Isaiah Berlin (La contra-Ilustración y la voluntad romántica)

El rechazo a los principios centrales de la Ilustración —universalidad, objetividad, racionalidad, capacidad de proporcionar soluciones permanentes a todos los problemas genuinos de la vida y el pensamiento y (no menos importante) accesibilidad de los métodos racionales para cualquier pensador armado de las capacidades adecuadas de observación y de pensamiento lógico— se presenta en diversas formas, conservadoras o liberales, reaccionarias o revolucionarias, dependiendo del orden sistemático que es objeto de ataque. Quienes consideran que los principios de la Revolución francesa o la organización napoleónica parecen ser los más fatales obstáculos a la libre autoexpresión humana, como en el caso de Adam Müller, Friedrich Schlegel y, en ocasiones, Coleridge y Cobbett, abrazan formas de irracionalismo conservadoras o reaccionarias y a veces miran con nostalgia hacia algún pasado dorado, como el de las épocas precienfíticas de la fe, y tienden (no siempre continua o coherentemente) a apoyar la resistencia clerical y aristocrática a la modernización y la mecanización de la vida, impulsadas por el industrialismo y por las nuevas jerarquías de poder y autoridad. Quienes consideran que las fuerzas tradicionales de la autoridad o la organización jerárquica son las más opresivas de las fuerzas sociales — por ejemplo Byron, George Sand y, en la medida en que pueden ser llamados románticos, Shelley y Büchner— conforman el «ala izquierda» de la revuelta romántica. Otros desprecian por principio la vida pública y se ocupan del cultivo del espíritu interior. Pero, en todos los casos, la organización de la vida mediante la aplicación de métodos racionales o científicos, cualquier forma de regimentación o reclutamiento de los hombres para fines utilitarios o para la felicidad organizada, es contemplada como el enemigo filisteo. 

Lo que toda la Ilustración tiene en común es la negación de la doctrina central cristiana del pecado original; en lugar de ello, o moralmente neutral y maleable por la educación y el entorno o, en el peor de los casos, profundamente defectuoso pero capaz de mejorar de forma radical e indefinida mediante una educación racional en circunstancias favorables, o mediante una reorganización revolucionaria de la sociedad, como la exigida, por ejemplo, por Rousseau. Es esta negación del pecado original lo que la Iglesia condena más severamente en el Émile de Rousseau, a despecho de los ataques del autor al materialismo, el utilitarismo y el ateísmo. La poderosa reafirmación de esta doctrina paulina y agustina es la mayor arma empleada en el ataque total a la Ilustración lanzado por los escritores contrarrevolucionarios franceses de Maistre Bonald y Chateaubriand a principios del siglo XIX.

Una de la formas de lucha contra la Ilustración más reaccionarias y oscuras, así como una de las más interesantes e influyentes, se encuentra en las doctrinas de Joseph de Maistre y de sus seguidores y aliados, quienes conforman la vanguardia de la contrarrevolución de principios del siglo XIX en Europa. Maistre sostiene que la Ilustración es una de las formas de pensamiento social más estúpidas y ruinosas. La concepción del hombre como un ser naturalmente dispuesto a la benevolencia, la cooperación y la paz o, cuando menos, susceptible de ser encarrilado en esa dirección mediante una educación o una legislación adecuadas, es para él superficial y falsa. La benévola Dama Naturaleza de Hume, Holbach y Helvétius es una ficción absurda. La guía más fiable para el conocimiento de la naturaleza es la que nos ofrecen la historia y la zoología, que la muestran como un campo de incesante matanza. Los hombres son por naturaleza agresivos y destructivos; se rebelan por nimiedades —de hecho como el cambio al calendario gregoriano a mediados del siglo XVIII o la decisión de Pedro el Grande de que los boyardos se rasuraran las barbas generan una violenta resistencia y, a veces, rebeliones peligrosas—. Pero cuando dichos hombres son enviados a la guerra, para exterminar a seres inocentes como ellos mismos, y sin que ninguno de los dos ejércitos entiendan la razón de todo ello, entonces marchan obedientemente hacia la muerte y rara vez se amotinan. Cuando el instinto destructivo se despierta, los hombres se sienten exaltados y realizados. Al contrario de lo que enseña la Ilustración, no se reúnen para la cooperación mutua y la pacífica felicidad; la historia deja claro que nunca están tan unidos como cuando se les ofrece un altar común en el que inmolarse. Y ello es así porque el deseo de sacrificarse así mismos o sacrificar a otros es al menos tan fuerte como cualquier impulso pacífico o constructivo.
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Todas las utopías que conocemos se basan en la descubribilidad y la armonía de unos fines objetivamente verdaderos para todos los hombres, en todo tiempo y lugar. Esto es aplicable a todas las ciudades ideales, desde la República de Platón y sus leyes, la comunidad mundial anarquista de Zenón y las Islas del Sol de Yambulo hasta las utopías de Tomás Moro, Campanella, Bacon, Harrington y Fénelon. Así, las sociedades comunistas de Mably y Morelly, el capitalismo de Estado de Sant-Simon, los falansterios de Fourier, las diversas combinaciones de anarquismo y colectivismo de Owen y Godwin, Cabet, William Morris y Chernishévski, Bellamy, Hertzka y otros (no hay escasez de ellas en el siglo XIX) se apoyan en los tres pilares del optimismo social de Occidente ya citados: los problemas centrales (los massimi problemi) de los hombres son, en el fondo, los mismos a lo largo de la historia, son en principio solubles y las soluciones forman un todo armonioso. El hombre tiene intereses permanentes, cuya carácter se puede determinar con el método adecuado. Estos intereses pueden ser distintos de los fines que los hombres realmente persiguen, o creen perseguir, lo cual puede deberse a la ceguera o la pereza, espiritual o intelectual, o a las maquinaciones de bribones egoístas (reyes, sacerdotes y todo tipo de aventureros y buscadores de poder) que arrojan polvo a los ojos de los necios y, en última instancia, a lo suyos propios. Estas ilusiones pueden deberse también a la destructiva influencia de los arreglos sociales —las jerarquías tradicionales, la división del trabajo, el sistema capitalista—, o a factores impersonales, o a las fuerzas naturales, o a las consecuencias indeseadas de la naturaleza humana, y todo ello puede ser resistido y abolido. 

