Ramón González Férriz (Los años peligrosos) Por qué la política se ha vuelto radical

«La política más profunda y radical surge de nuestra identidad»

El término «políticas de la identidad», se popularizó en 1977, cuando el Combahee River Collective, un grupo de mujeres negras, lesbianas y socialistas de Boston, publicó un manifiesto en el que definía su ideología y sus objetivos: En él denunciaba que, a menudo, el movimiento feminista estaba dominado por mujeres blancas que tenían actitudes racistas hacia las negras. Del mismo modo, afirmaba, la lucha por los derechos civiles de los negros estaba dominada por hombres que tenían actitudes machistas hacia las mujeres. «Es evidente que ningún otro movimiento supuestamente progresista ha considerado nuestra presión específica como una prioridad, o ha trabajado en serio para acabar con esa opresión —decía el manifiesto—. Nos damos cuenta de que las únicas personas que se preocupan por nosotras lo suficiente para trabajar de manera continua por nuestra liberación somos nosotras [...]. El hecho de centrarnos en nuestra opresión se materializa en el concepto de las políticas de la identidad. Creemos que la política más profunda y potencialmente más radical surge directamente de nuestra propia identidad». El manifiesto de Combahee River Collective insistía en que la intención de sus integrantes era ser solidarias con otros grupos que luchaban por liberarse de la opresión. Pero afirmaba que el suyo, en concreto, el de mujeres negras, lesbianas y de izquierdas, era objeto de discriminación por motivos raciales, sexuales y de clase —lo que más tarde se conceptualizaría de manera más compleja en la «interseccionalidad»—y, por lo tanto, tenía una identidad bien definida y debía trabajar en favor de su singularidad. 

Se trató de un giro interesante para la izquierda. A diferencia de muchos movimientos de emancipación tradicionales, las políticas de identidad no exigían la liberación de los oprimidos en nombre de la justicia, la equidad o la simple dignidad humana. Para esta nueva ola de activistas, cualquier sumisión era fruto de una desigual relación de poder entre los grupos opresores —normalmente, aunque no solo, formados por hombres blancos, heterosexuales, de clase media y alta— y los grupos oprimidos,  compuestos por minorías raciales, sexuales o con atributos físicos particulares, además de las clases bajas. El objetivo de las políticas identitarias era subvertir esa relación desigual. Para eso era necesario desmontar muchas de las ideas básicas que sustentaban la democracia liberal y el pensamiento ilustrado, que la teoría crítica consideraba meras construcciones de los opresores para defender sus intereses. Era mentira que la ciencia fuera una disciplina imparcial, que el liberalismo tuviera por fin la igualdad de derechos o que el lenguaje fuera una herramienta relativamente neutra para describir el mundo e interactuar con él. Todas esas convenciones, elaboradas por filósofos de la tradición ilustrada a lo largo de siglos, eran en realidad instrumentos que las clases favorecidas y burguesas habían concebido para someter a todo aquel que tuviera una identidad despreciable o potencialmente peligrosa. De hecho, dudaban incluso de que existiera la «razón» como algo objetivable: en muchos sentidos, se trataba de otro discurso opresor. Ningún hecho podía determinarse al margen de quien lo definía y de su identidad: lo que existían eran interpretaciones del mundo que emanaban de la clase o el grupo al que pertenecía quien las hacía. 

