mismo. Si los lee y los cita es porque le permiten conocerse mejor. Pero el rodeo hacia sí mismo también es un rodeo hacia el otro, el conocimiento de sí mismo es el preludio de un volverse hacia el otro. Constata que, al haber aprendido gracias a los otros a conocerse a sí mismo, conoce mejor a los demás; los comprende mejor de lo que ellos mismos se comprenden:

La prolongada atención que dedico a examinarme a mí mismo me habitúa a juzgar también a los demás de manera aceptable, y hay pocas cosas de las que hable con más acierto y excusa. Me sucede a menudo que veo y distingo con mayor exactitud las cualidades de mis amigos que ellos mismos.

El trato con el otro permite ir al encuentro de uno mismo, y el conocimiento de uno mismo permite volver al otro. Montaigne, mucho antes que los filósofos modernos, había descubierto la dialéctica de sí mismo y el otro; hay que verse <<a sí mismo como otro>> -dirá Paul Ricoeur- para vivir una vida moral. El retiro de Montaigne no fue nunca un rechazo de los otros, sino un medio para volver mejor a los demás. No hubo dos partes en su vida, una primera activa y una segunda ociosa, sino intermitencias, momentos de retiro y de meditación, seguidos de regresos reflexivos a la vida civil y a la actividad pública.

Así es como estamos tentados a entender esa maravillosa frase del último capítulo de los Ensayos: <<La mitad de la palabra pertenece a quien habla, la otra mitad a quien la escucha>>. Según la complementariedad del yo y del otro que Montaigne ensalza tantas veces, la palabra, a condición de ser una palabra auténtica, es compartida entre los interlocutores, y el otro habla a través de mí.

Seamos prudentes, sin embargo, en la interpretación de ese hermoso pensamiento y no lo idealicemos. La continuación podría, en efecto, conferir un sentido menos amistoso, menos cooperativo, y más agresivo, más competitivo, al juego de la palabra: <<este debe prepararse para recibirla según el impulso que coge. Así, entre los que juegan a pelota, el que la recibe se echa atrás y se prepara según cómo ve moverse al que se la lanza y según la manera en que la golpea>>.

Montaigne compara la conversación con la pelota vasca, con una justa por lo tanto, un enfrentamiento en el cual uno gana y otro pierde, donde hay dos adversarios, dos rivales. No se trata para el uno de ponerse al alcance del otro, sino para el otro de contar con el uno. En el capítulo <<El arte de discutir>>Montaigne admite que le cuesta darle a razón a su interlocutor. Pero para que el intercambio sea hermoso, como en la pelota vasca, cada uno debe poner algo de su parte.

Así pues, Montaigne oscila entre un concepto de la palabra como intercambio o como duelo. No obstante, acaba venciendo la confianza, por ejemplo, en esta generosa sentencia del capítulo <<Lo útil y lo honesto>>: <<Un lenguaje abierto abre otro lenguaje, y lo saca fuera, como hacen el vino y el amos>>.

CAPÍTULO 21
La piel y la camisa

Montaigne fue un político, un hombre comprometido -ya lo hemos recordado-, pero siempre procuró no implicarse, mantener una cierta distancia, mirarse actuar como si estuviese en el teatro. Lo explica en en capítulo <<Reservar la propia voluntad>>, en el tercer libro de los Ensayos, después de su experiencia como alcalde de Burdeos.

La mayoría de nuestras ocupaciones son teatrales. <<Mundus universus exercet histrioniam>> [<<El mundo entero representa una comedia>>, Petronio]. Hemos de representar debidamente nuestro papel, pero como el papel de un personaje prestado. La máscara y apariencia no debe convertirse en esencial real, ni lo ajeno en propio. No sabemos distinguir la piel de la camisa. Basta con enharinarse la cara sin haberse de enharinar el pecho.

El mundo es un teatro. Montaigne desarrolla aquí un tópico, utilizado ya en la Antigüedad. Somos actores, máscaras; no nos tememos, pues, por personajes. Actueamos con conciencia; cumplamos con nuestro deber; pero no nuestros actos y nuestro ser, mantengamos un margen entre nuestro fuero interno y nuestros negocios.