Toda vez que es posible determinar los verdaderos intereses humanos, es posible satisfacerlos mediante unos arreglos sociales que sigan la dirección moral correcta, que empleen el progreso técnico o, por el contrario, lo rechacen para retornar a la idílica sencillez de los primeros tiempos de la humanidad, un paraíso que los hombres han abandonado, o una edad de oro aún por llegar. Desde Bacon hasta nuestros días, diversos pensadores se han visto inspirados por la certeza de que ha de existir una solución total: en la plenitud de los tiempos, ya sea por voluntad de Dios y por el esfuerzo humano, concluirá el reinado de la irracionalidad, la injusticia y la miseria; el hombre se verá liberado y ya no será juguete de fuerzas que escapan a su control —la naturaleza salvaje, o las consecuencias de la ignorancia, la locura o la maldad propias—; y esta primavera llegará una vez que los obstáculos, naturales y humanos, sean superados, y entonces los hombres dejarán por fin de luchar entre sí, unirán sus fuerzas y cooperarán para alcanzar la naturaleza a sus necesidades (como han propugnado los grandes pensadores materialistas, desde Epicuro a Marx) o, por el contrario, para adaptar sus necesidades a la naturaleza (como insisten los estoicos y los ambientalistas modernos). Este es un terreno común de las muchas variantes del optimismo revolucionario y reformista, desde Bacon hasta Condorcet, desde el Manifiesto comunista a los modernos tecnócratas, comunistas, anarquistas y buscadores de sociedades alternativas.

Este gran mito (en el sentido que Sorel le da al término) fue atacado hacia finales del siglo XVIII por un movimiento conocido al principio en Alemania como Sturn und Drang, y más tarde por las muchas variantes del Romanticismo, el nacionalismo, el expresionismo, el emotivismo y el voluntarismo y las muchas formas contemporáneas de irracionalismo tanto de derechas como de izquierdas que todos conocemos hoy. Los profetas del siglo XIX predijeron gran cantidad de cosas (el dominio de los cárteles internacionales, los regímenes colectivistas tanto socialistas como capitalistas, de los complejos militares industriales, de las élites científicas, todo ello precedido de Krisen, Kriege, Katastrophen, guerras y holocausto), pero, hasta donde se me alcanza, ninguno de ellos predijo que el último tercio del siglo XX estaría dominado por un crecimiento mundial del nacionalismo, la entronización de la voluntad de individuos o clases y el rechazo de la razón y el orden como prisiones del espíritu. ¿Cómo empezó esto?
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A los estudiantes idealistas de las universidades alemanas, influidos por las corrientes románticas de la época, les traían sin cuidado objetivos como la felicidad, la seguridad o el conocimiento científico, o la estabilidad política y económica y la paz social; de hecho, contemplaban tales cosas con desprecio. Para los discípulos de la nueva filosofía, el sufrimiento era más noble que el placer, y el fracaso, preferible al triunfo mundano, el cual tenía algo de sórdido y oportunista, y seguramente solo podía conseguirse traicionando la propia honradez, la independencia, la luz interior, la visión ideal interna. Ellos creían que quienes albergaban la verdad no eran las estúpidas mayorías, sino las minorías, sobre todo las que sufrían a causa de sus convicciones; que el martirio era sagrado sin que importase por qué causa; que la simplicidad, la autenticidad, la intensidad del sentimiento y, sobre todo, la rebeldía —que implicaba una lucha perpetua contra las convenciones, contra las fuerzas opresivas de la Iglesia, el Estado y la sociedad filistea, contra el cinismo, el mercantilismo y la indiferencia— constituían los valores sagrados, incluso (o quizá porque) estaban destinados a fracasar en el degradado mundo de amos y esclavos; y en caso necesario morir, era valeroso, correcto y honorable, mientras que hacer concesiones y sobrevivir era señal de cobardía y traición. Estos hombres eran adalides no del sentimiento contra la razón, sino de otra facultad del espíritu humano, la fuente de toda vida y toda acción, del heroísmo y el sacrificio, de la nobleza y el idealismo, tanto individual como colectivo: la orgullosa, indomable e irrestricta voluntad humana. 

Berlín, Isaiah (Las raíces del romanticismo)
Berlin, Isaiah (Karl Marx)
Berlin, Isaiah (El erizo y el zorro)
Berlin, Isaiah (Lo singular y lo plural) Conversaciones con Steven...
Berlin, Isaiah (Sobre el nacionalismo) Textos escogidos
Berlin, Isaiah (Joseph de Maistre y los orígenes del fascismo)

Jorge Lago - Pablo Bustinduy (Política y ficción) Las ideologías en un mundo sin futuro.

