Thomas Frank (La conquista de lo cool) El negocio de la cultura y la contracultura y el nacimiento del consumismo moderno

[...] Se cuanta aquí la evolución histórica de una forma de vida y cultural alternativa, cómo dejó de ser una fuerza contestaria y pasó a convertirse en una fuerza hegemónica: la historia de cómo el hippismo pasó a ser la lengua de los marginados a ser el lenguaje de la publicidad. 

[...] Cómo el mayor movimiento juvenil y esencialmente anticomercial de la historia se erigió en el símbolo de la aceleración del capitalismo de los años setenta y noventa, o a observar esa adorada contracultura bajo la luz reveladora de un examen histórico y económico. Ha llegado la hora de realizar esta tarea intelectual.


TODOS LOS PATRIARCAS SE SUMARON

Según algunos teóricos como David Harvey, la moda es un logro del capitalismo tardío. Su inacabable transgresión de lo establecido define la historia económica reciente. Algunos observadores de la industria de la moda, como el sociólogo René König, afirman que esta es parte inmutable de la naturaleza humana, producto de una «permanente» disposición hacia el cambio. Y, sin embargo, hasta los sesenta, la característica principal que distinguía la ropa masculina de la femenina era la ausencia de moda. Desde aproximadamente la época de la Revolución francesa hasta los sesenta, las prendas masculinas habían permanecido básicamente inalterables y de colores oscuros. Mientras que la ropa de la mujer podía cambiar radicalmente de temporada en temporada, la de hombre evidenciaba pocos cambios en diseño o apariencia. El traje oscuro, con pocas variaciones, era obligatorio para el hombre de clase media desde los tiempos victorianos.

La uniformidad de la ropa de hombre, también fue un elemento importante en la crítica de la sociedad de masas y su corolario contracultural. Después de todo, nada ejemplifica mejor la ausencia de cambio y el conformismo de la «tecnocracia» que la vestimenta de la gente respetable. La crítica de la ropa de hombre recorría todo el espectro social, desde la revista Life, cuyas fotos de idénticos pasajeros de tren con traje y sombrero llegaron a tipificar el malestar general de los cincuenta, a los cómics de Whiteman, de Robert Crumb, en los que un personaje trajeado era víctima de las extravagantes bromas de gente menos reprimida que él. La industria de la ropa «tradicionalmente conservadora», tal como dijo un columnista del New York Times, debería haber sido una víctima destacada de la revolución del estilo de vida de los sesenta.  Y, sin embargo, ningún sector del «establishment» se mostró más optimista respecto a la contracultura y los cambios que esta parecía traer que los fabricantes y vendedores de ropa masculina. Como la mordaz visión de los sesenta de Irving Howe, en la que «la sofisticada clase media» reaccionaba frente a los «rebeldes de las sensaciones» musitando: «Ay, sí, deslúmbrame de nuevo, esta vez un poco más, dime que soy un perdedor impotente y que, en cambio, tú eres duro y viril». Los profesionales de la ropa masculina medraron en mitad de la condena de su negocio por parte de la contracultura. También aquí la historia fue más complicada de lo que suele sugerir la teoría de la asimilación. Sí, la industria de la ropa masculina experimentó cambios extraordinarios a finales de los sesenta, y lo hizo imitando explícitamente los estilos que se creía que habían introducido los jóvenes contestatarios. En un sentido superficial, la historia es muy sencilla: a finales de los sesenta los hombres prósperos de mediana edad llevaban habitualmente prendas vistosas que tenían un leve parecido con la preferencia pos sus hijos, pero que habían comprado en tiendas exclusivas. Aun así, interpretar la historia de tal manera supone omitir —que los cambios en la industria de la moda masculina no estaban tan relacionados con la revuelta juvenil. La industria de la ropa del hombre se lanzó de cabeza a la revolución por sus propias razones: la contracultura simplemente llegó en el momento en que la industria ya había decidido cambiar de criterios respecto de la ropa masculina e introducir nuevos estilos.

