Norbert Bilbeny (Moral barroca) Pasado y presente de una gran soledad

 INDIVIDUALISMO

[...] El Barroco español fue también una cultura de la individualidad. En ella la gente muestra alianzas y complicidades, pero solo cuando se ve agraviada. No hay fraternidad ni un sentido explícito de lo comunitario. Y apenas encontramos autores que nos hablen de la amistad. Lo que predomina era el temor al otro, a su delación, y acabar siendo encausado por la Inquisición, como hereje o persona de sangre impía. De este modo era difícil tejer la solidaridad en una sociedad escendida entre la cultura elitista, la hidalga, la conversa y la puesta bajo sospecha. La literatura del Barroco es la crónica de una gran soledad. Prevalecía el individuo, no en su forma liberal —la del «individualismo posesivo» de la burguesía inglesa de aquel mismo siglo XVII—, sino en la forma feudalizante, aún, de las perrogrativas del rango y del honro.

En la Francia de aquel tiempo reaparece también la defensa del amour-propre —otrora condenado por los Padres de la Iglesia— en los escritos de moralistas como Pascal y La Rochefoucauld («L`intérêt est l´âme de l´amour-propre», Máximas, nº 24). También en nuestro siglo asistimos a un individualismo que no solo es posesivo, sino que, además, o alternativamente, quiere medirse a través de la posición que dentro del conjunto social ocupa el individuo. Así, son hoy elementos diferenciadores el poder, la fama, el prestigio o reputación, el estilo de vida, los signos de estatus social y, para todos, la moda y su jerarquía de marcas y precios, como hitos, todos, de la carrera por la distinción que corren tantas personas. El actual fenómeno masivo de la moda no existía sin el trasfondo psicológico de la vanidad y a la vez de las inseguridades personales de nuestro tiempo y que fueron también las del tiempo del Barroco. Hasta la ciencia y el mundo académico muestran hoy en muchos de sus individuos un exceso de «posicionamiento», con afán de autopromocionarse —el autobombo de citarse y conseguir citas ajenas— y hacer de la propia obra y persona toda una marca. En general, se da ya por descontado que el afianzamiento de una carrera profesional, empezando por el cultivo del curriculum vitae y la dramaturgia de la entrevista de trabajo, incluirá ese arte de la autopromoción narcisista. 

Vana vanidad digital. La obsesión por hacerse uno mismo fotografías y publicarlas acto seguido y sin reservas en Instragram y las redes sociales es la guinda visible de ese individualismo narcisista, característico del mundo actual. Para llamar la atención y destacarse del resto hay que exhibir en la iconosfera digital la vida personal e íntima en todos sus aspectos y momentos. Reviviendo la exterioridad cara al Barroco, la exhibición narcisista se concentra más en la representación de la imagen de uno o una que en la presentación de la propia identidad. Las nuevas generaciones han nacido y crecido en este entorno de pantallas como supuestas únicas ventanas para asomarse a ser vistos en el mundo, al precio, entretanto, de la espectacularización de la vida privada. El instagramer de hoy es otro representante de la vanidad barroca necesitada de espectáculo, transformando así al consumidor en productor, ahora dentro del engranaje capitalista y entonces dentro del ocaso del feudalismo rural y entreviendo las primeras formas del libre comercio. Comedias, libros y cuadros empezaron a tener un precio de mercado.

Durante el Barroco se inicia el modo de producción cinemático que domina hoy en la economía capitalista. El motor del negocio de la información es la mise-en-scène permanente, y sin individualismo exhibicionista, sin postureo, no hay tal puesta en escena ni negocio resultante. El postureo es una actitud que viene forzada por la conveniencia o por las ganas de agradar, mostrando, por ejemplo, que el individuo «está en forma», sabe elegir lugares, platos de comida o libros para leer —o fingir que lee— en la playa. Tiene un componente narcisista, pero no es totalmente narcisismo, porque a diferencia de este hay una necesidad de aprobación y en definitiva de contacto, aunque sea virtual, con los demás. No es un neurótico, como atribuye el mismo Freud al narcisista en su obra Introducción al narcisismo. El postureo es un narcisismo de baja intensidad, un exhibicionismo normalizado porque todos hacen igual y no escandaliza. En cambio, el narcisista está enamorado de sí mismo, y no precisa tanto alimento exterior, como es propio del sujeto solitario e inseguro de los tiempos actuales. Con el postureo se cree capaz de monitorizar su cuerpo y persona a través de la generación y maquillaje de su propia imagen. No se mira al espejo, él o ella creen ser espejo para el otro.

Hay, pues, un fondo triste en tanto que viven hoy de aparentar a través de las redes sociales, los medios de comunicación y los espectáculos. Son su vía de escape de la realidad que deben de suplir con el suministro de imágenes impostadas de felicidad y la ilusión de merecer el agrado y la aprobación de quienes las reciben. Ni siquiera el postureo actual, también a diferencia del narcisista, o del modelo esnob, pretende conscientemente diferenciarse de los demás, porque sabe que en postureo todos acaban siendo iguales. Y a diferencia también de aquellos, no tienen un yo integrado y desbordante, sino achicado y a trozos. Un yo que muestra por entregas a sus sufridos destinatarios cómplices, Su objetivo es agradar, ser aprobado y, sobre todo, darle una salida a su aislamiento.

En las redes actuales se vive en la absoluta ficción: uno cree ser único y es en realidad otro más. El sujeto del Barroco también vivía en un sueño, pero su individualidad no era un ficción. Y también parece más rica. Así, Quevedo muestra su lucidez al darse cuenta por lo menos del engaño que representa su individualismo, dando su vida por perdida

... ya que abracé los santos desengaños
que enturbiaron las aguas del abismo
donde me enamoraba de mí mismo.
                                    
                            (Heráclito cristiano, salmo 8)

[...] En nuestro tiempo el transfondo de la pregunta por la identidad personal ya no es cristiano ni estoico, pero sí igualmente existencial, como en el pasado barroco. No nos preocupa si somos, sino quiénes somos, ya que nuestro yo cambia de una situación a otra y así lo sentimos igual que aquellos antepasados: policéntrico y como sostenido en el aire. Un yo mestizo a la fuerza: ora integrado, ora marginal; ora público, ora privado, gozoso y fracasado; reflexivo y volátil. Superficial y pasajero, como las mil imágenes de que se alimenta cada día. En una palabra, el individuo se pregunta hoy, igual que ayer, por su propia mismidad

Para algunos científicos no es inimaginable pensar que dentro de unas décadas nuestro yo, ese núcleo complejo de información y recursos cognitivos, incluso emocionales, estará repartido como un híbrido entre nuestro cerebro, algún ingenio portátil y una potente base externa de datos —la nube—, accesible mediante una contraseña. Entonces nos preguntaremos aún con mayor motivo —si es que el preguntar permaneciera— quiénes somos.

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