José Carlos Rodrigo Breto (Michel Houellebecq- La erosión de lo humano)

Se acabó lo que se daba (o el fin del mundo a plazos)
 
En la primera mitad del siglo XX se produce lo que denominaríamos, o concretamente lo denomina así el escritor austriaco Stefan Zweig, la destrucción de la idea de la seguridad, la llegada de una época en la que el ser humano no se siente ya a salvo de ninguna de las maneras. Si el mundo de ayer era un lugar seguro, el mundo de hoy es un sitio muy peligroso. La sensación de inseguridad es inherente a la modernidad. Se nos apodera un miedo pavoroso y no somos capaces de encontrarnos resguardados ni en el seno de nuestro principal refugio: el hogar. Cualquier amenaza externa puede alcanzarnos, cualquier desastre afectarnos cuando menos lo esperamos.

En principio, esa maldita transición de un mundo seguro a un mundo inseguro, del mundo de ayer al mundo de hoy, vino de la mano de la quiebra que significó la Gran Guerra, es decir, la Primera Guerra Mundial, y la composición geopolítica de entreguerras, la consecuencia del conflicto que alimentó, durante veintiún años, la posibilidad del siguiente estadillo: la letal Segunda Guerra Mundial. El resultado nos arrojó a un mundo que ya nunca sería el mismo de antes porque fue allí donde dejamos de ser humanos para no volver a serlo jamás. 

Porque hay que entender las dos guerras mundiales del siglo XX tal vez como una sola contienda separada por esos años de tregua, pero en donde la batalla política, diplomática, económica, social, continuó con encono: sólo era necesario retomar las armas de nuevo. Y se retomaron. 

La idea del mundo perdido, mundo extraviado y que jamás regresará, la encontramos en El mundo de ayer, ensayo biográfico escrito por Stefan Zweig. Con la Primera Guerra Mundial se liquidó el Imperio austrohúngaro. El Antiguo Régimen, el sistema de los Imperios Centrales que entró en crisis, se caracterizaba por proporcionar al ciudadano una sólida idea de seguridad. Como el traje de un buen sastre, la idea de seguridad le sentaba de maravilla a un habitante del Imperio austrohúngaro, que vivía en la certeza de Calculandia, tranquilo, conocedor de los años de trabajo que le faltaban, el dinero que ganaría durante esos años, el montante y la fecha de su jubilación, incluso el volumen de sus ahorros... Era un traje cómodo, todoterreno, servía para cualquier ocasión. En Calculandia todo quedaba computado, porque como alguien dijo una vez: el Imperio austrohúngaro fue el mayor sistema de pesos y medidas del mundo, la exactitud milimétrica y estatalizada. La precisión matemática se acompañaba de la estabilidad, y la estabilidad era muy buena amiga de la seguridad. En Calculandia todo parecía catalogado, registrado, archivado, para tranquilidad de todos. Un cómodo traje de paseo. Pero iba a cambiar. Del traje a la mortaja.

De forma que, llegada la Gran Guerra, Calculandia se derrumbó; de repente, desapareció la vieja era, así, ¡zas!, como quien se arranca una tirita y sólo queda la cicatriz de bordes enrojecidos. Los paseantes de esa Europa central se quedaron perplejos, ya no podían dar sus caminatas vespertinas, leer la prensa  internacional al abrigo de un belvedere, mirar el horizonte y contemplar el vuelo de los pajaritos de la seguridad. incomprensible, pero ahora el traje era basto, rozaba en el cuello, molestaban las bocamangas, calaba la lluvia. Calculandia metamorfoseada en un anuncio de seguros de vida. Porque peligraba la vida. El problema radicaba en que los humanos, tan imprudentes, carecían de pólizas que garantizaran la preservación de las ideas de Dante y de Erasmo, unas ideas que se perdían a chorros por una hemorragia cuyo nombre era Marne, Somme o Verdún.

Luego, llegó un invitado molesto e inoportuno, como casi todos esos invitados que aparecen sin avisar: Hola, buenas, me llamo periodo de entreguerras. Él solito se encargó de liquidar cualquier posible esperanza de retorno al mundo seguro de ayer, a la Calculandia pasada. Extendió un alfombra roja que no era de terciopelo rojo, que era de sangre, y por ella caminó la Segunda Guerra Mundial con paso firme y dispuesta a ocupar las casas y las vidas de los europeos asustadizos: lo arrasó todo, y la civilización que surgió de ella (y que es la nuestra, la de ahora) ya nada tuvo que ver con la anterior. De Calculandia a Caoslandia: más indefensa, más desarraigada, completamente perdida la identidad de una Europa fantasma que jamás se recuperó. Todos ya, rematadamente inhumanos.

La crisis ontológica

Hay que admitirlo: de la mitad del siglo XX salimos como no humanos, sumidos en la crisis ontológica, es decir, en el no reconocimiento del ser humano por el ser humano como consecuencia de la barbarie. La crisis ontológica que se desarrolla tras la Segunda Guerra Mundial es una conmoción telúrica, terremoto existencial que sume en profundas simas a la filosofía, una agitación destructiva que brota en la sociedad y en el pensamiento occidental a causa del espanto y la catástrofe causados por el conflicto. La idea de «ser» entra en quiebra y afecta a la conciencia de identidad, que se cuestiona y deja en suspenso preguntas sobre quiénes somos, cuál es nuestro propósito en un mundo sin propósito y de qué forma, si es que existe alguna, al menos una, aunque sea sólo una, podemos entender la realidad después de semejante barbarie; preguntas que necesitan ser formuladas, y no digamos ya sus respuestas, en el caso de que pudiéramos responder. Ese es el problema ontológico: ¿existen ahora, tras el horror, respuestas a esas preguntas?