 EL JUEGO NEOLIBERAL

La preservación de la libertad individual es incompatible con la satisfacción de nuestras ideas sobre la justicia distributiva.
FRIEDRICH HAYEK

Esa idea del conflicto como fuente de progreso figura entre los principios básicos del neoliberalismo del siglo XX, cuyo imaginario sigue presente en gran parte de los discursos políticos de nuestros días. A diferencia del liberalismo clásico, para Hayek y los economistas de la escuela de Chicago el mercado no es el reflejo de una espontaneidad natural de los seres humanos, sino el resultado de una forma concreta de organización social que tiene poderosos enemigos y que por tanto nunca está asegurada del todo. Por eso el mercado tiene que ser incentivado, protegido y desarrollado: la política debe operar para crear y mantener las condiciones en las que puedan florecer los mercados y las formas de sociedad abierta que estos requieren. Contra lo que se imagina a menudo, el neoliberalismo depende pues de un activismo político permanente: su objetivo no es retirar al Estado de la vida pública, sino de subordinar todas sus formas de acción a las necesidades de la economía y mercado. La política, en otras palabras, pasa a operar antes, y no después; no se trata de gestionar los efectos del mercado en la vida social, sino de producir el tipo de vida social que requieren los mercados. 

¿Qué pasa entonces con la desigualdad, con la pobreza, con el conflicto y el malestar social? Para la escuela de Chicago, es evidente que en una sociedad abierta no pueden ganar todos: necesariamente hay muchos que van a perder. No hay problema incluso en reconocer que la suerte o el lugar del que se parte van a determinar en buena medida las posiciones finales de cada uno. La forma de argumentación es otra: el mercado opera como un juego de competencia en el que participamos todos, y en los juegos a veces se gana y a veces se pierde. Pero perder no es algo injusto en sí: es una de las posibilidades que van implícitas en el juego. Hablar de injusticia en un juego por los resultados que produce es un ejercicio de moralismo, que supone colocar un principio abstracto por encima de sus reglas. Las reglas del juego del mercado permiten el libre discurrir de las decisiones de cada cual y organizan la inmensa complejidad que resulta de esa suma de movimientos. Modificar los resultados por encima de las reglas, equivale a obstaculizar su funcionamiento y negar la libertad de los jugadores que caracteriza a la sociedad abierta. Por eso las reglas del juego deben ser defendidas y protegidas a toda costa.

En el discurso político del neoliberalismo, sin embargo, este crudo planteamiento teórico se cubrió de inicio con un poderoso manto resolutivo. La insistente proclama de la «autorregulación de los mercados», y por ende de la desigualdad y la competencia desatadas, encierra en realidad una celebración del desgarro social como fuente futura de progreso: puede que hoy veamos pobreza, desigualdad o explotación, pero en realidad este es solo el medio por el que la sociedad en su conjunto avanza hacia un mañana mejor. El culto thacherista de los emprendedores, que crean riqueza social persiguiendo a ultranza su beneficio personal, lleva la ficción resolutiva del liberalismo clásico hasta sus últimas consecuencias: atizar los comportamientos egoístas individuales, fomentar la acaparación de riqueza por parte de unos pocos, resulta la mejor manera de incrementar los valores relativos de todos, de hacer que la sociedad avance y prospera en su conjunto. Basta un cambio de género para que la cosa adquiera un tinte casi tragicómico. En su perverso y magnífico Limonov, el escritor Emmanuel Carrère cita el diagnóstico descarnado que hizo su madre, una historiadora rusa anticomunista, de la oligarquía que hizo fortuna saqueando las empresas públicas de la URSS en los años noventa: 

        Claro que son unos gánsteres, pero no es más que la primera generación del capitalismo en Rusia. En América sucedió los mismo al principio. Los oligarcas no son honestos, pero han mandado a sus niños a colegios de Suiza para que ellos sí puedan darse el lujo de serlo. Ya lo verás. Espera una generación.

Porque, como es sabido, los colegios suizos son un nido de demócratas y reformadores sociales. La clave está es proyectar sobre el desgarro del presente la idea de que la competencia capitalista acabará poniendo orden incluso cuando todo lo que se ve alrededor es un desastre [...]

LA UTOPÍA DE LO OBSCENO
        
           Claro que hay lucha de clases, pero es mi clase, la clase rica, la que está haciendo la guerra, y la estamos ganando.
WARREN BUFFETT

[...] En el mundo neoliberal ya no hay pobres ni explotados, sino perdedores, fracasados e inadaptados; los menos favorecidos pueden ser objeto de caridad y compasión, pero no de solidaridad, pues han perdido cualquier potencial político. Los pobres son de hecho responsables de estar en el «lado equivocado»; son culpables de haber elegido mal, de no haber sabido manejar su coyuntura biográfica o personal, de ser vagos, torpes e incapaces, de no haber aprovechado sus oportunidades. En el centro está siempre un individuo atomizado, que acierta o se equivoca tomando decisiones que no son responsabilidad de nadie más que de él mismo, de su capacidad de adaptarse de adaptarse a un entorno cambiante y de ponderar riesgos y oportunidades. Ni tiempos, ni raíces, ni otro lugar que no sea un Occidente imaginariamente universalizado: la actividad económica y el conflicto social no tienen contexto ninguno ni historia posible. 

Así, el futuro no solo deja de proporcionar una relato compartido de lo que vendrá, sino que acaba por volverse contra los sujetos mismos. Todo riesgo está individualizado: lo venidero deja de pensarse y asegurarse colectivamente (ya no hay seguridad social) sino en términos de responsabilidades e itinerarios individuales que deben conquistar el éxito, la unicidad, lo singular —todo aquello que, por definición no es universalizable—.  Por eso la política ya no sirve como pegamento, ya no aporta sentidos comunes. El neoliberalismo decreta el vencimiento de toda trayectoria compartida, de los «grandes relatos» de lo colectivo, y en su lugar impone una privatización de la labor ficcional, una individualización del mandato (¡ficciona!) por el que el sujeto se ve de pronto obligado a dotar de sentido su trayectoria, a parchear por sus propios medios las fallas de su experiencia social. En el reino del do it yourself, lo primero que uno tiene que construirse es su propio personaje, su propia ficción. El gran estadillo de la cuestión de la salud mental, la epidemia psicológica que golpea con virulencia la vida contemporánea, no se entiende sin esta necesidad brutal de sostener con razones privadas la coyuntura y las trayectorias sociales [...]