¿Nos da Montaigne una lección de hipocresía? De adolescente, yo lo creía cuando leí los Ensayos por primera vez y desconfiaba de esa distinción sutil. Los jóvenes sueñan con la sinceridad, la autenticidad, y por tanto con una identidad perfecta y una transparencia ideal entre el ser y el parecer. Así, por ejemplo, Hamlet denuncia los usos de la corte y rechaza todo compromiso. Delante de su madre la Reina exclama: <<I know not "seems">> [<<No conozco los parecidos>>].

Luego uno descubre que vale más que los poderosos no se tomen demasiado en serio, no se identifiquen totalmente con su cargo, sepan conservar cierto sentido del humor o cierta ironía. Es un poco lo que la Edad Media había teorizado en la doctrina de los dos cuerpos del rey: por una parte, el cuerpo político e inmortal, y por otra el cuerpo físico y mortal. El soberano no debe confundir su persona con su cargo, pero tampoco debe dudar de su función, so pena de comprometer su autoridad, como otro personaje de Shakespeare, Ricardo II, un rey demasiado consciente de estar representado un papel y pronto derrocado.

Montaigne prefiere habérselas con hombres que, por decirlo llanamente, no se den importancia:

Observo que algunos se transforman y transubstancian en tantas nuevas figuras y nuevos seres cuantos cargos asumen, y que se vuelven prelados hasta el hígado y los intestinos, y arrastran su oficio hasta el retrete. No puedo enseñarles a distinguir los sombrerazos que le conciernen de aquellos que conciernen a su cargo, o a su séquito, o a su mula. <<Tantum se fortunae permittunt, etian ut naturam deiscant>> [<<Se abandonan hasta tal extremo a la fortuna que olvidan la naturaleza>>, Quinto Curcio]. Hinchan y agrandan el alma y la razón natural a la altura de su asiento magistral. El alcalde y Montaigne han sido siempre dos, con una separación muy clara.

Si Montaige, una vez elegido alcalde, no jugó a ser importante -como decía el filósofo Alain-, no por ello dejó de ejercer todas las prerrogativas del cargo con firmeza, contrariamente a lo que algunos han podido dar a entender interpretando literalmente sus palabras. No hay ningún elogio de la hipocresía cuando pide que se aísle el ser del parecer, sino una exigencia de lucidez y, antes que Pascal, una advertencia para no engañarse a uno mismo.

Francesc Torralba (El arte de saber escuchar)

El último término de la sabiduría es la felicidad. Todos la buscamos, pero nadie sabe el camino que nos lleva a ella. La intuimos y buscamos a tientas, como aquel que camina en un cuarto oscuro. Hay que escuchar a los sabios; conocer el itinerario que lleva a la felicidad. Ellos nos han dejado pistas en sus obras. Hay que saber escuchar sus voces y dejar que resuenen bien alto en nuestro interior.

Aristóteles, por ejemplo, concibe la felicidad como un buen ánimo (eudaimonia, en griego) y la relaciona directamente con la sabiduría y con la contemplación. Según el Estagirita, el hombre sabio es el que conoce el arte de vivir y vive conforme al bien. La realización del bien le llena de buen ánimo que llama felicidad. Por eso, el autor de la Metafísica relaciona estrechamente la virtud con la felicidad. El hombre virtuoso, que vive conforme al bien y busca el bien de los demás, que tiene buenos hábitos y una excelencia de carácter, tiene un buen ánimo; conoce la felicidad. 

Según el esquema teológico de Aristóteles, todo ser tiende por naturaleza hacia un fin, y este fin es el bien. El hombre feliz es el que alcanza el fin, entendiendo el bien como fin. La realización de los fines nos llena de felicidad, aunque no todos los fines nos hagan igualmente felices; por eso, antes de emprender la acción, hay que contemplar su fin y valorar su rectitud. Aristóteles relaciona directamente la felicidad con el acto contemplativo. La contemplación de la belleza, la bondad, la verdad y la unidad, colman de gozo el espíritu humano, generando un agradable estado de ánimo que denomina felicidad. Según el Estagirita, la mayor experiencia de felicidad que puede alcanzar el ser humano no se produce a través de la praxis, sino mediante el acto contemplativo.

Dentro del abanico de escuelas filosóficas griegas, el epicureismo representa un papel clave en la configuración del concepto de felicidad. Epicúreo relaciona directamente el buen ánimo o eudaimonia con el placer, ya sea de orden físico o espiritual. El ser humano, en tanto que ser sensible, puede vivir experiencias agradables a los sentidos, pero también sensaciones desagradables. El hombre feliz es el que vive el máximo número de experiencias placenteras, mientras que el hombre desgraciado es el que sufre dolor. Epicúreo no entiende el placer en un sentido únicamente sensible, es decir, el que se refiere al tacto, la vista, el olfato o el gusto, sino también en un sentido espiritual, como el placer estético, la lectura o la música.

