R.R. Reno (El retorno de los dioses fuertes) Nacionalismo, populismo y el futuro de Occidente

La obra de Gianni Vattimo cayó en mis manos hace más de doce años. Aquello fue una bendición, porque me ha ayudado a ver la lógica subyacente al consenso cultural dominante, que cada día encuentro más disfuncional y represivo. Vattimo toma las ideas culturales y económicas de reconstrucción de Occidente, planteadas como respuesta al desastre civilizacional que acaeció entre 1914 y 1945, y las transforma en un «destino antimetafísico>>. Y no se equivoca, al menos en lo tocante a las décadas recientes. El debilitamiento ha sido la trayectoria del Occidente de la posguerra, en especial desde 1989. El consenso de la posguerra que quedado calcificado en una serie de dogmas aperturistas, hasta tal punto que algunos líderes europeos y estadounidenses se las ven y se las desean para articular una justificación socialmente respetable para los controles fronterizos y las leyes de inmigración que hasta hace sólo una generación eran de sentido común. El debilitamiento del Ser se ha convertido en la forma de pensar obligatoria. El consenso de la posguerra es incapaz de imaginar siquiera su propio fracaso, su propia contingencia. Se imagina así mismo como la forma última, esencial y perfecta de nuestra tradición liberal, como la culminación de los logros de la modernidad... como nuestro «destino».

Aunque Burnham escribió Suicide of the West como una polémica contra el liberalismo de su tiempo, hoy el libro se entiende mejor como una advertencia contra los peligros debilitadores del consenso de la posguerra. Estaba de acuerdo con la premisa mayor del consenso: debemos resistirnos al totalitarismo en todas sus variantes. Pero Burnham intuía que, tomado de forma aislada, el liberalismo de la «apertura» (Popper) conduce a la disolución de las energías colectivas y al debilitamiento de las lealtades fuertes y aglutinantes. Lo mismo puede decirse del amor por el «orden espontáneo» (Hayek) que caracterizaba al movimiento conservador del que Burnham formaba parte. Como él señaló, muchos de los liberales de su tiempo eran anti-anticomunistas. Luchaban ardientemente contra todo lo «fuerte», incluso contra las críticas fuertes al comunismo, que rechazaban sobre la premisa de que toda convicción firme llevaba en sí el germen de la personalidad autoritaria. En sustitución de las lealtades tradicionales a «Dios, el rey, el honor y la patria», y del «sentido del deber absoluto y la visión exaltada del sentido de la historia», el liberalismo «propone un repertorio de abstracciones deslucidas y exangües». Se nos invita a unirnos en defensa del «diálogo», de las Naciones Unidas, del «progreso», y de tal o cual proyecto del moderno estado del bienestar. ¿Es entonces sorprendente, se pregunta, que algunas personas digan eso de better red dead? Solo un tonto es capaz de morir por sus pequeñas cosas y sus «pequeños mundos», por una mayor utilidad o eficiencia, o por bienes procedimentales como el «debate libre y abiertos». 

Burnham era un conservador americano, lo cual significa que pretendía defender la tradición liberal americana, ampliamente entendida. A principios de la década de 1960, no obstante, articuló la intuición certera y esencial de que ninguna cultura puede sobrevivir sin dioses fuertes. Esto es tan aplicable a una sociedad abierta como a una sociedad tradicional. Una sociedad vive de respuestas, y no sólo de preguntas: de convicciones, y no de meras opiniones. La crisis política y cultural que caracteriza hoy a Occidente es el resultado de nuestra negativa a —o acaso a nuestra incapacidad para— honrar a los dioses fuertes que infunden valor e inspiran lealtad. Estamos sometidos al martilleo cada vez más intenso y estridente de que el «juicio crítico» es el sumo bien y la «diversidad es nuestra fuerza. Nos dicen que el debilitamiento, la dispersión, el desencantamiento y todos sus parientes sirven al bien común porque impiden el retorno de Hitler.

Pero no estamos en 1945. Nuestras sociedades no se ven amenazadas por organizaciones paramilitares impulsadas por ideologías enérgicas. No nos enfrentamos a un adversario que ambiciona conquistar el mundo. Las tentaciones totalitarias, en la medida en que están hoy presentes en Occidente, surgen en el seno de un consenso de la posguerra que se encuentra bajo asedio y se está volviendo cada día más punitivo el ascenso del populismo político y su rebelión contra los dogmas de la apertura. Nuestros problemas son la antítesis de los que hubieron de enfrentar los hombres que marcharon a la guerra para detener a Hitler. Estamos amenazados por un vacío espiritual y por la apatía, que es su consecuencia. La cultura política de Occidente se ha vuelto políticamente inerte, quedando reducida a la gestión tecnocrática de utilidades privadas y libertades personales. La terrible amenaza que nos acecha es una sociedad en disolución, no una sociedad cerrada; es la personalidad terapéutica, no la autoritaria.

Esteban Hernández (Así empieza todo) La guerra oculta del siglo XXI

LOS ANGLOSAJONES MARCAN EL CAMINO

Las repercusiones de este desanclaje son de todo orden, pero quizá las menos subrayadas sean las que afectan a las élites. La arquitectura global incluía un acuerdo tácito entre las clases con más recursos de las grandes urbes, ya que favorecía el desarrollo de su posición: era una organización económica que permitía espacio para todos. Los vínculos crecientes entre países abrían mercados, debilitaban las posiciones de cierre nacional y producían crecimiento en una dirección de la que podían sacar mucho partido. Las grandes empresas buscaban la expansión en el exterior, encontraban fácilmente financiación para ese objetivo y las rentabilidades financieras eran elevadas. Ese conjunto de factores ligaba a las élites nacionales a una comunidad global en la que su prosperidad parecía asegurada. Pero eso, cuando Estados Unidos y el Reino Unido dieron el golpe en el tablero, las élites occidentales percibieron rápido la amenaza: la alianza se había roto.