Luis Alfonso Iglesias Huelga (Contra el desentendimiento) Defensa sosegada del entusiasmo

 LA BANALIDAD DEL MAR

En su conocida obra Eichmann en Jerusalén, Un estudio acerca de la banalidad del mal, la filósofa Hanna Arendt denuncia con esta expresión la construcción de un poder totalitario que genera sujetos incapaces de pensar sobre el sentido moral de sus actos, alienados hasta el punto de interiorizar el deber y la obediencia a un régimen. Algunos ciudadanos normales asumen las costumbres y la deriva social de su país de una manera acrítica. No solo eso, sino que esa irresponsable despreocupación es capaz de producir un perverso sentimiento de placer.

En la actualidad existe un sector de la población cuyo apático desinterés por lo que acontece le convierte en un blanco fácil de las trivialidades y en una flecha veloz hacia las mentiras evidentes. Es la llamada cultura de la indiferencie, con su dañino mirar para otro lado, en la que muchos ciudadanos "lo creen todo y no creen nada, creen que todo es posible y que nada es cierto".

La banalidad es la dosis exacta de amnesia capaz de hacernos olvidar el deber de la memoria. Con su deconstrucción silente logra situarnos en el territorio de la peor de las mentiras: la de la subjetividad autosuficiente, esa que se construye apelando a una relativizada neotenia pueril cuya deriva resulta una creatividad vacua porque el accidente ha deglutido a la sustancia. Lo banal y lo espantoso convergen y se refuerzan tan intensamente que parece que el espanto se diluye en la banalidad.

En efecto, cuando lo abyecto es convertido en algo corriente e insustancial, es decir en algo banal, cuando se aniquila el deber de la memoria, se hiere gravemente el poder de la ilusión. Y, así, instalados en el confortable nido de lo trivial, el anestésico social que hemos ingerido, hasta cierto punto de firma voluntaria, nos provoca la falsa euforia de una libertad autoalienante, individuos flotando sobre un mar de indiferencia.

Si la banalidad del mal se sostiene sobre la incapacidad para pensar, la banalidad del mar representa la apatía para cambiar de rumbo porque pensamos que el viaje no solo no merece la pena sino que está plagado de eventualidades. El mar, ese vasto gigante azogado que siempre ha representado la metáfora del viaje y de la libertad, resume el resultado de nuestra abulia ideológica y también de nuestra indiferencia ecológica. 

En su obra La Odisea, Homero traza una metáfora del mar como significado de la vida en la tierra, un espacio que ofrece a un tiempo la esperanza de la brisa y el desaliento de la tempestad. Frente a los designios de Poseidón, el ser humano es un diminuto caminante entre las olas a las que debe enfrentarse con agudeza intelectual y fortaleza moral. 

La tarea del héroe queda, de todas formas, empequeñecida frente al mar, un universo de dificultades que Odiseo afronta con sagacidad e inteligencia. Esta perspectiva contempla también la interpretación de Eurípides, el dramaturgo griego que se planteaba si los mitificados héroes no eran otra cosa que personajes dominantes y vanidosos y no valientes argonautas capaces de desafiar los designios divinos. 

Aún en ese caso se libera la necesidad de sujetarse a la vida con la conciencia explícita de la importancia que ella conlleva. La profundidad del mar es la alegoría de la trascendencia de cada periplo vital y Homero inicia el camino de nuestra propia narrativa, de nuestro propio ser, de lo que somos, esa mencionada historia que nos queda por contar, que es la forma de vivir y de vivirnos.

El mar es también una red efectiva que se construye bajo la premisa de la solidaridad y el apoyo mutuo, la inmensidad y el origen de nuestra propia historia, la arena que nos quema y la que nos alivia. Desde los años cincuenta del pasado siglo se buscan en el fondo del mar recursos que podrían ser utilizados contra importantes enfermedades. Organismos marinos como esponjas, algas, moluscos son considerados "fábricas" de moléculas de interés biológico. Pharma Mar, una compañía farmacéutica española de la filial Zeltia, ha conseguido elaborar el primer antitumoral del mundo procedente del mar, concretamente de un tunicado denominado Ecteinascidia turbinata. Europa lo aprobó en 2007 y hoy se comercializa en 80 países como tratamiento para el sarcoma de tejidos blandos y contra el cáncer de ovario sensible al platino. La vida en el fondo del mar haciendo frente a la muerte en la superficie de la tierra. Una advertencia de generosidad por parte del maltratado océano al que arrojamos los desperdicios de nuestra insípida jactancia: aproximadamente siete millones de toneladas de residuos son lanzados anualmente a los mares y océanos de nuestro planeta.

Tampoco hay buenos pronósticos, ni siquiera para el aprecio literario del mar en toda su entusiasta y metafórica inmensidad. Asistimos a la banalización del relato, a una holloweenización de la narrativa en la que se precisan cada vez más asesinatos porque, en caso contrario, la historia no "mola". La novela negra va camino de transformarse en novela roja por la cantidad de litros de sangre que se hacen necesarios para saciar nuestra conmovisión visual. Autores como Poe o Lovecraft, salvando distancias estéticas y manteniendo equidistancias éticas hoy se verían impelidos a una mayor espectacularidad, a un ritmo de desasosiego más teñido de cantidades que de calidades. Es la exageración de los hechos exigida por una, cada vez mayor, ausencia de los elementos no visibles. La ironía, la metáfora, la polisemia, el doble sentido, esas riquísimas variables ocultas con las que sueña la creatividad para hacerse aflorar conjuntamente. 

