José María Lassalle (Contra el populismo) Cartografía de un totalitarismo posmoderno

[...] Teorizada, entre otros, por Hardt y Negri, la nueva izquierda que rebrotó de la caída del Muro dio la espalda a la Modernidad de forma radical. Esgrimió una «rebelión de las dignidades« y cuestionó las jerarquías racionalizadoras de Occidente por considerarlas instrumentos de colonización intelectual que empleaban la supuesta objetividad del conocimiento y la ciencia como mecanismos represivos. La resurrección simbólica de Lacan practicada por Žižek y la lucha contra el neocolonialismo defendida por De Sousa introdujeron un arsenal dialéctico que pronto fue puesto al servicio de una dinámica revolucionaría que cobró carta de naturaleza en Chiapas y, poco después, en la famosa batalla urbana librada en las calle de Seattle durante la conferencia de la Organización Mundial del Comercio de 1999.

A partir de entonces, tras la caída en desgracia del comunismo, comenzó el cuestionamiento del orden mundial, con armas que recurrirían a la sospecha de que la globalización era una estrategia del neoliberalismo para instaurar una conceptualidad secretamente totalitaria que colonizaba el planeta mediante una racionalidad monotizable que hacía todo consumible. Para ello apelaban primariamente a los sentimientos, siendo estos una respuesta indignada al capitalismo vencedor de la Guerra Fría. Con su gesta de indignación multitudinaria, el altermundialismo empleó una estrategia de guerrilla sentimental contra la militarización neoconservadora y la voracidad neoliberal de sus oponentes después del 11-S. Lo hizo abriéndose a una lógica populista que combinó la ocupación de la calle con la movilización por primera vez en la historia de multitudes digitales. Propuso una contrahegemonía que defendía que el capitalismo fuera enjuiciado por los tribunales, que se diluyera la propiedad bajo claves de solidaridad globales y que se atribuyeran derechos a la naturaleza y a las generaciones futuras. 

El objetivo final era autodeterminar asambleariamente y de forma global la democracia, eximirla de su enfoque liberal mediante la descolonización de sus jerarquías modernas y racionales. Para ello adoptó la fisonomía de una épica romántica que fue el reverso de la que asumieron sus enemigos neocons. Y todo ello después de constatar ideológicamente el fracaso del utopismo marxista desde que la caída del Muro berlinés despojó a la izquierda de toda ambición planificadora, no solo para vislumbrar un futuro, sino también para confiar racionalmente en las posibilidades de gestionarlo a través de la idea de progreso. 

La implosión de la izquierda y su repudio de la Ilustración han hecho que, a partir de sus cenizas emocionales, se haya transformado en populista. En el proceso ha contribuido su apertura a las experiencias vividas en Latinoamérica con el auge del zapatismo, los indigenismo, el chavismo, el peronismo y el aprismo. Esta «latinoamericanización» ha llevado a la izquierda occidental a perder musculatura intelectual e ideológica y a renunciar al reformismo en medio de un inquietante debilitamiento de la socialdemocracia. Convertida en un relato de indignación organizada, ha dejado atrás toda lógica institucional, canalizando su acción política hacia arrebatos que cuestionan sin tapujos el mercado y la democracia representativa, ámbitos que perpetúan su poder mediante un elitismo clasista y profesionalizado, lo cual la crisis económica ha evidenciado a la luz de la corrupción.

La evolución final de la izquierda hacia el populismo ha incorporado un planteamiento transversal de nuevo cuño inspirado en la aplicación estratégica del pensamiento de Gramsci, un sesgo que renuncia a Marx para echarse en brazos de ese Maquiavelo posmarxista que fue el autor de los famosos Carnets. El objetivo es claro: desbaratar la democracia como estructura política de las sociedades abiertas y romper la conexión entre aquella, como instrumento de legitimación política, y estas últimas, como soporte epistemológico y moral de la civilización liberal.