Uno puede estudiar la revolución de las prendas masculinas que sobrevino en la época desde muchas perspectivas: el triunfo del significado social de la ropa, en constante evolución; la manera en que un determinado estilo se filtra a través de la sociedad; el largo y lento, tal vez mortal, declive del traje y la victoria de lo informal. Pero en ese caso uno se arriesga a pasar por alto hechos menos vistosos (pero quizá más significativos), con los que la ropa masculina se enfrentaba en los cincuenta. Eran problemas similares a aquellos con los que se enfrentaban otras industrias, como la publicidad. Los líderes del sector enfocaron esos problemas a través de una visión comercial de la crítica de la sociedad de masas, embarcándose en lo que se conocería como «Peacock Revolution» (Revolución del Pavo Real) mucho antes de que la contracultura entrase en escena. Por ello, cuando la cultura rebelde de los jóvenes finalmente apareció, estos profesionales la recibieron como una posible solución sus problemas. Sin embargo, los cambios en la ropa masculina tendrían unos resultados a largo plazo mucho más ambiguos que los que obtuvo la revolución publicitaria. Aunque su triunfo a corto plazo fue destacable para muchos fabricantes y vendedores, la revolución en la ropa masculina acabó en derrota, e incluso en desastre. Para un reducido grupo, marcó el comienzo de unas tendencias en la ropa masculina que se revelaron inmensamente provechosas.

El relato de la Revolución del Pavo Real viene a ser algo así: a finales de los sesenta los hombres de clase media, de todas las edades, abandonaron los tonos sombríos y las formas severas de la ropa convencional para seguir la moda de los jóvenes rebeldes y las celebridades del rock. Empezó a aparecer una sorprendente serie de prendas llamativas: la chaqueta de cuello Nehru, exagerados abrigos estilo eduardino, trajes informales y accesorios como los collares de cuentas y las cadenas. A finales de 1968, esta revolución se había extendido lo suficiente como para merecer una portada en la revista Newsweek, que observó debidamente que los nuevos estilos habían llegado «con los Beatles, los hippies y las revueltas estudiantiles. En resumen, cuando unas nuevas formas de expresión social comenzaron a emerger en Estados Unidos, la edad oscura de la moda masculina empezó a morir (...) Obsesionada por el color y lo bullicioso, ya sea debido a la psicodelia o a las discotecas, la juventud se viste para adaptarse al entorno y sus mayores están uniéndoseles». 

Axel Kaiser (La neo inquisición) Persecución, censura y decadencia cultural en el siglo XXI

[...] Tomando en cuenta estas diferencias biológicas hay pocas dudas de que la liberación sexual femenina, con los aspectos positivos que tuvo, finalmente implicó una liberación masculina al facilitar enormemente a los hombres la posibilidad de tener sexo. En palabras del académico Nigel Barber, «desde una perspectiva evolutiva, la llamada "liberación sexual de las mujeres" se parece más a la liberación sexual para los hombres. Es decir, los hombres obtienen más sexo y más variedad sexual sin comprometerse emocionalmente. Dado que el poder de negación de las mujeres se reduce, agrega Barber, éstas se comportan sexualmente cada vez más como hombres, lo que es especialmente cierto en las universidades estadounidenses —y otros países—, donde hay cien mujeres disponibles por cada setenta y cinco hombres. Todo ello, concluye, les hace pagar a ellas un alto coste emocional al sentirse muchas veces utilizadas. 