También la escuela estoica convirtió a la felicidad en un objeto prioritario de su reflexión. Reunidos en la puerta de la ciudad, la stoa, los filósofos estoicos consideraron que la felicidad era una meta difícil de alcanzar, que únicamente aquel que se entrenaba física y mentalmente, viviendo al margen de las impresiones de los demás, podía llegar a alcanzar un estado de tranquilidad espiritual o de ataraxia que identificaban con la felicidad. Desde este punto de vista, la felicidad es el resultado de un largo itinerario ascético, de una exigencia práctica de dominio de la voluntad y del deseo, y sólo el sabio alcanzaba lo que los filósofos romanos denominarían la indifferentia mundi conseguía vislumbrarla. Ese concepto influyó notablemente en la elaboración intelectual cristiana de la idea de la felicidad, aunque fue sensiblemente transformada por los Padres de la Iglesia griegos y latinos.

En el ámbito de la filosofía cristiana, la felicidad se relaciona directamente con el deseo y la búsqueda de Dios. Tal como hace ver San Agustín en las Confesiones, el ser humano es un corazón inquieto y nada que no sea la comunión con Dios puede apaciguarlo (inquietum est cor nostrum, donec requiescat in Te).  La felicidad, pues, está relacionada con el encuentro con Dios, con la relación dialogante y amorosa con el Creador. Únicamente entonces, el inquieto corazón humano encuentra la paz y la serenidad anhelada.

Santo Tomás de Aquino, en la Summa contra los gentiles lo expresa con otro lenguaje. Allí muestra que nada puede saciar el deseo de felicidad que late en el corazón humano y que todo lo que existe en el ámbito de lo creado es relativo, pasajero y efímero. En el fondo, santo Tomás viene a decir que ni el poder, ni la fama, ni el saber, ni la riqueza, pueden acabar de satisfacer ese deseo de verticalidad que experimenta el ser humano en el interior de sí mismo, porque es un deseo que, en cierta manera, no puede hallar ninguna plenitud en el plano horizontal.

Así pues, este deseo es un destello de eternidad en un cuerpo finito, y sólo puede encontrar su plenitud en lo que es eterno. Por lo tanto, la felicidad a la que aspira el ser humano, en este mundo terrenal, es siempre frágil y perecedera, y sólo se convierte en plena en la vida eterna, en la contemplación transparente del Creador.  Es la plena beatitud medieval. Según la alta especulación teológica del siglo XIII, la contemplación amorosa de Dios es el punto de llegada de la búsqueda de la felicidad humana.

En el contexto de la modernidad filosófica, proliferan los discursos sobre la felicidad humana. Por un lado, se recuperan las tesis epicúreas y estoicas, y, por otro, se transforma el legado cristiano. Immanuel Kant, por ejemplo, influenciado claramente por el estoicismo, entiende que la felicidad no puede radicar en el placer, sino que vive conforme con el imperativo categórico y obedece la ley santa (die heilige Gesetz) que habla dentro de su corazón, puede aspirar, consiguientemente a una cierta felicidad.

Según la tesis kantiana, la ética no debe tener como móvil la felicidad, sino el cumplimiento del deber. Friedrich Nietzsche, en cambio, entiende que la felicidad es el estado de plenitud que alcanza el hombre cuando adopta la figura del niño. En la tercera metamorfosis del espíritu que describe el pensador germánico en Así habló Zaratustra, el camello se transforma finalmente en niño, y el niño, imagen metafórica del superhombre (Übermensch) vive intensamente el presente, más allá de las convenciones sociales, del bien y del mal, en plena sintonía con la naturaleza, sin vivir sofocado por el pasado, ni preocupado por el futuro. Es el hombre quien pronuncia un sí eterno a la vida y se funde alegremente en la danza cósmica del eterno retorno de todas las cosas.

Hete aquí una pequeña muestra de la sabiduría. La riqueza atesorada a los largo de los siglos no puede permanecer desconocida. Los sabios han escrito ampliamente sobre lo que nos preocupa fundamentalmente. Escuchémosles, abramos el oído del espíritu a sus palabras y seamos receptivo a sus enseñanza.