El horizonte del populismo es conseguir la desconexión entre la democracia y la racionalidad legal que la hace posible o necesaria. Por eso, el populismo no ha dudado en invocar una forma de racionalidad que difiere de la moderna y que viene de abajo, de esa estructura de reflexión transversal que, inspirada en la docta ignorancia de la plebe, reclama una especie de ecología igualitaria de saberes y una racionalidad populista en la que el pueblo, según Laclau, define el conocimiento político a partir de la frontera abismal que separa a los de abajo de los poderosos. Una frontera donde el significante «pueblo» es el producto de una cadena de equivalencias de rechazo y agravios en la que el miedo y el resentimiento aspiran a ser el activo políticamente mayoritario del cambio. En fin, una frontera que aspira a ser una combinación estratégica de trinchera y barricada, que divida al pueblo de sus contrarios, los parapete frente a ellos y así los pueda combatir dentro de un dispositivo de comunidad que haga homogénea a la plebe mediante un estado de guerra permanente contra sus enemigos.

* José María Lassalle (Ciberleviatán) El colapso de la democracia...

Mark Lilla (La mente naufragada) Reacción política y nostalgia moderna

DE MAO A SAN PABLO
De las tareas que el pensamiento tiene por delante, no es la última la de poner todos los argumentos reaccionarios al servicio de la ilustración progresista.
                                   
                        THEODOR W. ADORNO, Mínima moralia

[...] El antisemitismo como otros ejemplos de fabricación de un chivo expiatorio, se alimenta del pesimismo histórico. Cierto tipo de izquierda europea, que tiene simpatizantes en las universidades estadounidenses, nunca han superado el colapso de las expectativas políticas revolucionarias que surgieron en las décadas de 1960 y 1970. Algunos movimientos anticoloniales se convirtieron en dictaduras de partido único, el modelo soviético desapareció, los estudiantes dejaron la política para desarrollar careras empresariales, los sistemas de partidos de las democracias occidentales se mantenían intactos, las economías han producido riqueza (compartida de manera desigual) y todo el mundo está fascinado por la conectividad. Hubo una revolución cultural exitosa -el feminismo, los derechos de los homosexuales, el declive de la autoridad de los padres- e incluso ha empezado a extenderse fuera de Occidente. Pero no hubo revolución política y no hay perspectiva de que se vaya a producir ahora. ¿Cuál sería el objetivo? ¿Quién la dirigiría? ¿Qué ocurriría después? Nadie tiene respuestas a estas preguntas y apenas nadie piensa en volver a plantearlas. Lo único que uno encuentra es la (casi exclusivamente académica) izquierda es una forma paradójica de nostalgia histórica, una nostalgia <<del futuro>>.

De ahí la búsqueda un tanto desesperada de recursos intelectuales para alimentarla. Primero estuvo el abrazo al <<judío coronado>> de Hitler, Carl Schmitt, un mariage contre nature si es que alguna vez hubo uno. Su idea de una <<decisión soberana>> oculta fue tomada para argumentar que las ideas liberales -incluidas las de <<neutralidad>> y <<tolerancia>>- son constructos arbitrarios que dan una estructura a las fuerzas de la dominación, ayudadas por instituciones como los colegios y la prensa. La crítica de la ideología de Marx alcanzó la misma conclusión en el siglo XIX. Pero tenía un punto débil fatídico: dependía de una teoría materialista de la historia que podía falsearse por medio de lo que ocurre o no ocurre en el mundo. Después de que la izquierda perdiera confianza en esa teoría, buscó apoyo en lo que Marx habría llamado (y correctamente desdeñado como) <<idealismo>>: un relato de la dominación política que dependía de lo que no era evidente para el ojo desnudo. La teoría de Michel Foucault acerca de un <<poder>> que, como el éter, es invisible pero omnipresente, era un primer paso a esa dirección. La rehabilitación de Schmitt era el siguiente; su descarada defensa de la distinción entre amigo y enemigo como la esencia de <<lo político>> ayudó a recuperar la convicción de que la política es lucha, no deliberación, consulta y acuerdo. Si añades a esas ideas la escalotogía medio comprendida en san Pablo, la fe en una revelación milagrosamente redentora vuelve a parecer posible. Una revolución llega cuando menos la esperas, como un ladrón en la noche.