Tal vez por eso la era del #MeToo ha producido reclamos que han llevado a exigir «consentimiento afirmativo», para tener sexo, es decir, convertir la complejidad, impulsividad, ambigüedad, espontaneidad e irracionalidad propia de la actividad sexual en un frío modelo contractual calculando todos los detalles de antemano. La moral tradicional, que entendía las diferencias biológicas inherentes a hombres y mujeres, hacía esto innecesario porque se asumía que no existía sexo sin algún compromiso mayor e incluso hasta el matrimonio, lo que era en sí mismo un poderoso filtro y garantía para la mujer, al menos en el sentido de que tendría sexo con un hombre dispuesto a invertir seriamente en una relación. Con el cambio de la moral sexual, la posición femenina a priori hacia el sexo, que históricamente era de decir «no», pasó a ser «sí», con lo cual ahora se ven obligadas a justificar cuando prefieren hacerlo. En palabras de Mac Donald, las costumbres tradicionales reconocían «los diferentes impulsos sexuales de hombres y mujeres y las dificultades de negociar con la libido masculina». En ese contexto, «el "no" predeterminado al sexo prematrimonial significa que una mujer no tenía que negociar el rechazo con cada hombre», sino que simplemente se asumía como lo normal. La mujer podía acceder si quería, pero no debía justificarse si se negaba. El problema de los tiempos actuales, fomentado por el #MeToo, es que, al negar aquellas diferencias biológicas entre la sexualidad masculina y la femenina, se ha politizado el deseo sexual. Mac Donald explica que «al tratar la libido masculina indómita como un problema político», ha conducido a cada vez mayor control legal. La creciente «burocracia sexual» en los campos universitarios, donde los administradores están «escribiendo reglas altamente técnicas para el sexo que es dominio de lo irracional», es un ejemplo de ello. Y el objetivo no declarado de esas reglas, agrega Mac Donald, es volver al valor predeterminado del sexo prematrimonial al «no» que solían dar las mujeres en sociedades conservadoras, lo que no podrá lograrse por esa vía, pues el problema es cultural.

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Aunque Rawls sea el padre de todo el liberalismo de izquierda, no es el único en esa línea que ha planteado la necesidad de controles migratorios. El filósofo alemán Otfried Höffe, por ejemplo, también ha afirmado que hay un derecho a restringir la inmigración. En su obra («Democracia en la era de la globalización»), Höffe afirmó que si bien existe un derecho a emigrar de cualquier país, el cual deriva de la libertad de conciencia de cada individuo, «un derecho igual de permanecer permanentemente en cualquier Estado del mundo y participar igualmente en el desarrollo del Estado y beneficiarse de las bendiciones de sus programas benefactores, en suma, un derecho a la inmigración, no existe». Höffe agregó que si un país como Liechtenstein se viera avasallado por la inmigración, lo terminaría arruinando política y económicamente, lo que le llevó a concluir que la mejor forma de ayudar a refugiados era en su propio país, pues de esa manera se impide además el propósito de quien los expulsa. Por último, dijo Höffe, «cierto tipo de inmigración masiva sumada a determinado comportamiento puede convertir la inmigración en colonización», que termina dominando a la población local. En conclusión, señala Höffe, «dado que no hay derecho humano a inmigrar, el Estado puede decidir —dentro de unos límites— cuántos inmigrantes quiere aceptar y en qué términos, además de requerirle a los inmigrantes que muestren un mínimo de voluntad de adaptarse a la cultura política y social del estado que los recibe». 

En la misma línea ha argumentado el filósofo David Miller, profesor de Oxford, más bien cercano al liberalismo de izquierda. Según Miller, las perspectivas de derechos humanos o económicos sobre la inmigración son insuficientes. Esto porque no se hacen cargo de un conjunto de valores colectivos de las comunidades que reciben a los inmigrantes, las cuales esperan razonablemente tener control sobre su futuro y su identidad cultural. Miller agrega que si bien hace un siglo existía una presión por que los inmigrantes que llegaran se asimilaran, hoy la cultura —políticamente correcta— incentiva a que éstos mantengan sus tradiciones y hábitos de origen, todo en nombre del «multiculturalismo». Según Miller, «el Estado democrático contemporáneo no puede adoptar una visión tan libre» como hace un siglo, pues «quiere y necesita a los inmigrantes» que se adapten, lo cual implica posiblemente «exigirles que eliminen parte del baraje cultural que traen consigo». De este modo, dice Miller, reconociendo que la inmigración puede ser fuente de graves problemas, «el equilibrio entre apoyar el pluralismo cultural y garantizar que exista un conjunto básico de creencias al que casi todos se suscriban es uno de los principales problemas que enfrentan los Estados con grandes comunidades de inmigrantes. 