* Francesc Torralba (¿Cuánta transparencia podemos digerir?)
* Francesc Torralba (Mundo volátil) Cómo sobrevivir en un mundo...
* Francesc Torralba (El humanismo europeo) Nuestras raíces 

Tzvetan Todorov (El miedo a los bárbaros)

La memoria colectiva de todo grupo fundamenta su cultura. Pero la memoria es en sí misma necesariamente un construcción, es decir, una selección de hechos del pasado y su disposición en función de una jerarquía que no les corresponde por sí mismos, sino que les otorgan los miembros del grupo. Esta memoria colectiva, como toda memoria humana, lleva a cabo una selección radical entre los innumerables acontecimientos del pasado, y por eso el olvido de los recuerdos. La selección de los hechos y su disposición jerárquica no la llevan a cabo eruditos especialistas (en muy frecuente incluso que para los guardianes de la memoria los historiadores sean lo que les impiden pensar lo que quieren), sino grupos influyentes de la sociedad que pretenden defender sus intereses. El objetivo prioritario de estos grupos no es conocer el pasado con exactitud, sino lograr que los demás reconozcan su lugar en la memoria colectiva, y por lo tanto en la vida social del país.

Un ejemplo elocuente de la constante reconstrucción a la que está sometida la memoria colectiva, y por lo tanto también la cultura del país, son las recientes aspiraciones de diversos grupos, tanto en Francia como en otros países occidentales, a asumir el papel de principal víctima en el pasado. Aun cuando ser víctima de la violencia es una suerte deplorable, en las democracias liberales contemporáneas se ha convertido en deseable obtener el estatus de antigua víctima de violencias colectivas, un estatus que se transmite hereditariamente de generación en generación.

A este respecto es significativo que se haya producido una mutación en el memoria colectiva y que en la actualidad sean las antiguas víctimas, en lugar de los antiguos héroes, los que son objeto del mayor número de atenciones y solicitudes. Los ultrajes sufridos pesan más que los éxitos conseguido. Tras la Segunda Guerra Mundial se hablaba con el máximo respeto de los deportados políticos, antiguos resistentes, porque habían actuado, de modo que merecían el reconocimiento de la patria. Solía pasarse por alto la existencia de deportados <<raciales>>, es decir, judíos. No habían hecho nada, así que no había razón para hablar del tema. Treinta años después la situación se había invertido y los antiguos resistentes se sentían olvidados, porque la atención se había desplazado hacía las víctimas de la persecución antisemita, objeto del crimen más importante, el crimen contra la humanidad. Aquellas víctimas no habían actuado, de modo que el mal que se les había infligido era todavía mayor. Esta consagración del relato victimista en el lugar del relato heroico, en la cima de una jerarquía simbólica, es testimonio indirecto de que entre nosotros se ha reforzado la idea de justicia. ¿A quién se le ocurriría reclamar el papel de víctima si no tuviera la esperanza de que reconocieran su sufrimiento y le ofrecieran una reparación?

Así, durante varias décadas se ha considerado que la víctima por excelencia eran los deportados, judíos, víctimas del nazismo. No obstante, desde hace unos años este privilegio poco envidiable ha provocado que otros grupos que sufrieron en el pasado injusticias y malos tratos deseen ese mismo reconocimiento, lo que ha creado un fenómeno de concurrencias de memorias. Los hijos, los nietos o los descendientes más lejanos cargan con las reivindicaciones de otras antiguas víctimas, como los pueblos colonizados de los siglos XIX y XX, o las poblaciones sometidas a la esclavitud en el XVII y el XVIII. Algunas veces adquieren la forma de demanda de arrepentimiento, o cuando menos de reconocimiento público de la falta cometida por parte de las autoridades del Estado, el presidente o el parlamento. Hemos visto que en Francia estas críticas tuvieron como contrapartida la solicitud por parte de otros grupos de la población de que se reconociera públicamente el papel positivo de la colonización francesa, e incluso de erigir monumentos en memoria de los veteranos de la Organización de l`Armée Secréte (OAS), organización terrorista de extrema derecha.

