Damon Young (Filosofía en el jardín) La naturaleza como invitación al pensamiento y a la escritura.

 George Orwell: sin blanca y guadaña en mano

Más allá de mi trabajo, lo que más me importa es ocuparme del jardín, en especial del huerto.

GORGE ORWELL, nota autobiográfica. 
17 de abril de 1940 

George Orwell tenía toda la pinta del típico intelectual encorvado, larguirucho y siempre vestido con unas prendas arrugadas que  no eran de su talla. Su rostro también parecía echar en falta un planchado, unas arrugas producto de la enfermedad y el sobreesfuerzo. (Resuella como un acordeón, decía un médico sobre Orwell cuando era niño). Se convertía en un novelista y ensayista moderno icónico mientras, durante toda su vida, sufría unas enfermedades dickensinas que harían saltar las lágrimas, como bronquitis crónica, tres brotes de neumonía, en dengue en Birmania y hemorragias pulmonares por tuberculosis, entre otras. [...]

A pesar de la ropa arrugada, Orwell era un hombre meticulosamente limpio, con una inusual sensibilidad a los olores, y aun así aguantó los hedores, mugres y cadáveres cubiertos de moscas. Sufrió hambre, sudores, picaduras de pulgas y disparos. Y aunque se sintiera forzado por la culpa, también lo movía el ansia por la verdad. Estaba convencido de que su deber era dar testimonio. «Escribo», decía, «porque hay alguna mentira que quiero dejar al descubierto, algún hecho sobre el que deseo llamar la atención». Lo que convertía esto en algo más que un reportaje común y corriente era su disposición a vivir en persona los sucesos que describía, y lo hacía sin el menor oscurantismo académico ni lealtad partidista restrictiva, de ahí su oposición a la Rusia soviética en contra de muchos de sus camaradas izquierdistas y a pesar de sus críticas del capitalismo occidental. Orwell clamaba contra la aceptación ciega que los socialistas ingleses hacían de las políticas soviéticas y comunistas, en parte por una cuestión de principios, como una defensa de la libertad, y en parte porque también había visto con sus propios ojos la brutalidad de los comunistas del ejército republicano en España cuando atacaban a los trotskistas y los anarquistas. «He visto los cadáveres de numerosos hombres asesinados», escribía en «En el vientre de la ballena» y «no me refiero a muertos caídos en combate, sino asesinados». En lugar de adoptar el comunismo por un acto de fe, prefirió ser testigo y contar lo que veía. Lo que importaba eran los hechos, y Orwell pretendía llegar a ellos. [...]

Orwell fue más allá en el apéndice de 1984, donde describía la perversión deliberada del pensamiento para obtener la victoria política a base de erradicar la riqueza del lenguaje. «El propósito de la neolengua no era solo el de facilitar un medio para expresar la cosmovisión» afirmaba en unas frases de una aterradora naturalidad, «sino el de hacer imposible cualquier otro modo de pensar». Como anotaba en «El vientre de la ballena», este razonamiento se extraía de forma directa de los oligarcas y tiranos del siglo XX que «no anuncian su crueldad y [...] no la llaman asesinato [...] Es "liquidación", "eliminación" o alguna otra expresión tranquilizadora». Y no eran solo los nazis y los estalinistas quienes hacían eso, pues sus apologistas ingleses también distorsionaban la verdad con jergas estériles. En «La política y la lengua inglesa» hacía referencia a un profesor universitario que estaba defendiendo el totalitarismo soviético. «Un montón de latinajos cae sobre los hechos como la nieve blanda», escribió, «difumina las siluetas y cubre todos los detalles. El gran enemigo del un lenguaje claro es la insinceridad.» A pesar de que Orwell no vivió para oír a alguien describir la tortura como una «técnica mejorada de interrogatorio», o la violencia autorizada por el Estado como una «ecografía transvaginal obligatoria», sin duda habría reconocido de inmediato semejantes sandeces.

[...] A pesar de su sangre fría etoniana, era un hombre atormentado y apasionado que se sobrepuso a la fragilidad con un impresionante esfuerzo físico y mental. Tenía agallas. Y un planteamiento tan personal como el suyo continúa siendo relevante hoy en día: familiarizarse con la realidad palpable desde el escepticismo. Buena parte de la vida moderna está envuelta en el ambiente de una certeza que carece de cuestionamiento, como la jactancia de tener un conocimiento impecable de indicadores de rendimiento, ciclos económicos, encuestas políticas, test de inteligencia. Es muy común eso que el filósofo Alfred North Whitehead denominaba «la falacia de la concreción injustificada», es decir, abstracciones disfrazadas de hechos sólidos. Y, tanto en la vida pública como en la privada, aspiramos con regularidad a esta fachada de perfección (eslóganes políticos, perfiles psicológicos o textos religiosos, entre otros). Nos reconforta porque hace que la vida nos parezca algo menos incierta e inquietante. Para quienes tienen una actitud con un escepticismo suficiente, el jardín puede ser un remedio para este autoengaño, en el sentido de que representa un recordatorio de lo sutil, mutable y complicada que es la realidad. Tal y como descubrió Orwell, la ecuación de «semilla + tierra + lluvia + sol» puede resultar sorprendentemente complicada cuando la calculamos a pie de campo. Un jardín es un lugar donde las hipótesis se mantienen solo con prudencia: hasta mañana, cuando queden refutadas en el instante en que una variable inesperada me estropee las lechugas o me deje las grosellas como unas pasas secas. Un jardín orwelliano enseña a sus entusiastas a no aferrarse a unas ideas con las que están muy familiarizados pero son falsas, a ser precavidos ante unas teorías en apariencia demasiado perfectas. No es de extrañar que el autor de 1984 valorase tanto sus agotadores trabajos en la isla de Jura: fueron una breve liberación de la mente totalitaria. 

No hay comentarios:

analytics