Félix de Azúa (Baudelaire y el artista de la vida moderna)

Presupuestos 

Para orientarnos en nuestra perplejidad en materia de «arte» es conveniente volver una y otra vez al último momento ingenuo, momento anterior a las vanguardias del siglo XX, cuando todavía era posible hablar de arte. Sobre nuestra perplejidad no es preciso perder el tiempo en demostrarla, es demasiado evidente. Puede, sin embargo, resumirse diciendo que carecemos de método para enjuiciar lo relacionado con el arte (bueno, malo; verdadero, falso; real, imaginario) porque el objeto del juicio se ha oscurecido. La máxima complejidad que admite nuestro juicio sobre un objeto artístico es «barato», «caro». En este sentido (pero sólo en este sentido) puede afirmarse que nada de cuanto se produce en el departamento de «arte» tiene ya la posibilidad de ser tratado como arte. Algo similar sucede en el departamento de «religión».

Así y todo, y para evitar el uso irritante de las comillas, usaremos la palabra arte para referirnos al «arte», es decir, a las producciones artísticas posteriores a 1865, aunque es dudoso que respondan al mismo concepto. 

El objeto del arte occidental es la representación continua de espacios, tiempos y sujetos en articulación. Cada representación da lugar a un objeto implicado en nuestro mundo. En su versión ingenua, este proceso se describía así: «Hay un objeto en el mundo y ese objeto es descubierto por el arte». Su versión moderna, es decir, irónica, se formula a la inversa: «Hay un objeto y este objeto nos descubre el arte». Por esta razón, es necesario regresar al último momento ingenuo para investigar lo sucedido y cómo se ha producido la inversión, e incluso si esa inversión es una perversión.

El último objeto de la representación artística anterior a nuestra perplejidad se presentó bajo la forma de una negación de la Naturaleza. El objeto resultante de esa negación es lo que solemos llamar «modernidad» y todavía no es del todo visible, pues nos encontramos en el tramo final de su acabamiento. Coincidimos plenamente con Walter Benjamin al considerar a Baudelaire el primer signo de apropiación del último objeto artístico. Llamamos «Baudelaire» a la primera construcción consciente de ese objeto, al que otros más o menos coetáneos de Baudelaire —Manet, Edgar Allan Poe, Wagner— también se dedicaron.

Que el nombre del último objeto del arte sea «Metrópolis», en la denominación de Benjamin, la gran ciudad industrial, es circunstancial. Lo cierto es que aún no conocemos su verdadero nombre, y no lo conoceremos hasta que su forma esté acabada. La proximidad del final nos invita a estos tanteos del objeto como forma acabada. Sin la menor duda, «Metrópolis» se ha impuesto como nombre del objeto de la modernidad, debido a su carácter de extrema concentración y exhibición de los técnico. Quien dice «Metrópolis» (y ya no volveré a emplear comillas) está diciendo «corazón de dominación técnica». Todos los efectos técnicos tienen su fuente de energía en Metrópolis. El arte de la modernidad, siendo él mismo un efecto técnico, un modo más de la técnica, no podía sino representar su propio fundamento. 

Como objeto, sin embargo, Metrópolis impone una imitación adecuada. Los anteriores objetos clásicos y románticos participaban de una mímesis nunca puesta en duda; en efecto, una Naturaleza llena de objetos minerales, vegetales, animales y humanos, a la que imitar. Pero Metrópolis no admite esa mímesis inmediata. En su acabamiento, los procesos de imitación llevan incluido un sentido del fin, aunque ese sentido sea todavía para nosotros, una incógnita. Los procesos no inmediatamente miméticos de la imitación de Metrópolis son denominados, por la Historia del arte «movimientos» y también «vanguardias». Son términos extraordinariamente equívocos, aunque con el grado de acierto que caracteriza a la Providencia. «Movimientos» remite a los partidos políticos militarizados encargados de la represión en el Estado totalitario: por ejemplo, el Movimiento Nacional de la España franquista. Y «vanguardia», a las élites técnicas encargadas de instalar los dispositivos de control del Estado totalitario; por ejemplo, la Vanguardia del Proletariado en la Rusia bolchevique. Que el arte de la modernidad sea una fiel anagrama del orden nazi-soviético, o de su versión más irracional, el orden democrático-nihilista, a nadie puede extrañar. A pesar, pues, de su ambigüedad, los términos «movimiento» y «vanguardia» equivalen a «estrategias imitativas del objeto Metrópolis». Su acción es similar a la de un restaurador que va descubriendo, paulatinamente, la imagen oculta bajo duras capas de mugre. La paradoja es que esa imagen que se va descubriendo describe únicamente los procesos de la restauración, como si la acción de descubrir fuera, en realidad, una acción de construir.

Baudelaire

Baudelaire es el primero que concibe la metrópolis —y la masa anónima a ella unida—como un objeto artístico cuyo significado se ha presentado en el horizonte. No es un enemigo, un monstruo devorador, un espanto. Es una obra de arte. Un significado que no se agota en el análisis técnico, en la descripción científica, en el panfleto moral, o en el uso meramente fáctico del objeto físico llamado metrópolis. Si bien Dickens y Edgar Allan Poe antes que Baudelaire dieron a la metrópolis la categoría de ser viviente, en Baudelaire aparece la conciencia del fenómeno unida a la lucidez sobre sus consecuencias.