Es dudoso que los nuevos entusiastas posmodernos de san Pablo reconozcan esa alusión a la Primera Epístola de los Tesalonicenses. El estudio de la Biblia es difícil y requiere dedicación, y los nuevos paulinos quieren que las cosas sean fáciles y excitantes. Y, mientras uno está sentado en un sillón, leer una defensa ingeniosa de Lenin, Mao o Pol Pot provoca un innegable escalofrío, y hallar razones sofisticadas para señalar a los judíos produce satisfacción. Uno puede incluso volver a sentirse activo al firmar una petición en internet que pida un boicot contra los universitarios israelíes y sus instituciones. Provocan un romanticismo político muy viejo que anhela vivir en términos más dramáticos que los que ofrecen las sociedades burguesas, romper y sentir el pulso caliente de la pasión, trastocar las leyes y convenciones banales que aplastan el espíritu humano y pagan el alquiler. Reconocemos este anhelo y sabemos cómo ha dado forma a la conciencia y la política moderna, a menudo a un elevado coste. Pero su santo patrón no es Pablo de Tarso. Es Emma Bovary.

* Mark Lilla (Pensadores temerarios) Los intelectuales en la política
* Mark Lilla (El regreso liberal) Más allá de la política de identidad

Carmen Pardo (En el silencio de la cultura)

Los hombres del siglo XXI  se presentan como magos de sí mismos, tanto en el plano individual como en el colectivo que, liderados por la biología y la tecnología, piensa incidir en la cadena evolutiva del ser. Biopolítica y estetización van de la mano y, a menudo, en algunos ámbitos, como el del cuidado de sí mismo, son difícilmente discernibles. 

Los futuros seres humanos podrían ser diseñados, como Pentti Malaska vaticina, dando lugar a diferentes etapas de la evolución. Esta cadena a menudo es nombrada con la expresión «cadena de producción de la evolución». Los seres humanos serán producidos, tal vez también reproducidos, como las obras de arte en la época de la reproducibilidad técnica. No obstante, en la cadena de producción de la evolución es la idea de progreso la que sigue manteniendo una teleología que se ausentó de la obra de arte reproducida. Por doquier se alude a la producción de un hombre mejorado que, se llega a afirmar, no se parecerá a los humanos.

Se podría pensar que futuribles como éstos forman parte, todavía, del universo conocido en la ciencia ficción. De hecho, las semejanzas que se ofrecen a nuestro imaginario no dejan de llamar la atención. Sin embargo, más allá de que la cadena de producción de la evolución dé lugar a diferentes tipos de cyborg, lo que parece de modo claro es que este viaje llamado progreso es imparable, aunque ello suponga la destrucción de la especie. El mismo Stephen Hawking se ha referido públicamente a los cambios que las biotecnologías y la informática van a producir en la cadena evolutiva afirmando que, si es posible, simplemente se hará. Y todo ello será regido por el deseo de mejoramiento, como se evidencia en la celebración de encuentros tales como «Jornada sobre cómo mejorar al ser humano» (H2.O de humanos 2.0), organizada por el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), en Cambridge (EE.UU) en 2007.

Estas predicciones de perfeccionamiento recuerdan ese otro proyecto de mejora de la raza que, desde finales del siglo XIX y hasta la primera mitad del siglo XX, contó con actores entusiastas. Y, en medio, las dos guerras mundiales. ¿Incidieron ellas en este perfeccionamiento?

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Los hombres que volvían en silencio con sus cuerpos fragmentados habían sido seleccionados.

Antes de la Gran Guerra, aquellos que tenían el rostro desfigurado eran rechazados durante el reclutamiento, para que no influyeran en el resto. Después de la guerra, los rostros destrozados de los combatientes se verán sometidos a un proceso de ocultamiento; se impondrá la máscara. A su silencio se añade la negación del rostro herido y deformado.