Pero los inmigrantes pueden ser un problema no sólo en términos culturales sino también económicos debido a la existencia de Estados benefactores, advierte Miller. El Estado del Bienestar supone la contribución de quienes fueron beneficiarios en etapas de su vida, y ello a su vez demanda el respeto de normas sociales que son «contrarias a las creencias culturales o religiosas de algunos inmigrantes», problema que antiguamente no existía porque los Estados no transferían casi beneficios, dice el profesor de Oxford. Miller afirma que «los Estados del Bienestar redistribuidos reposan en la confianza entre los ciudadanos», y ésta asume que cada uno «se comportará de manera justa bajo los términos del esquema, pagará los impuestos con honestidad y no obtendrá beneficios a los que no tiene derecho». Desafortunadamente, concluye, «hay evidencia de que a medida que las sociedades se vuelven más diversas, étnica y culturalmente, los niveles de confianza tienden a disminuir. Al finalizar su libro sobre la filosofía política de la migración, Miller añade una reflexión fundamental en todo este debate con los neoinquisidores: «Estar a favor de una alta inmigración no significa siempre ser virtuoso, y estar en contra de ella no significa siempre ser prejuicioso». Miller mismo defiende lo que llama «cosmopolitismo débil», el cual implica aceptar que si bien no existe un derecho humano a inmigrar, los Estados siempre deben respetar los derechos humanos de los inmigrantes, y que para negarles la entrada a sus fronteras deben argüir razones. Pero, insiste Miller, una democracia incluye el derecho a la autodeterminación de los ciudadanos, que tienen «el derecho a decidir sobre la dirección futura de su sociedad».

Axel Kaiser (La tiranía de la igualdad)

Theodor W. Adorno (Rasgos del nuevo radicalismo de derecha)

RASGOS DEL NUEVO RADICALISMO DE DERECHA

Sí, señoras y señores, voy a intentar no ya ofrecerles una teoría del radicalismo de derecha con pretensión de exhaustividad, sino poner de relieve, por medio de comentarios sueltos, algunas cosas que quizá no todos ustedes tengan presentes. No es mi deseo, por otra parte, restar validez con ello a otras interpretaciones teóricas, sino simplemente complementar un poco lo que más o menos se piensa y sabe de estas cosas.

En 1959 di una conferencia titulada «¿Qué significa "Revaluación del pasado"?», en la que desarrolle la tesis de que el radicalismo de derecha o, mejor dicho, el potencial de semejante radicalismo, que por entonces todavía no era visible en realidad, se explica por el hecho de que en todo momento siguen vivas las condiciones sociales que determinan el fascismo. Me gustaría, pues, partir del hecho, señoras y señores, de que las condiciones que determinan los movimientos fascistas, a pesar del fracaso de estos, siguen vivas en todo momento en la sociedad, aunque no directamente en la política. En este sentido, pienso ante todo en la tendencia a la concentración del capital dominante tanto entonces como ahora, tendencia de la que no cabe duda alguna, por mucho que se la pueda hacer desaparecer del mundo por medio de todas las artes estadísticas imaginables. Esa tendencia a la concentración significa, por otra parte, la posibilidad del desclasamiento, de degradación, de unas capas sociales que, según su conciencia subjetiva de clase, eran totalmente burguesas y deseaban mantener sus privilegios y su estatus social, e incluso reforzarlo en la medida de lo posible. Esos grupos tienden en todo momento a abrigar odio contra el socialismo en lo que ellos llaman socialismo, es decir, no echan la culpa de su potencial desclasamiento a todo el aparato que lo provoca, sino aquellos que adoptaron una posición crítica frente al sistema en el que en otro tiempo los miembros de tales grupos poseían un determinado estatus, en todo caso según las concepciones tradicionales. Si continúan haciéndolo en la actualidad o si hoy sigue siendo esa su práctica ya es otra cuestión.