[...] El auge de esta nueva forma de izquierdismo no tardó en saltar a Europa. En realidad, no se trataba de una exportación, sino más bien de un regreso. Muchas de las ideas fundamentales sobre las que se había construido la teoría crítica habían surgido entre la década de 1920 y 1970 en universidades e instituciones europeas. La llamada escuela de Frankfurt, que alentó algunas de las teorías que afirmaban que el capitalismo no era un sistema político sustancialmente distinto del fascismo en cuanto al uso de la propaganda, la información y el sometimiento, había surgido en la Alemania de entreguerras. Más tarde, en las décadas de 1960 y 1970, las teorías de Michel Foucault sobre el poder y la biopolítica, las de Jacques Derrida sobre las formas de opresión inherentes al lenguaje occidental o las de Frantz Fanon sobre la descolonización y el racismo contra los negros habían viajado desde las universidades y las editoriales francesas hasta las estadounidenses. Y, sobre todo en las décadas más recientes, esa mezcla de teoría europea (que daba prestigio cultural y un contexto autóctono) y política estadounidense (que en realidad operaba con unas coordenadas históricas muy difíciles de trasladar a Europa) se habían ido incorporando a las facultades de literatura, arte, filosofía y humanidades. En España se replicó la experiencia estadounidense, y la universidad y los estudios de humanidades, que siempre habían estado dominados por la izquierda, se convirtieron en el caballo de batalla entre el viejo progresismo tradicional y las políticas de identidad. Los enfoques de género, la crítica cultural y las relecturas del marxismo en clave identiraria se popularizaron entre los profesores jóvenes y los alumnos, mientras en muchos casos los profesores que habían protagonizado la transformación de la universidad española en la década de 1960 y 1970 —introduciendo en ella ideas democráticas, cuando no subversivas— sentían que se traicionaba su legado. Por un lado, el legado intelectual, porque esa generación había llevado a la universidad algunos rasgos académicos de la modernidad europea y había liberado de muchos tics autoritarios y conservadores de la era franquista; por otro lado, esos profesores progresistas que habían llevado la Transición a la academia consideraban que se cuestionaba su legado político, que estaba abrumadoramente vinculado al PSOE y a la forma en que este había conformado la vida cultural, intelectual y periodística del país. Creían, además, buena parte de esa gran operación intelectual de las políticas identitarias no solo era un enorme error que desmontaba la gran tradición igualitaria de la izquierda socialdemócrata, sino una operación generacional para sustituir al establishment actual y ofrecer salidas laborales a una generación de estudiantes que, tras la crisis financiera, ya no tendría buenos puestos en la universidad, y difícilmente en el sector privado. Entre muchos lamentos más o menos melancólicos de viejos catedráticos de humanidades españoles, el filósofo José Luis Prado identificó este cambio en términos políticos y culturales, pero también biográficos y de pura supervivencia individual:

        Un gran número de estudiantes de Filosofía de la Complutense, a quienes [...] se amenazaba una y otra vez con el estigma de la «inempleabilidad» y la ausencia de futuro, vieron en el 15M y en el movimiento político generado a partir de él, al que muchos de sus profesores les invitaron, la ocasión de llevar a cabo ese cambio hacia una sociedad en la cual los filósofos tuvieran sentido y encontrasen empleo (aunque fuese como activistas revolucionarios), y cuando se percataron de que esos profesores (y algunos de sus compañeros), que eran sus héroes, habían entrado en el Congreso de los Diputados y en las asambleas autonómicas, estuvieron seguros de que estaban protagonizando una victoria política histórica a favor de ese cambio. 

Renata Salecl (La tiranía de la elección)

 Introducción

[...] ¿Por qué sucede entonces que, en el mundo desarrollado, la apertura individual a un mayor número de elecciones conlleva, en vez de una satisfacción por una supuesta vida más personalizada y ajustada de acuerdo con nuestras preferencias, a un sentimiento cada vez más grande de angustia y hasta de culpa e inadecuación? ¿Y cómo es que, para aliviar esa angustia, las personas aceptamos seguir los diversos consejos de horóscopos y especialistas en marketing o los consejos de belleza de los fabricantes de cosméticos, nos dejamos guiar por los pronósticos de consultores económicos y, en nuestras relaciones, por los libros de autoayuda? Dado que cada vez más gente hace caso de todos esos «expertos» que supuestamente piensan en nuestro bienestar, parecería ser que, en el fondo, lo que estamos reclamando es que nos quiten cuanto antes la carga de tener que elegir.

[...] La teoría de la elección racional presupone que la gente siempre piensa antes de actuar y que en todas situación persigue el máximo beneficio con el mínimo costo. Según las circunstancias imperantes y dado cierto manejo de información necesaria, se supone que la gente siempre habrá de elegir lo que más conviene a sus intereses. Sin embargo, los críticos de la teoría de la elección racional suelen remarcar el hecho de que los seres humanos no siempre actuamos según nuestros intereses, incluso cuando estos nos son conocidos. Muchas veces, por ejemplo, gobierna nuestros actos una expresión caritativa o altruista que no se lleva bien con el interés personal puro y duro. Desde el psicoanálisis también se ha señalado que a menudo actuamos de modos para nada afines a lo que sería maximizar el placer y minimizar el sufrimiento, y que existe incluso cierto extraño placer que surge de actuar en contra de nuestro propio bienestar. Una persona puede considerar que cuenta con toda la información necesaria para arribar a la mejor decisión posible, pero, aun así, sobre su decisión acabarán influyendo fuertemente factores externos, como la opinión ajena, e internos, como los propios deseos inconscientes.

