LAS CONSECUENCIAS DE GIDDENS
En este esbozo de la historia intelectual del capitalismo en la década de 1990 sigue faltando un aspecto: la ideación política. Hacía falta una nueva política para lograr que se aceptara el nuevo espíritu del capitalismo, y la aportación más importante a esta política la efectuó la Tercera Vía. La Tercera Vía puede considerarse una interpretación concreta del «centrismo radical», la ideología nacida de lo que describió como el final definitivo de las ideologías del siglo XX. La descomposición del socialismo real había dejado el capitalismo sin alternativas creíbles. Pero también había agravado la crisis de la izquierda en los países occidentales. ¿Qué tipo de reforma podían los progresistas (ya fueran los socialdemócratas europeos, los laboristas británicos o los liberales estadounidenses) defender de manera creíble en un momento en que el capitalismo se estaba afirmando como el único sistema viable? La clave de la prosperidad mundial parecía radicar en que los países del antiguo bloque soviético se parecían más a las economías de mercado de estilo occidental, no al contrario. De ahí la idea de que, en las sociedades capitalistas avanzadas, hasta los problemas sociales podían resolverse con soluciones basadas en el mercado.
[...] Fue precisamente para resolver la clara paradoja entre el libre mercado y la justicia social para lo que los estrategas del Nuevo Laborismo crearon la doctrina de la Tercera Vía. No era en absoluto una idea original. A lo largo del siglo XX se había teorizado y ensayado muchas «vías intermedias», tanto en el Este como en el Oeste. Incluso el compromiso histórico de la posguerra representaba una tercera vía entre el capitalismo y el socialismo. Este era todavía el sentido en el que Anthony Giddens, gurú intelectual de Blair, empleó el termino en 1994, para negar lo que para él era una búsqueda infructuosa. «No hay Tercera Vía de este tipo y, al comprenderlo, la historia del socialismo como vanguardia de la teoría política llega a su fin». Giddens ya dejaba claro, sin embargo, cuál debería ser el camino hacia delante. El objetivo no era alcanzar otro acuerdo entre el capitalismo y algo que se había dado por muerto. La Tercera Vía en el sentido giddensiano-blairista es una vía intermedia entre el neoliberalismo y la socialdemocracia. Esto implicaba, como expresaba el manifiesto de 1998, construir el quimérico «centro radical». Al exponer la filosofía política del Nuevo Laborismo, Giddens mostró explícitamente su profundo desacuerdo con el filósofo Norberto Bobbio, que había sostenido pocos años antes que izquierda y derecha no eran en absoluto categorías obsoletas. Podía tratarse de construcciones históricas, pero para Bobbio seguían encarnando la dicotomía moral de la igualdad y la jerarquía. Giddens objetaba que las grandes transformaciones económicas, sociales y tecnológicas no habían dejado mucho espacio para la lucha y el conflicto. En el mundo globalizado y unipolar, a las sociedades se les presentaban nuevos problemas, retos y posibilidades que convertían los límites entre izquierda y derecha en algo incierto.
[...] El acuerdo de posguerra se basaba en el consentimiento. Los trabajadores, regimentados todavía en el sistema fabril ofrecían su lealtad al capitalismo a cambio de protección social. La socialdemocracia era al mismo tiempo promotora y garante de este pacto que ligaba a trabajadores, capitalistas y Estado. El pactó se debilitó en la década de 1970, se agrietó en la de 1980, y finalmente se rompió en la de 1990. En este punto, por consiguiente, la cuestión central para cualquier fuerza progresista era la de proponer un pacto nuevo, que sonara creíble a sus interlocutores. ¿Qué podía haber sido creíble en una época en la que las relaciones de poder estaban decididamente a favor del capital y, además, el objetivo político era seducir a las clases medias? En primer lugar, hacía falta repudiar el viejo Estado de bienestar, presentarlo como obsoleto. Los ideólogos de la Tercera Vía tacharon de «bienestar negativo» el sistema de bienestar establecido tras la guerra, porque operaba desde la suposición de que el vaso estaba siempre medio vacío. Equiparaba erróneamente el riego a un mal del que la sociedad debía protegerse. Sin embargo, para disipar de manera permanente cualquier nostalgia por los buenos tiempos pretéritos, era necesario efectuar una operación intelectual preliminar: había que refutar la creencia de que el viejo sistema encarnaba el ideal de justicia social. El Estado de bienestar de posguerra, señalaba Giddens, no surgió como un remedio contra la injusticia, ni para promover la búsqueda de la igualdad; no era una creación genuina de la izquierda. Sus raíces se situaban en el paternalismo bismarckiano, la búsqueda de la cohesión social y el proceso de construcción del Estado. Este sistema «antidemocrático» basado en una «distribución vertical de beneficios», había obtenido su espacio de maniobra del Estado-nación, que ahora se derrumbaba ante las fuerzas de la globalización. La igualdad podía y debía buscarse de otras maneras. Más aun teniendo en cuenta que no era un valor en sí mismo, sino su importancia derivaba de la medida en la que fuera «relevante para las oportunidades vitales, en bienestar y la autoestima de la gente». )El lector atento observará aquí un eco de Dahrendorf).
El nuevo bienestar teorizado por Giddens no era ya en esencia un concepto económico, sino uno psíquico, que atañe, como lo hace, al estar-bien». Era un poco como decir que el problema no está en tus bolsillos sino en tu cabeza; en efecto, la afirmación llegaba a sugerir que «el asesoramiento, por ejemplo, puede ser en ocasiones más útil que el apoyo económico directo». Fuera o no el caso, ciertamente al Estado le saldría más barato. Giddens tenía en mente un Estado de inversión social más comprometido con potenciar el desarrollo de capital humano que con garantizar a sus ciudadanos un nivel de vida aceptable. Su principio rector era que no podía haber derechos sin responsabilidades, lo cual recuerda a cierta pasión inglesa del siglo XIX por la formación en autoayuda. Sus programas se efectuarían en cooperación con una variedad de sectores del sector privado, como voluntarios, asociaciones, empresas y sector financiero. Como por arte de magia, el «bienestar positivo» convertiría a los viejos aspectos negativos en oportunidad de mejora: «En lugar de Indigencia, autonomía; no Enfermedad, sino salud activa; en lugar de ignorancia, educación, como elemento duradero de la vida; en vez de Miseria, bienestar; y en lugar de Indolencia, iniciativa». Tal es la superficialidad exudada por el lenguaje de la nueva modernidad. En retrospectiva, no podemos evitar preguntarnos cómo pudieron argumentos de este tipo ejercer un poder tan hipnotizante sobre una generación.
[...] En conclusión, el Nuevo Laborismo adoptó una visión benévola del capital, considerándolo un recurso inmaterial del que todo trabajador podía apropiarse fácilmente. Veía en la nueva economía «poscapitalista» la realización del sueño de mercantilización del capital y desmercantalización del trabajo. Partiendo de la suposición de que «el conocimiento es una especie de capital localizado dentro del trabajador» se deducía la idea tranquilizadora de que «si el capital está dentro de nosotros, ¿cómo puede explotarnos?»
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