John Gray (Los nuevos levitianes) Reflexiones para después del liberalismo

EL FEUDALISMO Y EL FENTANILO

Ser salvado es estar protegido, ya sea relativamente contra males especiales, o absolutamente contra todo género de mal, comprendiendo la necesidad, la enfermedad y la muerte misma.

Leviatán, capítulo 38

Según el teórico estadounidense Joel Kotkin, hoy se está reconstruyendo un orden feudal:

        El feudalismo está de vuelta, mucho tiempo después de que se creyera definitivamente desechado por la historia. [...] Hoy asistimos a la creación de una nueva forma de aristocracia tanto dentro como fuera de Estados Unidos, pues, en nuestra economía posindustrial, la riqueza se concentra en menos manos. Las sociedades se están volviendo más estratificadas, y las probabilidades de ascenso son cada vez menores para una mayoría de la población. Una clase de líderes de pensamiento y creadores de opinión, a la que yo llamo «clerecía laica», brinda su apoyo a la jerarquía emergente. Al disminuir las vías de movilidad social ascendente, el modelo del capitalismo liberal pierde atractivo en todo el mundo y surgen nuevas doctrinas en su lugar, incluidas algunas que apoyan una especie de neofeudalismo.

Muchas sociedades del siglo XXI exhiben algunos de los rasgos propios del feudalismo medieval. Han aumentado las desigualdades de riqueza y de oportunidades, al tiempo que ha formado una especie de «clerecía laica» de intelectuales y expertos que justifican estas jerarquías. Pero no se puede decir que se trate de un nuevo tipo de medievalismo. Ninguna sociedad moderna actual dispone de los recursos culturales necesarios para reinventar un orden feudal.

Las sociedades feudales otorgaban ciertos beneficios y ventajas a sus poblaciones subordinadas que las sociedades contemporáneas no pueden proporcionar a las suyas. Los señores prometían protección para sus siervos a cambio de su mano de obra. Los siervos del siglo XXI, sin embargo, están abandonados a su suerte, es decir, a la anarquía y la desesperanza. El feudalismo se apoyaba en una serie de mitos sobre un orden divino en el que los más pobres tenían reservado un sitio. A la infraclase del siglo XXI no se le ofrece lugar alguno en ningún esquema general. Como las «expersonas» de los regímenes comunistas del siglo XX, son especímenes humanos retrógrados que están en el lado equivocado de la historia.

En el estudio que escribió sobre la Europa del siglo XIV, Barbara Tuchman señaló:

        La propiedad de las tierras y las rentas daban al noble el derecho de ejercer su autoridad sobre todos los de sangre distinta en su territorio, menos sobre el clero y los comerciantes de las ciudades libres. La del grand seigneur abarcaba la «justicia alta», o poder de vida y muerte, y la de los caballeros de menor entidad se limitaba a encarcelar, azotar y otros castigos de «justicia baja». Como base y justificación de ello tenía la obligación de proteger, incluida en su juramento a sus vasallos, que le comprometía —solo en teoría— con ellos tanto como el de ellos con él, y que solo tenía fuerza «mientras el señor respete su juramento». La estructura política medieval era un contrato de servicio y lealtad a cambio de protección, justicia y orden.

Los siervos medievales sabían que sus gobernantes eran corruptos.

        Con dinero se compraba cualquier género de dispensa: para legitimar hijos, la mayoría de los cuales eran de sacerdotes y prelados; para dividir un cadáver en cumplimiento de la costumbre de enterrarlo en dos o más lugares; para permitir que las monjas tuvieran dos criadas; para consentir que el judío converso visitase a parientes no conversos; para casarse dentro del grado prohibido de consanguinidad (con precios variantes para el segundo, tercero y cuarto grados); para comerciar con los musulmanes (con un precio por barco, según una escala que reparaba en el cargamento), y para recibir bienes robados hasta un valor específico. El cobro y el arqueo de tales cantidades de dinero, negociado principalmente por banqueros italianos, hizo que el acto material de contar las piezas fuese corriente en el palacio papal. Siempre que entraba en él, informó Alvaro Pelayo, funcionario español de la curia [pontificial], «encontraba monederos y curas calculando el dinero apilado delante de ellos»

Los movimientos milenaristas se rebelaron contra esta corrupción generalizada. La mayor parte de la población, sin embargo, aceptó el mito que reservaba a la Iglesia la llave de acceso a la salvación. Las sociedades feudales no podían librar a sus súbditos de la enfermedad, la necesidad material ni la muerte, pero sí podían prometerles que se salvarían de todos esos males en la otra vida. El capitalismo contemporáneo promete a sus peones una vida mejor en este mundo, aunque en un futuro mítico en el que nadie cree ya. En las sociedades feudales la droga que forzaba la aquiescencia de los siervos era un opiáceo espiritual. Hoy, en la más avanzada de las sociedades liberales, la clase marginada muere por efectos del fentanilo. 

Desde el año 2000 más de un millón de estadounidenses han fallecido por sobredosis de drogas, opiáceos en su mayoría. Esta epidemia comenzó, al parecer, cuando muchos médicos, incentivados económicamente por las farmacéuticas, se dedicaron a recetar analgésicos en exceso, pero pone de relieve una disfunción de carácter más sistémico. Las «muertes por desesperación» forman parte integral de un sistema económico en el que la mano de obra humana es tratada como un coste desechable del negocio: «La causa fundamental de esta epidemia [de muertes por desesperación] [...] no fueron las fluctuaciones económicas, sino más bien la pérdida a largo plazo de todo un modo de vida para muchos estadounidenses blancos de clase trabajadora».

Esta pérdida de un modo de vida fue una de las causas del auge del populismo a partir de 2016. El término no tiene un significado claro, pero los liberales progresistas lo utilizan para referirse a la reacción política adversa a la discrupción social generada por sus propias políticas. En 1918, cuando aún estaba en Moscú, aunque a punto de exiliarse, Nikolái Berdiáyev comentó, a propósito de la distancia entre la intelligentsia rusa y el resto de la sociedad justo antes de la Revolución, que «la fractura entre la clase intelectual y el "pueblo" se ensanchó, lo que hizo imposible que se formara una conciencia nacional y propició que lo único que se mantuviera en pie fuese la idea de populismo». El teólogo ortodoxo entendió mejor que ningún politólogo que los movimientos de masas son a menudo reacciones contra la arrogancia de las élites radicales.

En el capitalismo contemporáneo, la clase marginada y sectores cada vez más amplios de la antigua clase media no solo se sienten abocados al abismo de la indigencia, sino que se ven privados de toda esperanza. El capitalismo venía autolegitimándose a través del mito de un crecimiento económico sin fin. Ahora, en tiempos de pandemias y de aceleración del cambio climático, ese mito ya no resulta sostenible. Y desaparece. Y los perdedores de la sociedad se quedan entonces sin nada. 

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