Alessandro Baricco (Una cierta idea de mundo)

 11 de diciembre de 2011
Pierre Hador
EJERCICIOS ESPIRITUALES Y FILOSOFÍA ANTIGUA

«Me obligó a comprarlo una amiga que en cuestión de ensayos no se equivoca nunca. De hecho, no se equivocó.»

De acuerdo, el título suena siniestro. No tanto por la referencia a la filosofía antigua (que de por sí es un argumento de enorme atractivo) como por lo de «ejercicios espirituales», que induce a recuerdos no necesariamente alegres. Pero Hador es uno de esos viejos maestros que dejan huella, tanto es así que si yo tuviera que explicar qué es la filosofía no se me ocurriría nada mejor que coger estas páginas y ponerme a leerlas, lentamente, en voz alta. Estoy seguro de que muchísimos estudiantes dejarían de agonizar en clase de filosofía solo si les dieran por meter la nariz ahí dentro.

Lo que entenderían sería esto: en su origen la filosofía no era tanto una forma de pensar para conocer como un modo de vivir para ser feliz. Tal y como os digo. Era una praxis cotidiana, no un trabajo cerebral. No quisiera exagerar, pero era algo mucho más afín al yoga que a la lógica. O como dice Hadot: era una forma de curarse. Curarse de la infelicidad, una enfermedad que todos conocen. Estoicos, epicúreos, Sócrates, Platón, Aristóteles, gurús que no enseñaban teorías abstractas sino más bien una vía, una disciplina, un estilo de vida que permitiera salir ileso de las trampas de la existencia. Actualmente, en los libros de texto, estos autores ya no se estudian siguiendo el curso de sus pensamientos, lo cual es un sistema impreciso que, según Hadot, hace que se pierda la parte más interesante del asunto. Y ello porque el pensamiento era solo una parte de una actividad mucho más articulada que podríamos definir así: el intento de encontrar en uno mismo el equilibrio justo que lo proteja del dolor y del miedo. La especulación intelectual era importante, pero también lo eran otros ejercicios, que efectivamente podríamos definir como «espirituales», a través de los cuales cualquier persona podía aspirar a su salvación. Meditar, caminar, leer, cumplir con las propias obligaciones, saber gobernarse dentro del laberinto de los sentimientos, escuchar, cultivar amistades, dialogar... Ejercicios del alma, ejercicios espirituales. Hadot cita una fulminante frase de Plotino muy esclarecedora a este respecto: lo que tiene que hacer cada uno es esculpir su propia estatua. No debe entenderse en el sentido berlusconiano (ponerse en un pedestal, menos mal que tenemos a Silvio), sino un modo más sutil. Es importante recordar que la escultura para los griegos era el arte de la sustracción, la habilidad manual con la que obtener una figura a partir de un bloque de piedra, mediante sucesivas sustracciones. Y eso es exactamente lo que enseñaban estos celebérrimos gurús: trabajar sobre uno mismo, eliminando todo lo falso o inútil que se nos haya pegado para al final poder liberar lo que realmente somos, en la imperturbable consistencia de la grandeza de existir. Entonces llagaremos a ser verdaderos sabios, que no se refiere a alguien que lo sabe todo, sino a alguien al que ya nada le da miedo. Alguien que se ha curado. 

A continuación Hadot explica cómo se ha llegado a hacer de la filosofía una actividad puramente teórica y especulativa y que solo recientemente (con Nietzsche, Bergson y los existencialistas) se ha producido de nuevo un acercamiento a esa idea auroral de filosofía como conversión, curación y praxis de salud mental. Una magnífica guía cuya lectura aconsejo a todos, pero que ahora dejo a un lado porque es otra la cosa la que quiero decir, algo de enorme valor para mí. Justo al principio de uno de sus ensayos Hadot selecciona una cita a la que debía de tenerle mucho cariño, procedente de un sociólogo francés. Georges Friedmann. Es evidente que la puso ahí porque creía que algo debía recuperarse de las antiguas lecciones de los filósofos griegos, como la herencia de un deber, como el descubrimiento de una praxis. Tenía en mente cierta idea laica de ejercicio espiritual, cotidiano, paciente y fructífero. Debía de parecerle fundamental para quien considera importante el hecho de estar en este planeta con dignidad. Y para explicarla se sirvió de las palabras de Friedmann. Las recorto un poco y os las transcribo aquí porque vale la pena.