Pero evidentemente, si —como dice el verso de Emily Dickinson— "no hay fragata como un libro", tampoco hay un libro sin fragata, sin viaje interior hacia la extensión de nosotros mismos. El mar representa el viaje, la vida, la belleza, pero también una exacta referencia de nuestras idas y venidas, ya sean desbordantes o contenidas, de nuestros estados de ánimo, a veces calmados, a veces tempestuosos, de nuestras pretensiones que se elevan y al final acaban derramándose hasta convertirse en el remanso que se acerca a la orilla. Esa armonía marina en rebelión conlleva una lectura de vida permanente porque el mar ofrece algo inaudito: siempre parece que lo estamos viendo por primera vez. 

Iglesias Huelga, Luis Alfonso (La ética del paseante)

Gianni Vattimo (Adiós a la verdad)

Más allá del mito de la verdad objetiva
 
[...] La conclusión a la que quiero llegar es que la verdad como absoluta, correspondencia objetiva, entendida como última instancia y valor de base, es un peligro más que un valor. Conduce a la república de los filósofos, los expertos y los técnicos, y, al límite, al Estado ético, que pretende poder decidir cuál es el verdadero bien de los ciudadanos, incluso contra su opinión y sus preferencias.  Allí donde la política busca la verdad no puede haber democracia. Sin embargo, si se piensa la verdad en los términos hermenéuticos que muchos filósofos del siglo XX han propuesto, la verdad política deberá buscarse sobre todo en la construcción de un consenso y de una amistad civil que haga posible la verdad también en el sentido descriptivo del término. Las épocas en las que se creyó que la política podía basarse en la verdad fueron épocas de gran cohesión social, de tradiciones compartidas, pero también, en muchos casos, de disciplina autoritaria impuesta desde arriba. Un ejemplo, incluso admirable, es la época barroca: por una parte, un amplio conformismo asegurado por la autoridad absoluta de los reyes y, por otra, un maquiavelismo explícitamente teorizado. La política «moderna», la que hemos heredado de la Europa de los tratados de Wersfalia, en el fondo aún es ésa. Hasta en los casos cada vez más numerosos de corrupción administrativa (aquí pienso en la  Italia  de  «manos limpias»), los políticos han reivindicado, en los tribunales, el derecho a mentir (y robar, corromper, etc) en nombre del interés «general». Robaban no para ellos mismos sino para el partido y, por lo tanto, para el funcionamiento de la democracia, que cada vez cuesta más.

Por muchas razones relacionadas con el desarrollo de las comunicaciones, con la prensa y con el propio mercado de la información, la política «moderna» ya no rige. Se hace cada vez más evidente la contradicción entre el valor de la verdad «objetivaba» y la conciencia de que aquello que llamamos realidad es un juego de interpretaciones en conflicto. Tal conflicto no puede ser vencido por la pretensión de llegar a la verdad de las cosas, ya que ésta resultará siempre diferente, hasta tanto no se haya construido un horizonte común, vale decir, el consenso en torno a aquellos criterios implícitos de los que depende toda verificación de proposiciones singulares. Sé bien que ésta no es una solución a la cuestión, sino sólo el planteamiento del problema. Una frase de san Pablo (carta a los efesios, 4 15-16) dice así: «veritatem facientes in caritate». El griego tiene aletheuontes, que es aún más fuerte. Ésta nos lleva a un salto más allá de la cuestión de la objetividad: ¿qué significa hacer la verdad si ésta fuera la correspondencia del anunciado respecto del «dato»?  La alusión a la caridad aquí no está de más. El conflicto de las interpretaciones, del cual la democracia no puede prescindir si no quiere convertirse en dictadura de los expertos, los filósofos, los sabios, los comités centrales, no se supera sólo explicitando los intereses que mueven las diferentes interpretaciones, como si fuera posible hallar una verdad profunda (la primera escena, el trauma infantil, el ser verdadero antes de los enmascaramientos) sobre la cual después todos concordamos. Todo esto, que es el mejor resultado de la «escuela de la sospecha», la pars destruens de la crítica a las pretensiones de verdad absoluta, requiere de un amplio horizonte de amistad civil, de un consenso «comunitario», —por más sospechoso que pueda resultar el término—, que no dependa de lo verdadero y lo falso de los enunciados. 

Repito: ésta no es la solución al problema, sino sólo un modo de plantearlo de forma explícita, evitando así al menos la hipocresía de la política «moderna» que nunca ha puesto en discusión la noción de verdad como correspondencia y, sin embargo, siempre ha admitido que el político puede mentir «por el bien del Estado» (o del partido, o de la clase, o de la patria). Esa hipocresía debe ser condenada, no porque admite la mentira violando el valor «absoluto» de la verdad como correspondencia, sino porque viola el vínculo social con el otro, podríamos decir que va contra la igualdad y la caridad, o contra la libertad de todos.

Podría observarse que la libertad es también y sobre todo la capacidad de proponer una verdad contraria a la opinión común. Así, por ejemplo, la entiende Hanand Arendt en los apuntes de su diario escrito en los mismos años del proceso Eichmann. «La verdad —escribe Arendt (2002, pág. 531)— no se verifica por medio de una votación. Incluso al verdad fáctica, no sólo la racional, concierne al hombre en su singularidad». Sin embargo, en las mismas páginas se encuentra una constante insistencia también en el carácter siempre social de la verdad y en la difidencia que debe reservarse a quien pretende poseerla de modo preciso y estable. «Quien, en una oposición de opiniones, afirma que posee la verdad, expresa una pretensión de dominación» (pág. 619). Tal oscilación, que no me parece que nunca se haya llegado a superar del todo en la obra de Arendt, se explica quizá con el hecho de que también para ella la verdad es pensada como reflejo objetivo de datos de hecho. No obstante haber frecuentado el existencialismo, de Jaspers pero también de Heidegger, el tema de la interpretación siguió siéndole en sustancia ajeno. Aquí ahora prefiero una tesis de Ernst Bloch de la primera edición de Geist der Utopie (1918), donde dice que la diferencia entre el loco y el profeta está en la capacidad de este último de fundar una comunidad.

