El rechazo a los principios centrales de la Ilustración —universalidad, objetividad, racionalidad, capacidad de proporcionar soluciones permanentes a todos los problemas genuinos de la vida y el pensamiento y (no menos importante) accesibilidad de los métodos racionales para cualquier pensador armado de las capacidades adecuadas de observación y de pensamiento lógico— se presenta en diversas formas, conservadoras o liberales, reaccionarias o revolucionarias, dependiendo del orden sistemático que es objeto de ataque. Quienes consideran que los principios de la Revolución francesa o la organización napoleónica parecen ser los más fatales obstáculos a la libre autoexpresión humana, como en el caso de Adam Müller, Friedrich Schlegel y, en ocasiones, Coleridge y Cobbett, abrazan formas de irracionalismo conservadoras o reaccionarias y a veces miran con nostalgia hacia algún pasado dorado, como el de las épocas precienfíticas de la fe, y tienden (no siempre continua o coherentemente) a apoyar la resistencia clerical y aristocrática a la modernización y la mecanización de la vida, impulsadas por el industrialismo y por las nuevas jerarquías de poder y autoridad. Quienes consideran que las fuerzas tradicionales de la autoridad o la organización jerárquica son las más opresivas de las fuerzas sociales — por ejemplo Byron, George Sand y, en la medida en que pueden ser llamados románticos, Shelley y Büchner— conforman el «ala izquierda» de la revuelta romántica. Otros desprecian por principio la vida pública y se ocupan del cultivo del espíritu interior. Pero, en todos los casos, la organización de la vida mediante la aplicación de métodos racionales o científicos, cualquier forma de regimentación o reclutamiento de los hombres para fines utilitarios o para la felicidad organizada, es contemplada como el enemigo filisteo.
Lo que toda la Ilustración tiene en común es la negación de la doctrina central cristiana del pecado original; en lugar de ello, o moralmente neutral y maleable por la educación y el entorno o, en el peor de los casos, profundamente defectuoso pero capaz de mejorar de forma radical e indefinida mediante una educación racional en circunstancias favorables, o mediante una reorganización revolucionaria de la sociedad, como la exigida, por ejemplo, por Rousseau. Es esta negación del pecado original lo que la Iglesia condena más severamente en el Émile de Rousseau, a despecho de los ataques del autor al materialismo, el utilitarismo y el ateísmo. La poderosa reafirmación de esta doctrina paulina y agustina es la mayor arma empleada en el ataque total a la Ilustración lanzado por los escritores contrarrevolucionarios franceses de Maistre Bonald y Chateaubriand a principios del siglo XIX.
Una de la formas de lucha contra la Ilustración más reaccionarias y oscuras, así como una de las más interesantes e influyentes, se encuentra en las doctrinas de Joseph de Maistre y de sus seguidores y aliados, quienes conforman la vanguardia de la contrarrevolución de principios del siglo XIX en Europa. Maistre sostiene que la Ilustración es una de las formas de pensamiento social más estúpidas y ruinosas. La concepción del hombre como un ser naturalmente dispuesto a la benevolencia, la cooperación y la paz o, cuando menos, susceptible de ser encarrilado en esa dirección mediante una educación o una legislación adecuadas, es para él superficial y falsa. La benévola Dama Naturaleza de Hume, Holbach y Helvétius es una ficción absurda. La guía más fiable para el conocimiento de la naturaleza es la que nos ofrecen la historia y la zoología, que la muestran como un campo de incesante matanza. Los hombres son por naturaleza agresivos y destructivos; se rebelan por nimiedades —de hecho como el cambio al calendario gregoriano a mediados del siglo XVIII o la decisión de Pedro el Grande de que los boyardos se rasuraran las barbas generan una violenta resistencia y, a veces, rebeliones peligrosas—. Pero cuando dichos hombres son enviados a la guerra, para exterminar a seres inocentes como ellos mismos, y sin que ninguno de los dos ejércitos entiendan la razón de todo ello, entonces marchan obedientemente hacia la muerte y rara vez se amotinan. Cuando el instinto destructivo se despierta, los hombres se sienten exaltados y realizados. Al contrario de lo que enseña la Ilustración, no se reúnen para la cooperación mutua y la pacífica felicidad; la historia deja claro que nunca están tan unidos como cuando se les ofrece un altar común en el que inmolarse. Y ello es así porque el deseo de sacrificarse así mismos o sacrificar a otros es al menos tan fuerte como cualquier impulso pacífico o constructivo.