Pues bien, el paso al socialismo o, dicho en términos más humildes, a las organizaciones socialistas exclusivamente, ha sido desde siempre para esos grupos muy difícil y en la actualidad en mucho más difícil de lo que lo era antes, al menos en Alemania (y mis experiencias se remiten, por supuesto, a Alemania en particular). Sobre todo porque la SPD se identifica con un keynesianismo, con un liberalismo keynesiano, que, si bien por un lado evita las posibilidades de un cambio de la estructura social que se situaba en la teoría marxista clásica, por otro, refuerza la amenaza del empobrecimiento, en todo caso en último término, de las capas sociales de las que he hablado. Recuerdo el simple hecho de la inflación paulatina, pero perfectamente perceptible, que es precisamente una de las consecuencias del expansionismo keynesiano, y me acuerdo también de una tesis que desarrollé a su vez en ese trabajo de hace ocho años y que entretanto ha empezado a hacerse realidad, a saber, que a pesar del pleno empleo y a pesar de todos los síntomas de prosperidad, el espectro del desempleo tecnológico anda suelto por el mundo en tal medida que, en la era de la automatización —que en Europa central todavía va con retraso, pero que, sin duda, recuperará el tiempo perdido—, las personas que participan en el proceso de producción se sienten ya potencialmente de más —puede que haya expresado la situación en términos muy exagerados—, se sienten ya en realidad potencialmente desempleados. A ello se suma por supuesto el miedo a los países del Este, tanto por su bajo nivel de vida como por la falta de libertad que de forma directa y muy real sufren las personas o incluso toda la masa de la población, y se añade también—en cualquier caso, desde hace poco tiempo— la sensación de la amenaza política proveniente del exterior. 

Hay que pensar ahora en la curiosa situación reinante teniendo en cuenta el problema del nacionalismo en la era de los grandes bloques de poder. Pues resulta que dentro de esos bloques sigue vivo el nacionalismo como órgano de la representación de intereses colectivos en el seno de los grandes grupos en cuestión. No cabe duda, desde luego, de que existe entre la gente un temor sociopolítico, pero también real y muy extendido, a verse metida en esos bloques y de paso a verse gravemente perjudicada por lo que respecta a su existencia material. Así, por lo que se refiere al potencial del radicalismo de derecha en el sector agrario, el miedo a la Comunidad Económica Europea y a las consecuencias que ella entraña para el mercado agrícola es sin duda en este país extraordinariamente fuerte. 

Sin embargo, al mismo tiempo —y con ello abordo su carácter antagónico—, el nuevo nacionalismo o radicalismo de derecha tiene algo de ficticio frente a la actual alineación del mundo en ese par de enormes bloques en los que las distintas naciones y los diferentes estados aislados desempeñan en realidad un papel únicamente subordinado. A decir verdad, ya nadie se lo cree. La libertad de movimientos de una nación aislada se halla extraordinariamente limitada debido a su integración en los grandes bloques de poder. Sin embargo, no deberíamos extraer de ello la ingenua conclusión de que, debido a esa obsolescencia, el nacionalismo ya no desempeña un papel decisivo, sino todo lo contrario; a menudo sucede que las convicciones y las ideologías adoptan su carácter demoniaco, su carácter verdaderamente destructivo, justo cuando de hecho ya son fundamentales debido a la situación objetiva existente. 

Al fin y al cabo, los procesos por la brujería no ocurrieron en la época del tomismo clásico, sino en la de la Contrarreforma, y puede que algo parecido suceda hoy con el nacionalismo «de pathos», si se me permite llamarlo así. Y, dicho sea de paso, en tiempos de Hitler se dio ya ese elemento de nacionalismo incipiente, de nacionalismo que no se cree del todo a sí mismo. Y ya entonces pudo observarse esa vacilación, esa ambivalencia entre el nacionalismo pasado de rosca y su cuestionamiento, una cuestionamiento que a su vez es preciso disimular luego para convencerse a uno mismo y a los demás de su validez. 

Las grandes figuras históricas de nuestro tiempo redactada bajo la dirección de E. Krieg (Mao Tse-tung) El emperador rojo de Pekín

NOS HEMOS PUESTO DE PIE

Trescientas mil personas se aglomeran en el plaza de Tien-An-Men, en Pekín. El rumor de la multitud ha ahuyentado a los pájaros, que no surcan el celo azul pálido en ese memorable 1º de octubre, fecha en la cual la gran urbe del Norte ha recuperado su rango de capital de la nación.