En nuestra sociedad actual, que glorifica la elección y enarbola la idea de que siempre elegimos en favor de nuestros intereses, el problema no radica tan sólo en el abanico de opciones que tenemos a disposición sino también en el modo en que estas se nos representan. Las elecciones de vida se plantean como si fueran elecciones de consumo: pretendemos hallar la vida «correcta» como si se tratara de encontrar el tipo correcto de acondicionar para el pelo o el color adecuado para el cuarto de estar. Nuestra cultura publicitaria plantea la búsqueda de una persona con quien casarse de modo no muy distinto de lo que es la búsqueda de un auto cero kilómetros: primero hay que calcular las ventajas y desventajas, luego se establece un acuerdo prenupcial, si las cosas salen se añaden las enmiendas que hagan falta y, en última instancia, se cambia el modelo viejo por uno nuevo, para acabar finalmente dando de baja la idea misma de un compromiso a largo plazo en favor de un acuerdo de usufructo temporario. 

[...] Lo único crucial para cualquier ideología es que no haya personas explícitamente descreyéndola. Para que se acate la opinión mayoritaria, lo único que importa es que las personas crean que es verdad que la mayoría de la gente cree en tal o cual ideología. 

[...] En todo proceso de sentir culpa por ser quienes somos y trabajar constantemente para «mejorarnos», perdemos la perspectiva necesaria para instigar cualquier cambio social. Al poner tanta energía en nosotros mismos perdemos la fuerza y la habilidad para formar parte de cualquier construcción de cambio y asistimos de manera continua al espectáculo angustioso de sentir que estamos fracasando. 

[...] Cuanto más nos obsesionamos con nuestras elecciones individuales, más difícil se hace observar que no son para nada individuales, sino que están sumamente influenciadas por la sociedad en que vivimos. 

La elección y el gran otro

A comienzos de los años setenta, Lacan planteaba que en una sociedad capitalista desarrollada la gente piensa lo social de un modo distinto. En una conferencia sobre el "discurso del capitalismo", desplegó la idea de que el capitalismo nos lleva a pensarnos como amos y a creer no solo que tenemos el control de nuestras vidas, sino que también podemos recuperar de algún modo la joussance* perdida.

¿Qué significa esto? En primer lugar, que el capitalismo nos crea la ilusión de que ya no estamos sujetados a la historia y a la genealogía, que somos libres de todos los marcadores conocidos. Pensamos que podemos elegir los objetos que nos brindarán satisfacción y hasta la dirección que habrá de tomar nuestra vida. En segundo lugar, que actuamos como si, por el hecho de tomar las decisiones adecuadas, pudiéramos realmente acercarnos a esa joussance siempre perdida. Emerge así la percepción de que el sujeto es un ser todopoderoso capaz de direccionar su vida conforme a sus deseos y de ubicar la joussance en determinados objetos de deseo. La felicidad depende tan solo de que sepamos ubicarla a apresarla.

Lacan se preguntaba si ese "discurso del capitalismo" representa un rechazo —o, mejor dicho, una forclusión— de la castración. Es una forclusión que surge cuando la sociedad abandona todos los límites y se abalanza tras el goce ilimitado. Deja de haber un padre simbólico, una ley. La pulsión de joussance a cualquier precio conduce a todo tipo de excesos y manías (alcohol, drogas, consumismo, adicción al trabajo). El capitalismo libera al esclavo y lo convierte en consumidor, pero el consumo ilimitado termina haciendo que el consumidor se consuma a sí mismo. 

Este enfoque pesimista ha abierto un debate respecto del modo en que el capitalismo afecta a la subjetividad. Una de las preguntas que se plantean es si existen nuevos síntomas psicológicos en la experiencia individual actual. ¿Acaso estos cambios radicales en la naturaleza de las prohibiciones sociales y en nuestra percepción del orden social han contribuido a incrementar los niveles de psicosis en las sociedades capitalistas desarrolladas?


 * La palabra joussance suele traducirse como "goce"; sin embargo, se pierde así el significado del original francés, que designa no solo el placer sino también un placer en el displacer: esto es, un cierto dolor que no necesariamente es disfrutable para la persona, pero al que, aun así, no puede renunciar. Por su complejidad, en textos que hacen referencia al psicoanálisis lacaniano este concepto se deja a menudo sin traducir. 

Jaime Nubiola (Invitación a pensar)

 Entre la sociedad y la soledad

Sociedad y soledad es el título del memorable libro de ensayos que el pensador norteamericano Ralph Waldo Emerson publicó en 1870, cinco años después de la Guerra Civil, como su colaboración a la ingente tarea de reconstrucción nacional. Fue un libro de gran éxito en su tiempo. Se tradujo al español hacia 1915, pero no ha sido reimpreso luego y hoy en día sólo está accesible en inglés. La fuerza de su título se encuentra, por supuesto, en la conjunción copulativa «y» que une esos dos elementos opuestos que todos llevamos dentro: las ansias de estar con los demás, de comunicarnos, de colaborar y el íntimo anhelo de soledad y de paz. «La soledad sola, sin recurso a la sociedad —ha escrito Callaway en su reciente edición de Society and Solitude— magnifica todas las diferencias y amenaza con la pérdida del contexto más amplio que fija los problemas del individuo y sus objetivos, y los hace inteligibles. La sociedad es el correctivo de los dogmatismo de la soledad». 

