Todos víctimas
Resulta finalmente que si toda la vida de Hannibal Lecter ha sido un catálogo de crimen y sadismo se debe a un trauma de infancia. Puesto que unos bárbaros asaron y se comieron a su hermana. Hannibal se sintió impulsado a practicar el canibalismo con el prójimo. Un trauma de la infancia lo justifica todo, incluso en época de posfreudismo. Esa clave traumática legitima lo peor de Lecter —el Hannibal Lecter anterior al traumatismo— pasa a ser un cervatillo asustado por la vida, candoroso y quebradizo. Un trauma lo explica universalmente: a Hitler lo trató mal su tata, Stalin tuvo un abuelo que le pegaba en los nudillos y a Pol Pot su madre le racionaba la salsa de soja. Por eso han sido grandes monstruos de la Historia. Lo que no nos dice la hipótesis del trauma total es por qué millones de seres humanos maltratados por la tata, golpeados en los nudillos o puestos a ración no han llegado a ser como Hannibal o Hitler, sino que han sido gentes de bien.
El victimismo —individual o colectivo— anula la personalidad que en algunos casos trata de preservar. Es una paradoja: cuanto más falsos agravios compila la población de Ruritania, menos ejerce su conciencia real. Del mismo modo, el victimismo paranoico, a fuerza de acumular energías para su autodefensa, más deja desguarnecido el carácter del individuo. Importa más mantener el estatus de víctima aunque sea entrando en la sinrazón. Hay una política del victimismo, una subcultura del victimismo. Llegados a este caso, todos somos víctimas de alguien o de algo: la familia, el país vecino, el calentamiento global, la dieta carnívora, los cambios de clima. El victimismo fecunda el odio. Aparentemente legitimado por una larga memoria, el victimista se nutre de una memoria inventada. En ese bucle, se autoconsume y a la vez se retroalimenta. En los altares del victimismo, la verdad es lo menos sagrado.
[...] Cuando la culpa siempre es del otro, la vida es más llevadera y políticamente rentable. Mientras tanto, los conflictos de una sociedad van dejando poso y se enquistan hasta que la aparición de anticuerpos implanta la confrontación allí donde hacía falta pactar. Un cierto infantilismo aligera mucho el deber de contribuir a la sociedad con ideas y soluciones. En pocas palabras: el victimismo es un impedimento para la consolidación de las sociedades abiertas. Siendo el conocimiento falible, el pluralismo no es una conveniencia, sino una necesidad. En sentido opuesto, el victimismo va erosionando las formas políticas que debieran evolucionar hacia la transparencia y el contraste de alternativas para el buen gobierno. Puesto que los culpables son siempre los demás —la familia, las condiciones sociales—, uno no tiene la culpa de nada. La culpa deja de existir. Queda el victimismo o la sociedad terapéutica. En tono menor, los éxitos ajenos son fruto de la suerte o de una conspiración. Situaciones mínimas: «Qué suerte tienes de saber chino!». Es decir, compraste un número trucado de la lotería y por eso sabes la lengua de Confucio y no porque hiciste el esfuerzo de aprenderla. El entorno social es responsable de todo lo que hacemos mal. Acabamos hundidos en la susceptibilidad porque siempre hay alguien que nos persigue, nos depreda, nos victimiza.
[...] Exigimos el derecho a un psicólogo de guardia en todo tipo de acontecimientos, sean lúdicos o dramáticos. Echamos la culpa a los desajustes de la psique lo que son nuestros propios errores. Si la culpa la tiene la familia patriarcal, la solución es la familia terapéutica. Si las tablas de multiplicar están en el iPhone, ¿para qué aprendérselas de memoria? Como institución, la memoria es una servidumbre castradora. Si se decía yo soy yo y mis circunstancias, ahora todas las circunstancias adversas han dejado de ser un estímulo y pasan a ser parte del catálogo de males que el Estado de bienestar debe tratar con el dinero del contribuyente.
[...] La pérdida de un orden civil razonable y la desaparición de la política del bien común son males de la memoria que van dislocando las virtudes de la democracia representativa. Es el sinfín de derechos que se reivindican mientras que nadie desea ser víctima de sus deberes. El desprestigio de la palabra en la plaza pública y su fosilización en el descaro íntimo de Twiter nos arrebata el alto honor de ser dueños de un lenguaje inextinguible. Al escoger considerarnos víctimas suponemos haber descifrado el origen del mal pero es al contrario, porque el absurdo humano no hace impracticable la dignidad de la persona. Si somos víctimas de una sociedad patriarcal y coercitiva, si hemos de asumir la culpa por todo el mal que Occidente ha causado al mundo del buen salvaje, ¿qué sentido le damos a la Historia? Quizás, por sentirnos victimizados, ya no tenemos en cuenta que la Historia no avanza linealmente, sino que avanza pero también retrocede.
[...] «Afortunadamente para los gobiernos, el público no tiene memoria», dice Bernanos. Somos víctimas sistemáticas y sin memoria. En una sociedad sin memoria genealógica, el victimismo como complejo atrófico ocupa viejos territorios, se desprende de la responsabilidad moral y acaba ineludiblemente confluyendo en el absolutismo psicológico que carcome la moral, la virtud y la elemental noción de bien común. Visto así, Hannibal Lecter es Pinocho.
1 comentario:
He disfrutat de llegir aquest article...aprofit per saludar...em donaves angles a teatins 40 anys enrera o mes.
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