Vattimo, Gianni y otros (En torno a la posmodernidad)

Massimo Recalcati (La noche de Getsemaní)

 LA TRAICIÓN DE JUDAS

¿El trauma de la traición implica siempre una decepción de amor? ¿Una caída de la idealización? Tal vez esperara Judas algo de Jesús que no pertenecía al ser de Jesús. Su amor idealizado no podía tener en cuenta -pues ningún amor idealizado puede hacerlo- la heterogeneidad que desune el ser del Maestro del ser del discípulo y de lo que este espera del Maestro. El enamoramiento idealizador excluye la otredad del Otro, pretende que esa otredad coincida plenamente con la representación narcisista del amado.

De forma más radical, en la lectura de los Evangelios, Judas se nos aparece como la encarnación del político. Ha estado esperando algo de su maestro, un gesto políticamente nítido, un acto público en favor de su pueblo que no ha llegado. ¿Querría que Jesús respondiera a su solicitud para la liberación de Palestina de la dominación romana? Es indudable que Judas pretende que la predicación de Jesús se alinee políticamente con la defensa de los pobres y los explotados. Hay una escena de los Evangelios que resulta muy elocuente desde este punto de vista. En ella se desvela con toda claridad el deseo de Judas como deseo del <<político>>. En esta escena, que tiene lugar en la casa de Simón el leproso, en Betania, una mujer le ofrece a Jesús un perfume preciado y muy caro con el que le unge la cabeza. Frente a <<este despilfarro>> (Mc 14,4), es el mismo Judas Iscariote quien plantea una dura objeción política a Jesús: <<¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?>>. (Jn 12,5). ¡Podríamos haber dado de comer a los pobres en lugar de deleitar a nuestro maestro con un bien superfluo!

El razonamiento político de Judas sitúa en el centro la dimensión universal de la justicia social. Su exigencia es la de no transigir frente a una necesaria redistribución más justa de la riqueza. Jesús, sin embargo, no parece ser sensible -al menos a los ojos de Judas- a esta solicitud, sino que la defrauda. Está claro que no puede ser él el líder palestino de un movimiento político que reclama justicia social. De ahí la curvatura negativa de la transferencia de Judas hacia su maestro y la inevitable de-suposición del saber: en efecto, mientras que, como explica el psicoanálisis, la transferencia positiva instituye al Maestro como un <<sujeto supuesto saber>>, la transferencia negativa -la transmisión del amor al odio- tiene como efecto fundamental la caída de la suposición de saber, una de-suposición del saber del Maestro. Jesús ya no sabe lo que hace, ha sido víctima de su fantasma narcisista, ha perdido su brújula ética, se ha dejado desviar, piensa en sí mismo y en su imagen, se deja recubrir de atenciones por parte de una mujer que rocía un perfume precioso sobre su cabeza, llenándolo de lágrimas y de besos, olvidando que su misión es ayudar a los últimos y a los necesitados. Su acción diverge de su palabra, su mirada está cegada, ha perdido su lucidez, ya no es capaz de ver con claridad. Es Jesús, en opinión de Judas, quien ha traicionado la Causa.

[...] La radicalidad de la crítica política de Judas no ha de ser subestimada de ninguna manera, pero más allá de los contenidos que propone, presenta un vicio de origen: brota tan solo de la herida del amor desilusionado del alumno hacia el maestro. ¿No es acaso, en efecto, a causa de la rabia que siente y que ha provocado en él el <<despilfarro>> cometido por la mujer de Betania por lo que Judas -el <<político>>- decide ir, como cuenta Marcos (Mc 14, 10-11), y también Juan a su manera (Jn 12, 1-11), a ver a los principales sacerdotes para entregarles a Jesús, para malvender la vida de su maestro y traicionándolo definitivamente? El amor, como sucede a menudo en las relaciones entre profesor y alumno, se ha convertido en odio. Judas quiere la muerte, la eliminación de quien ha decepcionado su amor. Pero en su transferencia negativa hacia Jesús parece haber olvidado un lado esencial de la predicación de su maestro: el individuo, la persona, el sujeto singular es lo insacrificable que precede -que viene antes- a toda valoración universal; la verdad, en otras palabras, tiene siempre el rostro singular del prójimo y no del genérico de la humanidad o de la pobreza. 

El discurso de Jesús en la casa de Betania reafirma esa diferencia entre su palabra y las razones de la política. En él invita con firmeza a quienes lo critican a tomar en consideración el gesto de amor singular de esa mujer, en cómo demuestra saber realmente cuidar de él. Jesús contrapone la dimensión necesariamente universal de la política con la experiencia necesariamente singular de la propia vida y de la propia muerte:

    Dejadla. ¿Por qué la molestáis, si ha hecho una obra buena en mí? Porque pobres tendréis siempre con vosotros y podréis hacerles bien cuando queráis, pero a mí no me tendréis siempre (Mc 14,6-7).