El filósofo británico Ray Monk centró su autorizada biografía de Bertrand Russell precisamente en la permanente tensión entre los conflictos que inevitablemente genera la convivencia y el temor a enloquecer que tantas veces acompaña a la soledad. A todos se nos ha encogido el corazón cuando en las calles de las grandes ciudades nos topamos con hombres o mujeres que, sin estar borrachos ni llevar el teléfono móvil, van hablando en voz alta. Casi siempre se trata de esquizofrénicos que dialogan con sus imaginarios interlocutores, con sus voces interiores, o hablan a gritos con los viandantes. Todos necesitamos un saludable equilibrio entre sociedad y soledad. Si hubiera que escoger entre una de las dos, Emerson elegiría la soledad, pero me parece a mí que es mejor, más humano y más razonable, elegir la sociedad, la convivencia con los demás. Esto es lo que quiero poner de relieve, sugiriendo también algunas pautas concretas como la de aprender a escuchar.

El peligro de la soledad

«La soledad vivifica, el aislamiento mata»., escribió el abate Joseph Roux en 1886. El peligro no es la soledad, sino el aislamiento, el encerrarse uno sobre sí mismo, quizá como consecuencia de las heridas recibidas en el trato con los demás. No es infrecuente en al ámbito profesional encontrarse con personas «quemadas»; tienen —se dice ahora— el síndrome del burn-out. Se trata de ordinario de personas brillantes, que intentaron con su trabajo cambiar el mundo, pero que con el paso de los años se vinieron abajo sobre todo por la falta de reconocimiento a su esfuerzo. Algo parecido ocurre en las familias y en todo tipo de comunidades y organizaciones sociales. 

Necesitamos crear entornos domésticos y laborales en los que sea posible la actividad individual, pero en los que haya también abundante comunicación, puesta en común, trabajo en equipo. Hace muchos siglos escribió Aristóteles que «no es fácil en soledad estar continuamente activo; en cambio, es más fácil con otros y respeto a otros». A veces quienes se creen náufragos, solitarios y aislados, se consuelan con la idea de que esa soledad les hace más libres, pero se trata de un error, pues de ordinario el aislamiento es totalmente estéril. Lo que necesitamos no es aislarnos, sino más bien un espacio físico que permita una cierta soledad a la hora de trabajar, de rezar, de encontrarnos con nosotros mismos. La actividad más solitaria es probablemente la escritura, pero —al menos para mí— se trata de una actividad eminentemente comunicativa, y quizá por eso se parezca mucho a la oración. Me impresionó hace algunos años el comentario de Jiménez Lozano: «Maurice Blanchot, glosando a Kafka, dice que escribir es una forma de oración. Y los es. O, si no, es cacareo». 

No me resisto a copiar una historia sencilla que me hizo llegar una filósofa mexicana y que lleva el título «más cerca». Dice lo siguiente:

    Había sólo un colegio para varios pueblos de aquella selva. Y no había carreteras. Tanto los alumnos como los profesores venían andando por los cuatro puntos cardinales. Uno de los maestros notó que su nuevo compañero, en lugar de ir directamente a casa al acabar las clases, se adentraba en el bosque procurando no llamar la atención. Intrigado, decidió seguirlo de lejos un día.

Había una piedra plana en un claro del bosque. Sobre ella estaba sentado, con las manos sobre sus rodillas, los ojos cerrados y la cabeza un poco inclinada. Era obvio que estaba rezando.

Al día siguiente, en un descanso, lo llamó aparte y le dijo: 

—Tengo que confesar que sentí curiosidad por tus «escapadas» al bosque, y ayer te seguí al acabar el colegio, y vi lo que hacías

—Ah, bueno —respondió el otro—. Sí, me gusta pasar un poco de tiempo tranquilo y en paz con Dios.

—¿Y hace falta esconderse en un bosque para eso?

—Bueno, allí puedo encontrar a Dios.

—Pero, ¿es que Dios no puede encontrarse en cualquier sitio? Donde quiera que vayamos, Dios es el mismo.

—Dios es el mismo, claro, pero yo no.

La historia ilustra bien la búsqueda de esa soledad que vivifica. Todos necesitamos ese espacio interior en el que llegamos a ser nosotros mismo. 

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