A la tecnología, que durante la Gran Guerra condujo a la fragmentación de los cuerpos, le siguió el auge de la medicina orientada hacia las prótesis. Al trabajo de los médicos se sumó el de los artistas. Escultores franceses y británicos se pusieron a trabajar en las máscaras. Los escultores basaban su trabajo en fotografías anteriores a la guerra que pudieran hacer identificables a los portadores de estas máscaras. El resultado eran máscaras que no se correspondían con lo vivido por esos hombres. Las máscaras reproducían, en el mejor de los casos, una expresión congelada de un momento de su vida anterior a la guerra. Sus máscaras no adoptan estados de ánimo ni envejecen; sólo ocultan la desfiguración. Este ocultamiento del rostro tiene como objetivo prioritario que esas personas no sean dependientes del Estado y puedan incorporarse a la vida laboral.

La inserción de los mutilados de guerra pasa por la formación de grupos de orquestas de jazz, vodeviles u otras representaciones en los hospitales donde se llevaba a cabo su recuperación. Los más famosos en EE.UU. eran The Amputettes, seis soldados, con una pierna apuntada cada uno, que, emulando el estilo Carmen Miranda, mostraban sus prótesis mientras bailaban. Después, vendrá el mercado del cuerpo. Se venderán la sangre, los óvulos, el semen, un riñón, las partes de un feto... Todo es susceptible de ser reutilizado. 

Se podría pensar la Gran Guerra y las siguientes como el cumplimiento fiel de la llegada de ese hombre que Marinetti anunciaba: el hombre de partes cambiables. A la mirada a los cuerpos fragmentados le acompañaría entonces la de los cuerpos protésicos. Se está asistiendo a los albores de la medicina estética.

Del camuflaje de guerra al ocultamiento del rostro, pasando por la selección de individuos y palabras, se podría trazar un recorrido posible que encontraría en la desaparición de eso llamado real, es decir, del mundo como había sido entendido. Esta desaparición no significaría una ausencia, pues ésta sería cubierta, a su vez, por las múltiples presentaciones por las que ha sido trocada. Lo real no es solamente una cuestión de perspectiva, de hermenéutica, sino que ahora tiene que ver, además, con la superposición y con la creación de los grandes decorados cinematográficos. Lo real, como los seres humanos, debe ser modificado, mejorado, optimizado, en definitiva, estandarizado.

Adela Cortina (Aporofobia, el rechazo al pobre) Un desafío para la democracia

¿Es realmente un camino prometeico?

Ciertamente, las propuestas de mejora moral con medios biomédicos presentan virtualidades y límites que conviene considerar. Empezaremos por las virtualidades, que, a mu juicio, se sitúan sobre todo en el nivel del diagnóstico

1) Es importante descubrir que nuestras disposiciones morales tienen también bases biológicas, cuyo sentido consiste en lograr la eficacia adaptativa de los individuos. Por una parte porque es posible influir en ellas, pero sobre todo porque si las personas reaccionamos instintivamente desinteresándonos de los lejanos e incluso rechazándolos, porque así lo «mandan» los códigos inscritos en el cerebro, lo que importa es preguntar si ésos son los códigos que queremos reforzar o, por el contrario, queremos orientar nuestras actuaciones en otra dirección. 

2) Esas bases biológicas están preparadas para responder a un entorno social y físico periclitado, la situación actual es muy distinta. Esta constatación es ya un topos de la neuroética. 

3) La evolución de nuestras disposiciones biológicas, que nos preparan para sobrevivir en unas situaciones determinadas, no coinciden con el progreso moral en el nivel cultural. Como hemos mencionado, parece que la especie humana ha permanecido esencialmente igual a nivel biológico y genético durante los últimos cuarenta mil años, mientras se producía el desarrollo cultural, gracias sobre todo al desarrollo del lenguaje oral y escrito. 

Aunque Habermas hable de una «teoría de la evolución social», adaptando el proceso ontogenético del que trata Kohlberg al filogenético, es en realidad una teoría del progreso en la conciencia moral social, entendida en relación con la formación de juicios acerca de la justicia. Una cosa es la evolución biológica, otra, el progreso en la cultura y el juicio moral. Por eso, el progreso queda en el ámbito del razonamiento y no cala en las motivaciones. 