Estas luchas por reescribir la memoria colectiva ilustran los procesos de construcción y de reconstrucción a los que siempre está sometido el pasado, y que tienen resultados palpables: desde hace un tiempo Napoleón está perdiendo su puesto de héroe nacional francés, ya que se está más atento a la voz de las víctimas (representadas por sus descendientes o por sus defensores). Desde el punto de vista de la civilización, como por lo demás desde el de la historia, es preciso evitar la lectura maniquea del pasado, y la reducción de sociedades y de culturas enteras al papel de verdugo y de víctima. Lo que debe valorarse es el momento en que el individuo toma consciencia de la identidad de su grupo y es capaz de observarlo como desde el lugar de otro, ya que así tiene la posibilidad de escrutar con mirada crítica su pasado para reconocer en él los antiguos rasgos tanto de humanidad como de barbarie. No podemos conocer las propias tradiciones y la propia cultura si no sabemos tomar cierta distancia respecto de ellas, lo que en absoluto debe confundirse con la autodenigración sistemática y la fustigación pública, pero tampoco con la tranquila seguridad de haber tenido siempre razón. Se trata más bien de sustituir los gritos de orgullo y las lágrimas de arrepentimiento por el cuestionamiento sobre las causas y el sentido de los acontecimientos pasados.

Rüdiger Safranski (¿Cuánta globalización podemos soportar?)

El globalismo como ideología es el aspecto intelectual de la trampa de la globalización.

Pueden distinguirse tres variantes del globalismo normativo.

El primer lugar, el neoliberalismo, como la variante con mayores repercusiones. Como es tan poderoso, es el primero que la opinión pública crítica pone en la picota. En neoliberalismo usa la referencia a la globalización como argumento para deshacerse de las obligaciones sociales del capital, y así especula con el razonamiento de que, como los estados compiten por los puestos de trabajo, hay que atraer la inversión con medidas que eliminen los llamados impedimentos para dicha inversión, entendiendo por tales los aspectos ecológicos, sindicales, sociales e impositivos. El globalismo neoliberal es una ideología legitimante del movimiento sin trabas del capital en su búsqueda de condiciones favorables a la rentabilidad. Trabaja con la advertencia de que podemos vernos separados de las corrientes de capital. con tales palabras pone sobre nuestras cabezas un escenario amenazador, y la amenaza no persigue otro fin que la imposición del primado de la economía. El Estado y la cultura han de servir a la economía. El neoliberalismo esgrime el carácter básico de la economía con tanto énfasis como antaño lo hizo el marxismo vulgar. Por eso, en cierto sentido significa la resurrección del marxismo como ideología de los ejecutivos. De hecho, tiene a la vista un orden del mundo que el manifiesto comunista describió de esta forma:

<<Ha destruido todas las relaciones patriarcales e idílicas. No ha dejado otro (...) vínculo entre hombre y hombre que el interés desnudo, que el frío "pago en efectivo". (...) Ha disuelto la dignidad humana en valor de cambio>>.

Los ideólogos del mercado desencadenado se las componen bien en el juego alternante entre el ser y el deber. Afirman que el ser económico determina la conciencia, y a la vez introducen la exigencia de que ese ser ha de determinar la conciencia. El juego recíproco entre lo fáctico y lo normativo poseen ventajas argumentativas, pues en el caso de una crítica normativa del mercado es posible escudarse en el poder de lo fáctico, y en el caso de una crítica empírica de las realidades del mercado se puede apelar a la idea del mismo, que supuestamente no se ha realizado en forma pura. De este modo, se ocupan al mismo tiempo los campos del ser y los del deber, remitiéndose para ello a Adam Smith, el gran teórico del mercado. Sin embargo, lo cierto es que no defendió el dominio ilimitado del mercado. En efecto, Adam Smith escribe:

<<Sólo es un buen ciudadano el que está dispuesto a respetar las leyes. Indudablemente, es un buen ciudadano aquel que acaricia el deseo de fomentar el bienestar de la comunidad entera con todos los medios que tiene a su disposición>>.