El asunto radica en que ya no sabemos qué somos, por tanto, es imposible responder cuestiones sobre lo que somos. La Segunda Guerra Mundial, el Holacausto, los bombardeos, las bombas atómicas, la magnitud del sufrimiento humano dejaron a la humanidad hundida en una catástrofe de sentido. No hay sentido posible, al menos un sentido tolerable. El optimismo que nos prometía la modernidad, ese risueño progreso técnico como un emoticon sonriente y esas luminarias de la razón y la civilización, se tornaron en el emoji de una caca con ojos; fue el gran apagón, motivado por esas mismas tecnologías que llegaron para optimizar la vida humana y resulta que se usaron de forma clave para la masacre. 

Al término de la guerra, intelectuales y pensadores (pensador, qué interesante término y cuánto se echa de menos) se asomaron al filoso abismo existencial y sintieron el mordisco del frío metafísico en sus circunvalaciones cerebrales: la noticia en primera plana en La Gaceta del Filósofo, con letras enormes y signos de admiración, era que ya no podía sostenerse la fe en lo racional ni en la tradición humanista. La crisis se extendió por toda la cultura general, infectó el arte, contaminó la literatura y apestó la vida cotidiana. Sí, nuestra vida cotidiana también enfermó. La crisis ontológica desplegó unas alas negras y aceitosas como el petróleo, que todo lo pringaban, rasgos propios de la nueva corriente de pensamiento pesimista.

El elemento primordial de la crisis es la percepción nítida de una profunda deshumanización: los campos de exterminio y la fabricación en masa de cadáveres (entraba por una puerta un ser humano y se manufacturaba de forma más eficiente posible para convertirlo en cadáver; es decir, se fabricaba la muerte, la muerte con todo su esfuerzo industrial) nos lleva a discutir la peculiaridad del ser humano. ¿Qué significa ser un ser humano, si es que ahora eso significa algo? ¿Qué valor otorgamos a la vida? ¿Qué significado o qué ha dejado de significar la vida? ¿Qué significa o ha dejado de significar la muerte? Vida y muerte se han convertido en términos relativos, porque después de Auschwitz ya no se puede escribir poesía, dijo Adorno, vale, de acuerdo, pero lo que de verdad ya no se puede escribir es la humanidad. Se quedó allí, agarrada, como la carne muy quemada pegada a una parrilla, a las paredes de las cámaras de gas con imprimaciones de azul de Prusia. 

La crisis ontológica dinamitó la razón y el progreso, esa razón y ese progreso en cuyas piedras angulares confió la civilización del siglos. Sin embargo, la primera mitad del siglo XX liquidó a ambos y nos dejó una desconfianza, un recelo, un rechazo ante cualquier atisbo de intelectualismo, de modernidad. En la línea de la evolución del ser humano, que se levanta sobre dos patas y adopta la postura bípeda, se ha producido una involución: ahora, el ser humano se ha sentado en el suelo y sabe que está más solo que la una. Ya no hay nada en lo que confiar, nada en lo que pensar; es otra característica de la crisis ontológica: el vacío existencial se extiende ante la incapacidad absoluta y total de respuesta del desconsuelo humano, lo que desemboca en una vidas automatizadas, insensibles, secas, resecas y sarmentosas.

Por eso dije que se nos enfermó la vida cotidiana, nuestra vida, y que la crisis ontológica no es un asunto de filósofos, intelectuales, pensadores o como se les quiera llamar. Al preguntarnos qué significa ser un humano tras medio siglo de infligir a los demás seres humanos el mayor de los sufrimientos posibles, se produce una respuesta definitiva en cómo las personas nos relacionamos desde entonces con nosotros mismos y, peor todavía, cómo nos relacionamos con los demás.

Llegamos a 1990. Ya hemos visto cómo el ser humano se ha convertido en una distopía, se ha convertido en el fracaso de todo lo que pudo y no quiso ser, y en este punto, en los últimos diez años del siglo, aparece Michel Houellebecq, que toma de la mano a ese despojo humano y pone en pie su literatura: en el francés, la distopía no es un sistema político corrupto, como Zamiatin, Huxley o Orwell, es el propio ser humano, el ser humano entendido como una distopía andante. Sólo queda sumergir esa distopía en sus novelas, de una forma paulatina, para transitar con ella en la dirección única e irreparable de lo poshumano.

La corrosión del último resto humano. Esa es la historia que  Michel Houellebecq nos cuenta en sus libros.


Maradije literario 1

Combina esta parte con las siguientes lecturas:

El aciago demiurgo de Emil Cioran.

Lo que el viento se llevó de Margaret Mitchell.

Comedia de Dante.

Utopía de Tomás Moro. 

El hombre sus atributos de Robert Musil.

El mundo de ayer de Stefan Zweig. 

Nosotros de Yevgueni Zamiatin.

1984 de George Orwell.

Un mundo feliz de Aldous Huxley.

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