Tal vez este desajuste entre convicción racional, argumentada, y motivación enraizada en emociones acuñadas en el cerebro de forma milenaria esté en la base del «desconcierto moral» del que habla Jonathan Haidt, cuando asegura que las gentes formulan sus principios morales de forma intuitiva, automática y emocional, y por eso cuando se les pregunta por las razones de su juicio a menudo son incapaces de encontrarlas. Y tal vez estuviera en la base del dictum latino del que ya hemos hablado video meliora proboque, deteriosa sequor, que recoge el desconcierto de Medea «pero me arrastra involuntariamente una nueva fuerza, y una cosa deseo, la mente de otra me persuade. Veo lo mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor», y el de San Pablo: «No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero».

4) La pregunta por las disposiciones que es preciso reforzar saca a la luz una cuestión de fondo: qué entendemos por «moral» y si la respuesta es preciso buscarla sólo en el mecanismo evolutivo. Si la moral consiste únicamente en el juego de la cooperación, entonces la mejora debe intentar reforzar el mecanismo evolutivo formateándola. 

Así lo reconocen una gran cantidad de autores, entre ellos, Haidt, quien entiende que la moral no busca maximizar la utilidad de forma individualista, sino que pretende maximizar el bien teniendo en cuenta nuestro ser en sociedad. Se trataría entonces de un utilitarismo durkheimiano, como él mismo aclara en el siguiente texto que ya citamos anteriormente: «Los sistemas morales son conjuntos engranados de valores, virtudes, normas, prácticas, identidades, instituciones, tecnologías y mecanismos psicológicos evolucionados, que trabajan conjuntamente para suprimir o regular el autointerés y hacer sociedades lo más cooperativas posibles». Solo los grupos capaces de crear compromiso pueden suprimir a los polizones y crecer. 

Si entendemos así la moralidad, las modificaciones biomédicas la refuerzan, como en el caso de la oxitocina. «La oxitocina —dirá Haidt— liga a la gente selectivamente a sus grupos, no a la humanidad. Las neuronas espejo ayudan a empatizar con otros, pero particularmente con los que comparten la misma matriz moral. Sería hermoso que los seres humanos estuviéramos diseñados para amar a todos incondicionalmente. Hermoso, pero improbable desde una perspectiva evolutiva. El amor parroquial, disparado por la competición con otros grupos y ampliado por la semejanza, un sentido compartido y la supresión de los polizones puede ser lo máximo que podamos conseguir. La moralidad une y ciega. 

A mi juicio, sin embargo, como hemos ido defendiendo en este libro y señalaremos de nuevo más adelante, el progreso moral alcanzado por la conciencia social en nuestro tiempo no exige sólo favorecer la cooperación en el seno de cada grupo, haciendo posible la selección de grupos, sino que se entiende por «disposiciones morales» las que llevan a tener en cuenta a cada uno de los seres humanos, sin exclusiones grupales. Y es en esa dirección en la que habría que cultivar las emociones mediante virtudes cordiales.

Peter Bieri (La dignidad humana) Una manera de vivir

INTRODUCCIÓN
LA DIGNIDAD COMO FORMA DE VIDA

Tal y como yo la entiendo, la filosofía es el intento de arrojar luz conceptual en experiencias importantes de la vida humana. Para poder reflexionar y hablar sobre estas experiencias hemos inventado conceptos que en los contextos habituales están a nuestra disposición como algo obvio. Con todo, a veces ocurre que deseamos saber más exactamente de qué estamos hablando en realidad, dado que están en juego cosas importantes, tanto en el comprender como en el actuar. Si damos entonces un paso atrás respecto del lenjuage habitual y nos concentramos en el econcepto, constatamos desconcertados que no era de ningún modo claro lo que habíamos estado diciendo todo el tiempo. El concepto nos aparece de pronto extraño y enigmático.