El primer texto en el que Baudelaire reflexiona sobre el anonimato de las masas ciudadanas y las incluye como elemento del poema se encuentra en Mi corazón al desnudo. Sin duda, en la compresión lírica de Baudelaire jugó un papel esencial su experiencia durante la revolución de 1848. Aun cuando el radicalismo ideológico y su amistad con Proudhon y Courbet apenas dejaron huella política en el Baudelaire de la madurez, su baño de multitudes durante el período revolucionario dio nacimiento a un signo artístico enteramente nuevo. Haberse visto a sí mismo fundido en la unidad viviente que presentaba batalla por y para sí misma, sin nombre propio, sin una «nación» como excusa simbólica; haberse confundido en el mar humano que a la luz de las hogueras y mosquetones en mano montaba guardia en las barricadas; haber saltado sobre cadáveres de artesanos, obreros y pequeños comerciantes sin uniforme ni ornamento militar, como ladrillos abandonados de una obra inacabada; más allá de toda reflexión política, fue, para Baudelaire, la iluminación sobre un objeto nuevo que esperaba tomar forma en la palabra y en la figuración. 

El placer de participar de la muchedumbre es una misteriosa expresión del gozo de la multiplicación de los número.

Placer y gozo son síntomas de los que aún podía hablar un artista clásico, pues placer y gozo eran fundamento de los artístico en el pensamiento de la Ilustración. La muchedumbre, piensa el joven Baudelaire, es objeto de arte porque proporciona gozo. La inversión de la protesta elitista, que veía en las masas anónimas un elemento de destrucción y horror, es el primer paso hacia la aceptación de la metrópolis.

Embriaguez religiosa de las grandes ciudades. Panteísmo. Yo soy todos; todos son yo. Torbellino.

La embriaguez religiosa era el síntoma romántico de los artístico, el enemigo del pensamiento Ilustrado. Pero la revelación de lo significativo es ahora el anonimato: todos y yo son lo mismo. El anonimato, sufrido como carencia por parte de los artistas distinguidos, se convierte ahora en lo sagrado para el lírico de la metrópolis.

El vértigo que producen las grandes ciudades es análogo al que se siente en el seno de la Naturaleza. Delicias del caos y de la inmensidad.

En la transposición de los valores, una Nueva Naturaleza, la metrópolis ocupa el lugar de la antigua Tierra. El territorio aparece selvático y por conquistar: es caos, es inmensidad. Así como para Hölderlin la desaparición de los dioses antiguos era un enigma incomprensible, pero forzaba a los mortales a empuñar su destino como el de aquellos que «han llegado tarde» y están dirigidos a una labor más alta y peligrosa que la encomendada a los inmortales, así también para Baudelaire la Tierra y la Naturaleza se han extinguido y frente a cualquier nostalgia propone la asunción radical, es decir, artística, en sí, del mismo orden y de la Nueva Naturaleza: metrópolis, masa anónima, nihilismo. Por eso definía a la vieja Naturaleza como «un montón de hortalizas sacralizadas».

No es casual que la «jungla de asfalto» se pueble de tribus pintorescas, cada una con su propia lengua y sus propias costumbres, hábitos, modas, sistemas de guerra y sistemas de parentesco. En la metrópolis reaparece el tupido tejido por áreas más o menos asilvestradas que caracterizan a la vieja Naturaleza. En el París del siglo XX, los miembros de la delincuencia aún son llamados «apaches». 

Pero la reflexión de Baudelaire no se limita a la mera aceptación pasiva del nuevo objeto, sino que piensa también en una práctica concreta, capaz de dar forma adecuada a ese objeto. El espléndido poemario titulado El Spleen de París, comenzado en 1853, es un documento extraordinario.

¿Quién no ha soñado en sus días de mayor ambición con una milagrosa prosa poética, musical, pero sin ritmo ni rima, lo bastante flexible y brusca como para adaptarse a los impulsos líricos del alma, a las ondulaciones de la ensoñación, a los sobresaltos de la conciencia? Este ideal obsesivo nace sobre todo de la vida en las enormes ciudades, del cruce de sus innumerables relaciones.

Esta «prosa poética», que el propio Baudelaire inaugura, no es otra que la poesía tal y como evolucionará de Rimbaud a Mallarmé y de Proust a Joyce, tras la disolución de la separación en géneros; la pintura de Manet a Cézanne y a Schwitters; la música de Wagner a Schönberg. Una forma capaz de dar cuenta de la «innumerables relaciones» de la metrópolis. La Nueva Naturaleza exige un sistema formal adecuado a su propia esencia, incompatible con la mímesis clásica. Y a ese conjunto de estrategias figurativas se le dará, mucho más tarde, el nombre de «vanguardia. El término «vanguardia» equivale a «representación de la metrópolis».

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