El desacople anglosajón significaba más que el regreso de los aranceles o la insistencia en la conversión de las fábricas nacionales. Era, ante todo, la ruptura de ese consenso que establecía que el reparto de los beneficios se realizaría de una manera amplia: implicaba que el país hegemónico y los centros financieros anglosajones iban a ser mucho menos generosos con sus socios. Los intentos de descarrilar a Trump o al Brexit fueron infructuosos, cuando no contraproducentes, y las ideas globalistas fueron declinando a la par que Estados Unidos fortalecía su posición. La aparición de China había cambiado todo, ya que suponía una competencia seria al dominio de las élites occidentales sin necesidad de que entraran en juego elementos ideológicos: no había otro modelo de Estado al final del horizonte, sino una pelea evidente por la influencia y los recursos entre las dos grandes potencias. La penetración china suponía menos fortaleza estadounidense, y por lo tanto una disminución de los beneficios para sus empresas, con lo que Trump respondió con la fórmula típica de nuestro sistema, repercutiendo las hacia abajo. Su discurso sobre la falta de solidaridad internacional fue a la par de una presión cada vez mayor por captar más recursos y más poder; es decir, por restárselo a sus antiguos aliados, ya que no podía minar sustancialmente al régimen de Xi Jinping. 

Estados Unidos ha ligado ya la idea de su supervivencia hegemónica a la lucha contra el país dominante en Asia, una postura asumida por republicanos y demócratas. La insistencia en la relocalización de las fábricas para reducir la dependencia en los recursos estratégicos y para fortalecer la economía interior se ha acompañado de una campaña exterior agresiva para alejar a China de países aliados en los que está penetrando en exceso como ocurre con Alemania, y para expandir al máximo sus empresas. Mucho más que en el terreno productivo, Estados Unidos es fuerte en el ámbito financiero, ya que sus fondos son los más poderosos del mundo, y en el tecnológico, donde cuenta con gigantes como Google, Apple, Microsoft, Facebook o Amazon, además de con un buen puñado de firmas con posibilidades, desde Uber hasta Netflix, y es en esos terrenos donde presiona para que se abran otros mercados. 

[...] Reforzar lo interno para fortalecerse exteriormente, como está haciendo Estados Unidos, supone convertir lo geográfico en dominante, lo que obliga a poner el énfasis en aspectos distintos de los precedentes. Obliga a formular muchas preguntas acerca de qué ocurrirá en el plano internacional, de quiénes y en qué condiciones serán sus aliados, y a plantearse qué hacer con los perdedores. Las respuestas son necesariamente ambiguas. Esas preguntas se trasladan hacia la parte de debajo de la estructura y provocan contradicciones sustanciales. El ejemplo de las grandes empresas nacionales las ilustra a la perfección. Su regreso a la lógica territorial supone deshacer las cadenas de valor globales, lo que conduce a una disminución de los beneficios. Al mismo tiempo, esa clase de empresas estuvieron dominadas por un valor esencial, el de la cohesión y la lealtad, que se conseguía mediante una mezcla de retribuciones compensadas y estabilidad laboral para sus empleados. En las firmas contemporáneas, por el  contrario, las virtudes esenciales son la delgadez y la flexibilidad, ya que a corto plazo es prioritario y los proyectos estratégicos son cambiantes. Girar de un lado a otro no es nada sencillo, porque implica rehacer su estructura de nuevo. El patriotismo que se les exige mediante la relocalización es lo suficientemente costoso como para que lo acepten de palabra, pero encuentran muchas dificultades para llevarlo a la práctica. 

Estas contradicciones operan también en el plano de las élites nacionales, que no ven adecuado renunciar a las ventajas que les había traído la globalización, y también en el de las grandes ciudades, que esperan que su desarrollo siga teniendo lugar gracias a las interconexiones con el resto de las megaurbes. Regresar al plano territorial implicaría tejer una sociedad más cohesiva en lo social y en lo regional, lo que supondría una pérdida de recursos significativa para las clases y las ciudades que salieron beneficiadas de la anterior arquitectura global, por lo que no están dispuestas a ello, a pesar de que el nuevo escenario les resulta desfavorable.

La manera de solucionar esta encrucijada, hasta la fecha, ha sido retórica: ha consistido en reconocer los problemas y tejer discursos reparadores, que van desde la necesidad de recuperar el empleo nacional, del lado de Trump, hasta poner en marcha el Green New Deal como remedio a la falta de trabajo, desde el mundo progresista, pero sin efectos prácticos, porque las medidas que irían en una nueva dirección no son las que se están tomando. Dar un giro a la política vuelve a poner encima de la mesa todo aquello que se había olvidado, que se entendía prescindible y no se sabe cómo recuperar. Todo esto tiene serias consecuencias, en especial en lo que respecta a los recursos y al poder de que disponen los habitantes de los países occidentales. O, por decirlo de otra manera, cambia muchas cosas en el terreno de las clases sociales. 

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