La mujer ha hecho todo lo posible para aliviar el dolor y la angustia que van creciendo en Jesús. Su amor es grande y sin límites; su entrega es desinteresada y generosa; sus cuidados son la expresión de su amor por el Maestro. No calcula el coste de sus preciosos ungüentos, no valora la oportunidad de sus gestos. Ama como las mujeres saben amar; su gesto de atención está lejos de ser anónimo, pues consigue que sea particularizado, lo instituye como una auténtica excepción, como un regalo activo. No resulta casual que un hilo común conecte el gesto de esa mujer de Betania que unge con un aceite perfumado y precioso la cabeza de Jesús con el de la viuda que da todo cuanto posee al Templo (Mc 12,41-44). En ambos casos hallamos en primer plano un amor que no conoce límites, que va más allá del cálculo económico y raya en el derroche absoluto, pues sabe, según una bien conocida definición del amor propuesta por Lacan, <<dar lo que no se tiene>>. Donando cuanto posee, la viuda ofrece su indefensa carencia, mientras que aquellos que ofrecen solo lo superfluo no viven en absoluto la experiencia de la carencia y, como consecuencia, no saben lo que es el amor. Esa es la razón, pues, por la que el gesto de la mujer de Betania, que Judas, el <<político>>, ve solo como un simple <<despilfarro>> de recursos, como un efecto de narcisismo encandilado de Jesús, adquiere el valor único de regalo, de una oferta generosa de sí misma que va más allá del marco estéril del beneficio. El <<político>>, sin embargo, es incapaz de subordinar sus razones universales al nombre propio del sujeto, como en cambio todo acto de atención y de amor es capaz de hacer. Judas se mantiene firme en sus convicciones: ha sido Jesús el primero en traicionar y debe ser traicionado a su vez para que se haga justicia. 

Recalcati, Massimo (Retén el beso) Lecciones breves sobre el amor

Norbert Bilbeny (ed.) Robótica, ética y política - El impacto de la superinteligencia en el mundo de las personas

Sobre si el robot comprende

La inteligencia artificial sobrepasa ya las capacidades de memoria y cálculo de los humanos. Pero en cierto sentido es estúpida: depende de las instrucciones que le demos, esquiva siempre lo raro y es inhábil para afrontar situaciones radicalmente nuevas.

La inteligencia artificial y sus algoritmos no sienten, no tienen conciencia moral, no comprenden. A su manera, «entienden», tienen entendimiento porque son inteligencia. Pero otra cosa es «comprender». Comprender es más profundo, abarcador y versátil que entender. Gracias a ello podemos formular juicios, y hasta juzgar sobre los propios juicios, como hace la conciencia moral. Un humano sí comprende, y comprende que comprende, y comprende esto último también. ¿Qué robot tiene toda esa facultad de reflexividad? La máquina piensa, y puede llegar a pensar sus pensamientos. Pero ¿pensará sobre el hecho mismo que piensa? ¿juzgará y se juzgará a sí misma? 

No estamos pues, en condiciones para sostener que un robot comprende. «Deep Blue», el computador que en 1997 ganó la partida de ajedrez al campeón mundial Garry Kasparov, no debió comprender la zozobra y la decepción de su rival, ni seguramente el significado de su propio triunfo. Kasparov dijo: «Comprendí que la máquina no calculaba, pensaba». Pero la máquina no «comprendía», eso que de ella decía el ajedrecista. Ni siquiera «pensaba», porque hay una enorme diferencia entre calcular y pensar, entre entender y comprender. Comprender, pensar, está lleno de facetas, entre sensitivas, emocionales y conceptuales, que un programa no puede recoger. La idea de esta superioridad es compartida por la mayoría de los creadores de inteligencia artificial. 

Consideremos, por ejemplo, la relación de la inteligencia artificial con la medicina. Ordenadores, robots y otros dispositivos tienen cada vez mayor protagonismo en el cuidado del mayor de los bienes de las personas: su vida. ¿Hasta qué punto debe mandar la máquina sobre el individuo, en aspectos cruciales de este como la vida, la salud y sus condiciones básicas de existencia? En la medicina no se juegan solo estos elementos físicos. Se implican también la dignidad, libertad y derechos del paciente. En el ámbito de la sanidad, la inteligencia artificial computa datos, sostiene actividades diagnósticas, realiza intervenciones clínicas y permite estrategias de comunicación en red (Fosch-Villaronga, 2020). La telemedicina es una actividad en aumento. Por no hablar, en otro aspecto, de la posible instalación de chips o microscópicos robots en el cerebro que ayuden, por ejemplo, a la sinapsis neuronal. De hecho, la información sobre el genoma y la salud generada por un individuo a lo largo de la vida puede llegar a superar los 1.000 terabytes. El conocimiento y la gestión de todos estos datos han experimentado un cambio radical a raíz de la tecnología digital. 

Pero, mientras tanto, no se olvide que la tecnología también toma decisiones, de principio a fin, en el proceso del cuidado sanitario de cada persona. Con lo cual es exigible que haya una buena praxis en la programación e instrumentación tecnológicas de este cuidado. Cada paciente es diferente y las enfermedades y su prevención presentan igualmente múltiples variaciones, por ejemplo, en el caso de las consideradas enfermedades minoritarias. Es casi inevitable que un robot no pueda controlar todas estas variables, incluidas las sociales y culturales del paciente, y que un programa deficiente o una mala monitorización del hardware lleguen a perjudicar al enfermo tanto en su estado físico como en sus derechos. Imaginemos asimismo las consecuencias de un ciberataque o de una escasa ciberseguridad en las personas, pero también en todo el sistema sanitario. No podemos, pues, apartar la mirada sobre el robot encargado de nuestra salud, a fin de que no la complique y que la resuelva mejor o por lo menos tan bien como lo haría un sujeto humano preparado y responsable.