Así puede ocurrirnos con el concepto de dignidad.  La dignidad del ser humano, esto es algo importante, y algo que no puede ser vulnerado. Pero ¿qué es en realidad? ¿Qué es exactamente? Al intentar ganar claridad al respecto podemos seguir dos caminos de pensamiento distintos. Uno el el camino en el cual concebimos la dignidad como una propiedad de los seres humanos, como algo que poseen por el hecho de ser seres humanos. De lo que se trata, entonces, es de entender la naturaleza de dicha propiedad. No se puede pretender entenderla como una propiedad natural, sensible, sino más bien como un tipo iusual de propiedad, que tiene la carácteristica de un derecho: el derecho de ser respetado y tratado de una manera determinada. La entenderíamos como un derecho inherente a todo ser humano, que lleva en sí y que no se le puede quitar, independientemente de las cosas horribles que se le puedan imputar. Hay interpretaciones de este derecho que lo retrotaen a Dios como nuestro creador y tratan de hacerlo comprensible a partir de esta relación.

En este libro he seguido otro camino y adoptado otra perspectiva. Tal como la entiendo y la trato aquí, la dignidad del hombre es una manera determinada de vivir una vida humana. Es un modelo del pensar, del vivir y del hacer. Estender esta dignidad significa representarse conceptualmente este modelo t reconstruirlo en el pensamiento. Para ello no hace falta ninguna mirada a una comprensión metafísica del mundo. Lo que hace falta es una mirada despierta y precisa a las diversas experiencias que tratamos de capturar con el concepto de dignidad. Se trata de entender todas estas experiencias en sus particulartidades y de preguntarse cómo se interrelacionan. Se trata de sacar a la luz el contenido intuitivo de la experencia de la dignidad.

En la forma de vida de la dignidad se pueden distinguir tres dimensiones. Una de ellas es la manera como yo soy tratado por los demás. Puedo ser tratado por ellos de una manera tal que mi dignidad queda garantizada, y ellos pueden tratarme de una manera que destruya mi dignidad. En este caso la aignidad es algo que determinan los demás. A fin de representarme esta dimensión me he hecho la pregunta: ¿qué es todo lo que se le puede quitar a alguien si se quiere destruir su dignidad? O también ¿qué es lo que en ningún caso se le puede quitar a alguien si se quiere preservar su dignidad? De este modo se obtiene una panorámica sobre las múltiples facetas de la dignidad en la medida en que depende de otros, y uno puede poner en claro cómo están interconectadas estas facetas.

La segunda domensión concierne de nuevo a los otros seres humanos con los que convivo. Pero esta vez no se trata de cómo ellos me tratan a mí. Se trata de cómo yo los trato a ellos, más ampliamente, del modo como yo estoy en relación con ellos: del tipo de actitud que yo tengo hacia ellos. Se trata de la manera como ellos, desade mi perspectiva, aparecen en mi vida. Ahora la dignidad es algo que no determinan otros, sino yo mismo. La pregunta directriz reza: ¿qué modelo del hacer y del vivir en relación con los demás conduce a la experiencia de que preservo mi dignidad, y con qué hacer y vivir la echo a perder? En la primera dimensión la responsabilidad radica única y exclusivamente en mí: en mis propias manos está el que consiga o no una vida en dignidad.

La tercera dimensión soy yo quién decide sobre mi dignidad. Se trata de la manera como yo soy en relación conmigo mismo. La pregunta que uno debe hacerse es: ¿qué manera de verme, valorarme y tratarme a mí mismo me da la experiencia de la dignidad? ¿Y cuándo tengo la sensación de echar a perder mi dignidad por la manera como me comporto frente a mí mismo?

¿Cómo se tratan los otros? ¿Cómo estoy en relación con los otros? ¿Cómo estoy en relación a mí mismo? Tres preguntas, tres dimensiones de la experiencia y tres dimensiones del análisis. Todas ellas confluyen en el concepto de dignidad. Ello confiere al concepto su densidad y su perso especiales. Las tres dimensiones se pueden separar claramente en el pensamiento.

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