«Emprender el vuelo cada día. Al menos durante un momento por breve que sea, mientras resulte intenso. Cada día debe practicarse un "ejercicio espiritual", solo o en compañía de alguien que también aspire a mejorar. Escapar del tiempo. Esforzarse para escapar de las propias pasiones, de la vanidad, del afán de notoriedad en torno al propio nombre. Huir de las malas lenguas. Dejar a un lado la piedad y el odio. Amar a todas las personas libres. Semejante tarea en relación con uno mismo es necesaria, así como es justa semejante ambición."

Si le lees estas líneas a un bárbaro te tomará por tonto, soy consciente de ello. ¿Ejercicios espirituales? Lo entiendo. Aunque la cita no acaba ahí, hay tres líneas más, tremendas, que han sido escritas precisamente para el bárbaro, y no solo para él, también para mí y para todos los que nos consumimos en el extremo y legítimo deseo de revolucionar el mundo. Tres líneas que explican por qué, contra toda apariencia, esa tarea en relación con uno mismo es necesaria, así como es justa semejante ambición. Y lo hace de manera muy simple, se limita a recordarnos algo de lo que nos hemos olvidado por completo, casi todos, y algunos incluso con un pasotismo insoportable. Friedmann las escribió en 1977, lo cual explica una determinada referencia a la política, entendiendo el término «política» en su sentido más amplio. Dice lo siguiente: «Son muchos los que se vuelcan por entero en el militarismo político y en la preparación de la revolución social. Pero pocos, muy pocos, los que, como preparativo de la revolución, optan por convertirse en hombres dignos.»

 
23 de septiembre de 2012
George L. Mosse
LA CULTURA NAZI. LA VIDA INTELECTUAL, CULTURAL Y SOCIAL EN EL TERCER REICH.

«Me dijeron que si no lo leía no iba a entender nunca nada del nazismo. Un poco categórico, pero no tan lejos de la realidad.»

Puede resultar una banalidad, pero la pregunta, pensando en el nazismo, es siempre la misma: pero ¿cómo fue posible? ¿Cómo pudo suceder algo así justo en el corazón de la vieja, refinada y culta Europa? Y, sobre todo, ¿cómo ha podido ser sinceramente nazi gente absolutamente normal, de buen entendimiento, médicos a los que habrías acudido para quitarte las amígdalas, vecinos de casa que a las reuniones de la comunidad llevan el pastel que hicieron por la tarde o simpáticas asistentas a las que dejarías tus hijos con toda la tranquilidad? ? Qué clase de locura se apoderó de todos ellos?

En libro de Mosse da una respuesta a esta pregunta y yo tengo que resaltar el hecho de que ninguna respuesta, antes, me había parecido tan serena, inteligente y creíble como la suya. Si tuviera que resumirla grosso modo lo haría así: no era una locura, era la adhesión apasionada a una ideología que por arte de magia constituía ideales y convicciones que hacía largo tiempo que circulaban por el sistema sanguíneo de la mentalidad alemana. No era una enfermedad mental sino una construcción mental cuyos ingredientes venían de muy lejos. Para entender el nazismo hay que entender casi dos siglos de pensamiento alemán. 

Si uno lo hace, y Mosse lo hizo, descubre muchos afluentes que, sin ni siquiera saberlo, llevaron agua al devastador río del nazismo, afluentes procedentes de las cumbres o de la colinas de la sensibilidad alemana. Toda la tradición romántica, cierta vena mística, las fantasías clásicas-germánicas, el culto a la naturaleza, ciertas teorías extravagantes sobre razas y destinos, el nacionalismo patriótico que creció desmesuradamente después del prolongado parto de la Alemania unida, el instinto de hallar seguridad en el sentirse un pueblo antes incluso que un individuo, la tentación del antisemitismo, el culto hacia ciertas formas de élite dorada, la teorización de la juventud como fuego sagrado con el que recomponer la pureza de la existencia, Nietzsche y Hölderlin, el nudismo y el mito del paisaje campesino, el culto a la belleza masculina y la pasión por el canto polifónico. Todo eso llevaba un montón de tiempo ahí, en la incubadora alemana. Pero también hay que dejar claro que cada una de esas piezas, por sí misma, no tenía el nazismo como epílogo necesario e inevitable. Lo que hizo el nazismo fue meterlas a todas en el mismo saco, conformando un artificial sistema mental y luego político que blindaba numerosas pasiones alemanas dentro de la esfera de un único proyectil de plomo. 

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