Continúan siendo válidas, a nuestro parecer, las tres leyes de conducta del robot según el bioquímico y escritor Isaac Asimov: 1) Un robot no hará nunca daño a un humano; 2) un robot obedecerá siempre a un ser humano, excepto que ello contradiga la primera ley; y 3) un robot protegerá siempre su propia existencia, excepto si contradice la primera y la segunda ley. Permanece abierta a la crítica la fabricación de armas, que se hace ya gracias a la inteligencia artificial, y debería seguir haciéndose dicha crítica. Pero, además, habría que acompañar a esta censura el rechazo de usar la inteligencia artificial como arma. El mismo robot como arma. El soldado robot puede matar a otros robots, pero también a seres humanos, y con eficacia y mortandad superior a como lo haría un humano soldado. Peor que matar borracho o por un ataque de ira, el robot matará fríamente según un programa diseñado para matar. En la película Star wars el robot C3PO despliega ansiedad y dudas, pero ello permanece hoy como un ficción.

No parece equivocado pensar que en el futuro las armas, grandes o pequeñas, para la guerra o para la defensa personal, serán robots, mucho más baratos y eficaces que la producción, compra y uso de los misiles y armas de fuego actuales. La muerte del enemigo podrá ser a distancia, fácil y anónima, quizá mediante un teléfono «inteligente>» o aparato similar.  Se estará, pues, a un paso de matar solo con el pensamiento [...]

Ambivalencia del progreso

Cabe entonces alejarse de la visión utópica del progreso igual que de la visión distópica de este. La visión centrada suele ser la mejor. Cuanto más conocemos a los hombres más admiramos aquella firme propuesta de Aristóteles: elegir el justo medio. El único extremo que no corre riesgos de equivocarse y hacer daño es el del término medio.

Si pensamos en el progreso tecnológico, el justo medio en nuestra gama de actitudes podría consistir en asumir los siguiente. 1) Pesar que la innovación no es en sí misma ni indiscutible buena ni necesariamente mala. Va a depender de sus fines, sus medios y, en definitiva, de la aplicación de sus resultados. 2) Pesar que la innovación puede hacernos avanzar hacia lo bueno o mejor, pero también hacia lo malo o peor. 3) Pensar que la innovación puede representar, al mismo tiempo, y según el mismo juicio moral, un progreso y un retroceso. En el plano de la ética, no estamos acostumbrados a pensar, ni nos apetece hacerlo, que se pueda avanzar a la vez que se camina hacia atrás. Pero eso es una realidad. Los misiles supersónicos usados en la guerra de Ucrania son un progreso material y un retroceso moral, también de consecuencias materiales [...]

Conclusión

El problema de la relación entre los usos de la inteligencia artificial y la ética no se localiza en el hecho de debatir sobre la conveniencia de las directrices morales. Tampoco en el hecho de ponerse de acuerdo sobre cuáles han de ser dichas pautas y en qué orden de importancia han de constar.

El verdadero problema, vista la experiencia de ello, estriba en el hecho de respetar en la práctica las regulaciones que nosotros mismos nos hemos dado, y colgado de dicho problema, el de hallar la forma de garantizar este respeto. En otras palabras, lo difícil y costoso no es la assumption de una normativa ética, sino el commitment o compromiso efectivo de ella. Pues no basta con adherirse a la norma, sino que hay que obedecerla, manteniendo una lealtad a las líneas reguladoras de la conducta. 

Hemos tocado, pues, el aspecto más decisivo de la ética de la inteligencia artificial: la implementación de la regulación moral de la tecnología. Es decir, pasar de los valores abstractos a la aplicación técnica de estos. Lo cual exige: una compliance efectiva, códigos éticos claros y explícitos, comités de ética independientes y eficaces, y, a la postre, la conversión de la regulación ética en una norma legal (Shelton,2003). ¿Quién ha de gobernar la tecnología? Puede ser esta la definitiva pregunta. La respuesta debería ser: todos. En una democracia: el parlamento, el gobierno y los jueces, más el juicio moral de cada ciudadano. 

La inteligencia artificial supone, en resumen, un reto de intensidad creciente a la inteligencia natural. El impacto de sus aplicaciones sobre la sociedad y el propio individuo es un hecho evidente e inevitable en todo momento. Sin embargo, la rápida evolución de la ciencia y la tecnología en torno a la inteligencia artificial contrasta con la lentitud con que se desarrollan los hábitos y las creencias (los «valores») de toda época innovadora en el conocimiento (Bilbeny, 1997). Para una mente científica y a la vez sociable, las señales más preocupantes de este desfase se dejan notar progresivamente en el uso social e individual de las tecnologías derivadas de la aplicación de la inteligencia artificial. 

Es preocupante que este uso se haga muchas veces de forma irresponsable y se vulneren aspectos tan esenciales para la vida social y personal como la libertad y el derecho a la intimidad, o la garantía de la seguridad física y jurídica, elementos necesarios para un desarrollo justo y sostenible, además de eficaz. Es obvio que la inteligencia artificial por sí misma no resolverá el problema, porque ni siquiera puede planteárselo: es un problema filosófico. Depende de nuestra inteligencia natural y de su poder y deber de reflexión sobre las consecuencias presentes o futuras de cualquier forma de actividad que dependa del ser humano. Y todo depende de las ideas y las órdenes de este.

Por lo expuesto hasta aquí, conviene sin demora formalizar y poner en activo un foro científico y humanístico para dilucidar y fijar los requisitos éticos y jurídicos fundamentales pata un uso responsable de los programas y las aplicaciones de la inteligencia artificial. Se trata de intentar el establecimiento de unas normas universales, interculturales y jurídicamente vinculantes que impidan la creación de un mundo inseguro e infeliz por medio de objetivos que deberían haber sido evitados. 

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