Donatella Di Cesare (El complot en el poder)

 EL NUEVO ORDEN MUNDIAL

Justo al mismo tiempo que se iba consolidando, en los años que siguieron a la Guerra Fría, la globalización parecía estar desdibujándose, y yéndose ya de las manos. La unificación del capitalismo y de la técnica producía de manera paradójica un desorden inédito e imponderable.

No sorprende que, en semejante escenario y con esas aspiración suya a un todo bien ordenado, el complotismo se haya hecho tan presente e irrefrenable. ¿Qué se oculta detrás del caos aparente? El enfrentamiento de todos contra todos, la nueva guerra civil global, ¿acaso no es una forma de gobernar por medio del caos? ¿Quién teje la trama? ¿Quién tiene el control? Si ya en la «complosfera» ha resonado, perturbadora y terrible, la palabra «Sinarquía» para referirse al gobierno mundial oculto, que manipula a las naciones y subyuga a los pueblos, mucho mayor fortuna aún le ha cabido a la fórmula New World Order, introducida en 1972 por el ideólogo estadounidense Robert Welch y a la que después se ha recurrido tanto que, bajo el acrónimo NWO, se ha erigido un símbolo del nuevo complotismo. El helicóptero negro, fuerza de ataque del Nuevo Orden Mundial, que sobrevuela en las alturas, invisible e imperceptible, es el rostro del supercomplot planetario.

Este imaginario favorece y refuerza la pesadilla de un mundo uniformado, sin fronteras ni límites, modelado conforme a idénticos valores e idénticas normas, un mundo sometido a la tutela exclusiva de un poder ajeno y totalitario. Semejante pesadilla fue prefigurada ya por Ernst Jünger en el ensayo de 1960 El Estado mundial. El Telón de Acero, la aparente división del globo entre dos grandes potencias de la época, no le impide reparar en la creciente uniformidad que, por encima de las naciones, se extiende por doquier al ritmo de la técnica y sus rasgos cósmicos-planetarios. La cima que se destaca sobre el fondo es el Estado Mundial, que no es un imperativo de la razón alcanzado de común acuerdo, sino el sobrevenir de una forma inédita en que la vorágine del mundo parece adquirir estabilidad y orden. Jünger habla de Gestell para referirse a ese dispositivo que escapa a todo control, que supera el concepto tradicional de Estado y se abre a un inquietante paisaje anárquico. 

Si con su movilidad, su celeridad y su alteración el mundo globalizado suscita inquietud, la respuesta no es la cerrazón reaccionaria a la que alude Jünger, es decir, la restauración de la soberanía, el reforzamiento de las comunidades nacionales y de las culturas identitarias. Y mucho menos aún puede dicha cerrazón  ser la del complotismo. La acertada pregunta apuntada por Jacques Attali, «¿quién gobierna el mundo?», exige un análisis en profundidad que, partiendo de los «perdedores» de la globalización, se remonte hasta la gobernanza que administra la economía planetaria. Cuando la complejidad se anquilosa en la complicación, entonces la máquina del complot, esa red que se ha ido dilatando en el espacio y en el tiempo, es la respuesta más a mano. 

Sacar a la luz el poder oculto de la «casta» significa hacer que se transparente su carácter ajeno. Las élites están en el punto de mira en cuanto punta de la infiltración encubierta de los extranjeros. Por esa razón el complot por excelencia es el «complot judío», una acusación que ha tomado diversas formas y ha alimentado el odio antisemita a lo largo de los siglos. Las categorías políticas no son sino la traducción de un trasfondo religioso donde el Judío es el enemigo apocalíptico, poseedor de un secreto cósmico que es la llave del dominio del mundo.

El complot judío contra la sociedad cristiana no es otro que el que se construye, sobre todo durante la Edada Media, sobre la culpa de envenenar los pozos, imputado con mucha más vehemencia durante la epidemia de peste negra de 1348. Pero envenenar significa corromper, contaminar, infestar. Es decir, destruir para dominar. En esa habladuría local ya está contenida la denuncia del complot que se convierte en nacional en época moderna. Baste citar el tristemente famoso affaire en que, entre 1894 y 1906, se vio implicado Alfred Dreyfus, el joven capitán francés injustamente acusado de alta traición. El paso siguiente, favorecido a comienzos del siglo XX por la difusión de Los protocolos de los Sabios de Sion, en es el complot internacional que adopta diversas formas: el complot «judío-plutocrático», personificado por Rothschild; el complot «sionista», de Theodor Herzl; y, sobre todo, el «judeobolchevismo», el peligro rojo que representaba la inteligencia judía de izquierdas, entre León Trotsky y Rosa de Luxemburgo, capaz de tener al mundo en un puño ya con la Revolución de Octubre. 

Extranjeros no asimilables en las naciones, dispuestos para mantener lazos de reciprocidad allende las fronteras, exponentes de la antigua diáspora y del nuevo desarraigo, los judíos supuestamente tejen en torno al globo una red, la trama planetaria del «complot judío mundial». Pasa a ser la amenaza suprema, el superplot, el megacomplot que subsume en sí todos los complots pasados y alberga los venideros. La globalización favorece el mito del complot judío, que al tiempo que se deslocaliza, y a medida que la imagen del mundo se extiende, se potencia retirándose entretando al trasmundo, donde se tejen los hilos de la trama, lugar oculto donde el pueblo judío —esa supersociedad secreta especializada en las actividades criminales de infiltración y manipulación— dirige las suertes del mundo. 

La acusación de construir un «Estado dentro del Estado» es especular respecto a la de urdir una trama planetaria. Ya el filósofo alemán Johann Gottlieb Fichte, no en vano un acérrimo nacionalista, arrojó la sombra de esta sospecha. Pero, además, a la luz del escenario actual, no debe ignorarse este punto: el complot menoscaba la soberanía estatal interna en la misma medida en que refuerza el gobierno mundial oculto. En uno u otro se trata del extraño que se infiltra en lo íntimo para dominarlo.

Se entiende mejor, pues, que hablando hoy de «Estado profundo» se hable a la vez de «Nuevo Orden Mundial». Son las dos caras del mismo complot. Se trata de aquellas fuerzas subterráneas —no importa bajo qué siglas: ONU, FMI, OTAN, BCE, OMS, UE— que constituyen los monstruosos vectores del mundialismo. Mejor leerlo todo bajo la supersigla NOM: Nuevo Orden Mundial. 

Elevado a los altares mediáticos gracias a Trump —quien, mientras el impeachment tomaba cuerpo, se jactaba de desenmascarar el gran complot del «gobierno en la sombra» cuyo objetivo era destituirlo—, Deep State no es un término nuevo. Traduce la expresión turca derin devlet, que en el período entre 1960 y 1980 hacía referencia a aquella parte de los servicios secretos llamada a hacer frente a una hipotética invasión soviética. Inicialmente libre de resonancias complotistas, el «Estado profundo» entra a formar parte de la terminología política para referirse a la continuidad de grupos de poder que, no obstante la alternancia democrática, terminan por ejercer una influencia notable. El Estado profundo se convierte, pues, en aquello que socava la soberanía popular. Es el poder de los despachos, es decir, de los burócratas y los administradores, que, como ya advirtiera Weber, con la proliferación de las normas, la excrecencia de reglas, maniobraban en los meandros de la máquina estatal. [...]

Di Cesare, Donatella (¿Virus soberano?) La asfixia capitalista
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