El eco de los gritos que se eleva sobre la marea humana, el sordo repiqueteo de medio millón de pies, en su mayoría calzados con sandalias de madera, es coreada por el horrísono ronquido de las carracas de bambú. Sobre la multitud flotan los estandartes que ostentan la figura del dragón rojo y las banderas, poco numerosas todavía, con las cinco estrellas de oro sobre fondo escarlata,  sumergidos unos y otras en un mar de oriflamas de todos los colores, que semejan pendones de guerra hechos jirones por el fuego del combate. 

En el aire tenso, el polvo que levanta la multitud forma una neblina que parece vibrar sobre la extraordinaria asamblea. Los emperadores mongoles, enterrados muy cerca del lugar donde el gentío se congrega, deben de estremecerse en sus tumbas. De repente cesa el clamor; un espeso velo de silencio se abate bruscamente sobre la multitud. Todas las cabezas se vuelven, todas las miradas convergen hacia el amplio balcón que domina la plaza. Acaban de aparecer una veintena de personajes, que en la inmensa perspectiva semejan minúsculas siluetas recortadas, todas del mismo color gris-azulado, todas difuminadas en el ambiente caliginoso.

Aquí y allá, entre las figurillas, destella el instantáneo rebrillar de los cristales de unas gafas. 

En medio de ellas, una silueta singular se destaca ligeramente: Un poco más corpulenta que las demás; su cara, de anchas facciones, aparece enmarcada por una cabellera de tono oscuro, con las pronunciadas estradas de una calvicie incipiente, que dan al peinado del personaje el aspecto de un pequeño gorro de dos picos.  

Por encima del cuello de la guerrera, cuidadosamente abotonado, sobre la verruga conocida por millones de chinos, y que los periódicos de todo el mundo han popularizado, dominando los pómulos rubicundos, unos ojos menudo, pero de mirada profunda, se posan sobre la suspensa multitud, sobre el bosque de banderas que en el aire aquietado se mantienen totalmente lacias: Mao Tse-tung contempla la imagen perceptible de su victoria y saborea el triunfo. En aquel momento parece que el jefe rojo acariciase en sus manos el fruto de treinta años de una lucha dura, encarnizada, paciente, hábil y despiadada. A excepción de Cantón, que no tardará en caer, todo el inmenso continente chino se la ha entregado. Chiang-Kai-Chek, su implacable enemigo, se encuentra huido en Formosa. Los dos <<supergrandes>> del mundo moderno se han dado cuenta al fin de que una nueva y gigantesca potencia está surgiendo en el mudo. En Washington, Harry Truman intenta adivinar, en vano, las causas que han provocado aquel inesperado final, cómo los millones de dólares gastados en favor de Chiang no han logrado evitar la aparición de un nuevo poder que, el Presidente de los Estados Unidos está persuadido de ello, algún día pueden poner en peligro la seguridad de América. En Moscú, José Stalin se decidió sólo en el último momento a romper con Chiang y a enviar un embajador al nuevo emperador de China; ahora tiene que recordar las palabras que cuatro años antes dijo al consejero de Roosevelt, Harry Hopkins: <<Los comunistas chinos no deben ser tomados en serio>>

El discurso que pronuncia Mao Tse-tung con voz nasal y que es escuchado por una multitud extática, posiblemente se lo dedica el jefe rojo al dictador soviético, al dueño absoluto del universo comunista, del que ha recibido toda clase de improperios y de humillaciones:

<<De ahora en adelante nadie podrá ya insultar impunemente al pueblo chino. ¡Por fin, nos hemos puesto de pie!>>. Al referirse a la recién fundada República Popular China la califica de <<vanguardia de la paz en el continente asiático>>. De expresarse así, es probable que Mao pensase en la coactiva realidad de la primera bomba atómica que los rusos habían hecho explotar en los territorios soviéticos colindantes con China. 