Para Adam Smith el mercado sólo puede producir el bien común si se basa en la moral del bien de todos. Por sí mismo, el mercado no puede crear los presupuestos espirituales y morales que se requieren para su propio funcionamiento. Adam Smith, que era un filósofo moral y no sólo un teórico del mercado, comprendió algo que sus descendientes ideológicos olvidan por razones interesadas. Joseph Stiglitz, Premio Nobel y anterior jefe de economía política del Banco Mundial, defendía un liberalismo económico; pero recientemente ha pasado cuentas con la ideología neoliberal, que gobierna en las jefaturas de las instituciones globales de la economía. Stiglitz describe cómo esgrimiendo los pretextos neoliberales de la apertura de mercados, así como los de la privatización y la reducción del presupuesto social del Estado, se atenta contra una realidad compleja, y cómo a través de esos lemas se puede arruinar la economía de algunos pueblos, tal como sucedió en Argentina y en Rusia. Una variante especialmente desdichada del <<globalismo>> consistente en pensar ideológicamente y actuar globalmente. 

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La ideología liberal permite que el capital sea cosmopolita en un sentido muy trivial, a saber, siempre que se cumpla la siguiente medida: <<Mi patria está allí donde me va bien>>. De hecho, el capital tiene muchas patrias, se encuentra en casa dondequiera que produzca beneficios. En este sentido también son cosmopolitas los jugadores de lo global, que habitan en las rutas de su capital y giran en torno al mundo con fax, correo electrónico y avión privado. El globalismo como ideología de los jugadores de lo global tiene también la función de una cláusula de apertura, pero en un sentido que no coincide con la del cosmopolitismo. Este globalismo reivindica la apertura de los mercados para la inversión de capital, para los productos y servicios del tercer mundo, pero sin derogar el principio de la economía nacional cerrada.

El globalismo como antinacionalismo (o multiculturalismo) no se muestra, sobre todo el Alemania, como apertura, sino como mera maniobra de exoneración. En la huida de la propia historia se busca refugio en el todo.

Y por lo que se refiere finalmente al globalismo ecológico y ecuménico de la salvación del mundo, éste no arranca de la amplitud del espacio cosmopolita, sino del miedo global por la falta de espacio.

Bajo cualquiera de las modalidades, el globalismo estrecha los espacios y, allí donde es realmente sensible, moral y responsable, amontona una desesperanzadora montaña de problemas.

El globalismo es un síntoma de sobrecarga. Parece obvio que ningún hombre soporta la globalización; de ahí la tendencia a parapetarse en ideologías (neoliberalismo, multiculturalismo, etcétera) y la huida a fantasías de decadencia o de salvación. No hay duda de que se da también un comportamiento práctico con los problemas de la globalización, una forma de acción que es serena, que está versada en lo político y guiada por el sentimiento de justicia. Por ejemplo, los críticos de la globalización del movimiento Attac no se refocilan ante el escenario del ocaso del mundo, sino que hacen circular análisis, descubren contradicciones y escándalos, e incitan a acciones pragmáticas de resistencia. También en los aparatos del poder de la política oficial hay síntomas de un cambio de opinión. A pesar de todo, o precisamente por ello, hemos de decir que lo global se ha convertido en escenario de la economía, de los medios de comunicación, de la política, de las estrategias y de las estrategias contrarias. Ya no estamos ahora ente el todo de la teología, de la metafísica, del universalismo y del cosmopolitismo; en el momento actual tenemos que habérnoslas con un todo que ha pasado a ser objeto de la elaboración económica, técnica y política. De ahí el sentimiento peculiar de encogimiento en las dimensiones de lo global. En cierta manera todo le parece familiar a uno, incluidas las malas noticias.  Desde todas las regiones del mundo suenan los imperativos globales. Cada información transmite a la vez un sentimiento de impotencia. La globalidad se presenta como una interconexión del sistema, el cual funciona de forma tan colosal y, a la postre, tan olvidado de los sujetos, que ya casi resulta obsceno recordar la importancia del individuo.

Pero no podemos por menos de dar la vuelta al escenario y dejar en claro que no sólo la cabeza está en el mundo, sino que también el mundo está en nuestra cabeza. Es cierto que el individuo no existe sin el todo, al que pertenece. Pero también es cierto lo contrario, a saber, que no existiría este todo si no se reflejara en nuestras cabezas, en la cabeza de cada uno. Cada individuo es el escenario donde el mundo tiene su entrada y aparece. El mundo estará lleno de significación o será un desierto en función de que el individuo sea lúcido o poco inteligente. Por eso, configurar la globalización es una tarea que sólo puede llevarse a feliz término si no se descuida otra necesidad, la de que el individuo se configure a sí mismo. No hemos de olvidar que también el individuo es un todo, una totalidad en la que se tocan el cielo y la tierra.

Safranski, Rüdiger (Ser único) Un desafío existencial

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