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Todas las utopías que conocemos se basan en la descubribilidad y la armonía de unos fines objetivamente verdaderos para todos los hombres, en todo tiempo y lugar. Esto es aplicable a todas las ciudades ideales, desde la República de Platón y sus leyes, la comunidad mundial anarquista de Zenón y las Islas del Sol de Yambulo hasta las utopías de Tomás Moro, Campanella, Bacon, Harrington y Fénelon. Así, las sociedades comunistas de Mably y Morelly, el capitalismo de Estado de Sant-Simon, los falansterios de Fourier, las diversas combinaciones de anarquismo y colectivismo de Owen y Godwin, Cabet, William Morris y Chernishévski, Bellamy, Hertzka y otros (no hay escasez de ellas en el siglo XIX) se apoyan en los tres pilares del optimismo social de Occidente ya citados: los problemas centrales (los massimi problemi) de los hombres son, en el fondo, los mismos a lo largo de la historia, son en principio solubles y las soluciones forman un todo armonioso. El hombre tiene intereses permanentes, cuya carácter se puede determinar con el método adecuado. Estos intereses pueden ser distintos de los fines que los hombres realmente persiguen, o creen perseguir, lo cual puede deberse a la ceguera o la pereza, espiritual o intelectual, o a las maquinaciones de bribones egoístas (reyes, sacerdotes y todo tipo de aventureros y buscadores de poder) que arrojan polvo a los ojos de los necios y, en última instancia, a lo suyos propios. Estas ilusiones pueden deberse también a la destructiva influencia de los arreglos sociales —las jerarquías tradicionales, la división del trabajo, el sistema capitalista—, o a factores impersonales, o a las fuerzas naturales, o a las consecuencias indeseadas de la naturaleza humana, y todo ello puede ser resistido y abolido.
Toda vez que es posible determinar los verdaderos intereses humanos, es posible satisfacerlos mediante unos arreglos sociales que sigan la dirección moral correcta, que empleen el progreso técnico o, por el contrario, lo rechacen para retornar a la idílica sencillez de los primeros tiempos de la humanidad, un paraíso que los hombres han abandonado, o una edad de oro aún por llegar. Desde Bacon hasta nuestros días, diversos pensadores se han visto inspirados por la certeza de que ha de existir una solución total: en la plenitud de los tiempos, ya sea por voluntad de Dios y por el esfuerzo humano, concluirá el reinado de la irracionalidad, la injusticia y la miseria; el hombre se verá liberado y ya no será juguete de fuerzas que escapan a su control —la naturaleza salvaje, o las consecuencias de la ignorancia, la locura o la maldad propias—; y esta primavera llegará una vez que los obstáculos, naturales y humanos, sean superados, y entonces los hombres dejarán por fin de luchar entre sí, unirán sus fuerzas y cooperarán para alcanzar la naturaleza a sus necesidades (como han propugnado los grandes pensadores materialistas, desde Epicuro a Marx) o, por el contrario, para adaptar sus necesidades a la naturaleza (como insisten los estoicos y los ambientalistas modernos). Este es un terreno común de las muchas variantes del optimismo revolucionario y reformista, desde Bacon hasta Condorcet, desde el Manifiesto comunista a los modernos tecnócratas, comunistas, anarquistas y buscadores de sociedades alternativas.
Este gran mito (en el sentido que Sorel le da al término) fue atacado hacia finales del siglo XVIII por un movimiento conocido al principio en Alemania como Sturn und Drang, y más tarde por las muchas variantes del Romanticismo, el nacionalismo, el expresionismo, el emotivismo y el voluntarismo y las muchas formas contemporáneas de irracionalismo tanto de derechas como de izquierdas que todos conocemos hoy. Los profetas del siglo XIX predijeron gran cantidad de cosas (el dominio de los cárteles internacionales, los regímenes colectivistas tanto socialistas como capitalistas, de los complejos militares industriales, de las élites científicas, todo ello precedido de Krisen, Kriege, Katastrophen, guerras y holocausto), pero, hasta donde se me alcanza, ninguno de ellos predijo que el último tercio del siglo XX estaría dominado por un crecimiento mundial del nacionalismo, la entronización de la voluntad de individuos o clases y el rechazo de la razón y el orden como prisiones del espíritu. ¿Cómo empezó esto?
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A los estudiantes idealistas de las universidades alemanas, influidos por las corrientes románticas de la época, les traían sin cuidado objetivos como la felicidad, la seguridad o el conocimiento científico, o la estabilidad política y económica y la paz social; de hecho, contemplaban tales cosas con desprecio. Para los discípulos de la nueva filosofía, el sufrimiento era más noble que el placer, y el fracaso, preferible al triunfo mundano, el cual tenía algo de sórdido y oportunista, y seguramente solo podía conseguirse traicionando la propia honradez, la independencia, la luz interior, la visión ideal interna. Ellos creían que quienes albergaban la verdad no eran las estúpidas mayorías, sino las minorías, sobre todo las que sufrían a causa de sus convicciones; que el martirio era sagrado sin que importase por qué causa; que la simplicidad, la autenticidad, la intensidad del sentimiento y, sobre todo, la rebeldía —que implicaba una lucha perpetua contra las convenciones, contra las fuerzas opresivas de la Iglesia, el Estado y la sociedad filistea, contra el cinismo, el mercantilismo y la indiferencia— constituían los valores sagrados, incluso (o quizá porque) estaban destinados a fracasar en el degradado mundo de amos y esclavos; y en caso necesario morir, era valeroso, correcto y honorable, mientras que hacer concesiones y sobrevivir era señal de cobardía y traición. Estos hombres eran adalides no del sentimiento contra la razón, sino de otra facultad del espíritu humano, la fuente de toda vida y toda acción, del heroísmo y el sacrificio, de la nobleza y el idealismo, tanto individual como colectivo: la orgullosa, indomable e irrestricta voluntad humana.
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