En cualquier caso, no cabe duda de que Mao recuerda siempre la otra bomba atómica, la que los americanos dejaron caer cuatro años antes sobre Hiroshima, y que de un solo golpe arrebató la vida a más de cien mil asiáticos, a una multitud poco menor que la que en aquellos momentos se desplegaba ante sus ojos. Después de haber izado con sus propias manos la bandera roja de las cinco estrellas, símbolo de la recién nacida República popular, Mao exclama: <<A partir de ahora, que tengan cuidado los reaccionarios: tanto los de nuestra casa como los del exterior>>

En la plaza de Tien-An-Men es la locura. Mientras Mao habló, el gentío mantuvo un silencio religioso. Ahora todos dan libre curso a su euforia, a sus odios y a su esperanza. En todas partes resuenan los sones de las bandas de música, que, cada una por su lado, interpretan la Marcha de los voluntarios; el canto que espontáneamente ha elegido el pueblo, a falta de un himno oficial. Los petardos estallan por todas partes: entre las gentes, en los rincones de la inmensa plaza, en las calles que desembocan a ella. Parece como si de pronto corriera una racha de viento, agitando una nube en la que se mezclaba el polvo y el humo de los petardos. El pálido sol de octubre, irisado por el fino celaje que ascendía desde el suelo, pintaba con sus últimos resplandores los tejados de las pagodas. Las banderas restallaban como si los dragones tojos hubieran adquirido de pronto vida propia. Las carracas de bambú ponen de nuevo su infernal contrapunto en el gigantesco rumor que desde la plaza se eleva como un velo de incienso hacia el nuevo amo de China. 

Andrew S. Curran (Diderot) El arte de pensar libremente

EL SEXÓLOGO

Como filósofo, pésimo marido y adúltero reiterado, Diderot dedicó mucho tiempo a pensar tanto en el sexo como en el amor. El cómo ambos encajan (o no) fue algo que le preocupó durante toda su vida adulta. En sus momentos más frívolos, el philosophe reducía el acto sexual a un simple incidente biomecánico, no más que un apresurado «restregar de intestinos».  Pero también tenía una visión mucho más amplia de unas relaciones sexuales exclusivamente utilitarias y carnales. Hacia el final de su vida, en las notas que tomó para su inacabado Éléments de physiologie (1781), explicaba que el acto sexual es a la vez similar y esencialmente distinto del estado de tener hambre. La gran diferencia, en sus palabras, es que, cuando se trata de hambre, «el fruto no tiene deseo de que se lo coman», mientras que nosotros sí. Esta apresurada metáfora no es inmediatamente obvia, pero parece que Diderot está diciendo que nosotros, en tanto que seres sexuales, somos a la vez la persona que come y la comida. 

El sexo, en resumen, era seguramente mucho más complicado de lo que pensaba la mayoría. Esto se trasluce en diversos textos de Diderot sobre el tema. A lo largo de su carrera de cuarenta años como escritor, describió alternativamente el acto sexual como un momento de embriaguez, un momento de concentración completa, un momento de intimidad, un momento de erotismo juguetón, un momento de ferocidad, un momento de devoción, un momento de sumisión, un momento de confusión física y un momento en que se experimenta (o no) el placer máximo del orgasmo con alguien al que se ama. Hacer el amor, aunque tal vez no sea sinónimo de amor a secas, ciertamente es mejor si éste se da.

Diderot también asumía que el complicado mundo del sexo raramente tenía que ver sólo con la procreación. Adelantándose a Freud, estaba convencido de que la sexualidad humana no se reducía a lo que ocurría en el dormitorio. Independientemente de cómo vivía su vida, la gente, recalcaba, inexorablemente se dedicaba a asumir, sublimar o reaccionar contra el impulso más poderoso de la naturaleza. Ése era el caso de los monjes célibes, los libertarios e incluso de los miembros más honorables y rectos de la sociedad. No importa quién seas, como reconoce también sobre sí mismo, siempre hay un poco de «testículo» cerniéndose incluso en «nuestros sentimientos más sublimes y nuestros afectos más puros».

Joyas Humanas

La concepción del sexo de Diderot suponía una pronunciada desviación de lo que había aprendido de niño en Langres. El catecismo le había enseñado al niño que los deseos eróticos, lejos de constituir una parte natural de nuestro ser, sólo surgieron después de que Eva cogiera la manzana prohibida del árbol del conocimiento endosando a la humanidad un deplorable deseo de «deliciosa agitación». El clero de Langres, incluidos los profesores de Diderot en el collège jesuita, partían de ahí, no sólo para condenar el sucio e innombrable acto sexual, sino para arremeter contra las diversiones sociales que podrían conducir a un «comercio criminal» y a perversidades de toda clase. El teatro, en Langres, era retratado como una escuela del escándalo donde públicos mixtos se juntaban en una sala oscura para intimar en la más criminal de las pasiones humanas. Bailar era peor todavía, con sus minuetos trazando espirales que eran supuestamente un vestigio pecaminoso de las bacanales romanas.

Algunas de esas advertencias, en especial las relacionadas con la lujuria potencial del cuerpo, parece que pesaron, y mucho, en la conciencia de Diderot durante su adolescencia. Según Madame de Vandeul, su padre adoptó brevemente algo así como un estilo de vida ascético cuando tenía trece años, no sólo ayunando y durmiendo en paja, sino vistiendo un erizado cilice, o cilicio, bajo su sotana de abate. El porqué Diderot acabó abandonando ese régimen de vida, no se sabe, pero puede imaginarse que pronto descubrió que atormentarse a uno mismo no resulta muy agradable. Unos diez años más tarde, cuando apenas pasaba de los veinte, llegó, según parece, a una conclusión similar sobre el sacerdocio y el pasarse la vida presumiblemente sin placer sexual. En su primera obra, los Pensamientos filosóficos, (1746), condenaba tanto el ascetismo como la abstinencia (así como su austero y clerical hermano, Didier-Pierre), afirmando que los deleites carnales y las pasiones nos hacen ser quienes somos.

Diderot distaba de ser la única persona que escribí a favor de la búsqueda humana del placer en la década de 1740. Julien Offray de La Mettrie, un filósofo-médico y autoproclamado libertino que se vio obligado a refugiarse en la corte de Federico II de Prusia en 1747, redactó dos osadas obras de filosofía celebrando y recomendando los goces del cuerpo: La volupté (1745) y El arte de gozar (1751). Pornógrafos emprendedores y escritores de ficción libertina también creaban versiones dramáticas de esta misma filosofía del placer. El propio Diderot se sumó a la moda a finales de 1747 cuando escribió Los dijes indiscretos. Supuestamente el resultado de una apuesta o un desafío. Los dijes indiscretos era una imitación intencionada del tipo de obra de éxito licenciosa que había popularizado Claude-Prosper Jolyot de Crébillon en la década de 1740. La novela más famosa de este tipo de Crébillon, Le sopha (1742) cuenta la historia de un aristócrata indio que no sólo se ve transformado mágicamente por Brahma en un diván, sino sentenciado a pasar su vida desterrado entre cojines de sofá hasta que dos vírgenes consagren su amor sobre él. Sus aventuras por capítulos como sofá, durante las cuales es baqueteado de diversas maneras, proporcionan el salaz contenido de la novela. 

Las Los dijes indiscretos de Diderot se inspiran simultáneamente en elementos de Crébillon y el tipo de orientalismo fascinado presente en las famosas Las mil y una noche (1704-1717) de Antoine Galland. La trama de Diderot se desarrolla en la corte del Congo, una versión africanizada apenas velada de Versalles. El personaje principal es un sultán congoleño llamado Mongogull (Luis XV), que recibe un anillo mágico de un genio llamado Cucufa (derivado de cocu, «cornudo»), que le da poder para hacer que hablen las vaginas de las mujeres. Durante veintiún capítulos, Mongogul utiliza este recién descubierto poder para obligar a una amplia variedad de joyas o dejes para que revelen sus perversas y clandestinas aventuras. Tras treinta interrogatorios de ese tipo, finalmente decide utilizar el poderoso anillo con su amante, su amada Mirzoza (una obvia versión de la amante de Luis XV Madame de Pompadour). En un evidente gesto de respeto hacia esta defensora de los philosophes y hacia el propio rey, esta joya concreta pronto revela que Mirzoza/Pompadour es la mujer que ha sido fiel. Todas las demás a las que oímos hablar, independientemente de su clase o nacionalidad, le han puesto los cuernos a su ignorantes compañeros. 

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