Javier López Alós (El intelectual plebeyo) Vocación y resistencia del pensar alegre

Capítulo 2. Expertos

La imagen pública del intelectual se construyó sobre la idea (o la ilusión) de un vastísimo saber y agudas capacidades analíticas y discursivas que permitían visiones de conjunto en las que cualquier tema podría ser abordado desde los lugares más remotos e imprevisibles, pero acaso reveladores y estimulantes.  Eso es lo que venía a significar «tener un pensamiento» y lo que también ha cambiado. Las grandes transformaciones acaecidas durante las últimas décadas en la organización, producción y distribución del saber se han visto reflejadas y estimuladas por ciertas mutaciones conceptuales. En el Capítulo 5 hablaremos, por ejemplo, de la vocación, pero fijémonos ahora en la cuestión del experto, al que a menudo vemos desempeñando ciertas funciones previamente asociadas al intelectual. 

El experto no necesita acreditar la posesión de un pensamiento, sino la capacidad de aplicar aquello especial que sabe a un fin determinado. El experto tiene expertise, un término que empezó a extenderse en los años sesenta hasta volverse ubicuo en la literatura empresarial (y, claro, científica) de nuestro tiempo. Se trata de una voz que no tiene una traducción clara al castellano: puede significar experiencia en el uso de algo, destreza, habilidad, maestría... o incluso, en algún contexto, especialidad. Pero no es exactamente ninguna de estas cosas, pues responde a una pragmática específica en el marco ideológico neoliberal. La expertise hace referencia a la posesión de un alto grado de pericia o conocimiento en algo, es decir, a la preparación para la aplicación concreta de un conocimiento concreto. Tiene un carácter intensivo. Esta idea difiere de la especialidad, que supone un conocimiento cuya extensión no es directamente subsidiaria de sus posibilidades de uso.

Confío en que se comprenda que la crítica que aquí se presenta se refiere a la expertise en cuanto concepto productor y regulador de ciertas relaciones sociales derivadas del saber y la inteligencia. No es un ataque a los expertos en cuanto individuos particulares, sino que intenta proporcionar una reconstrucción significativa del modo en que funciona y se articula con fenómenos relevantes del orden vigente. Dicho de otro modo, creo que es conveniente examinar algunos de los supuestos sobre los que descansa la legitimación ideológica del expertismo, así como sus consecuencias, que en buena medida también han de padecer los propios sujetos expertos. 

Rebeliones, masas y expertises

Me parece que se puede aplicar a la expertise mucho de lo que Ortega y Gasset caracterizaba como «la barbarie del especialismo». Dice Ortega: «El especialista "sabe" muy bien su mínimo rincón del universo; pero ignora la raíz todo el resto», lo cual acompaña la aparición de un nuevo tipo humano cuya respuesta moral a sus contradicciones constitutivas (sabio-ignorante, especialista-antiespecialista, hombre cualificado que se comporta como hombre-masa) permiten hablar de barbarie y primitivismo. Sin perjuicio de que muchas de las observaciones orteguianas al respecto sirvan para iluminar nuestro problema, pienso que es útil plantear algunos contrastes.

Por un lado, el filósofo madrileño, que vuelve a hablar de «la barbarie del especialismo» en su conferencia Misión de la universidad, sitúa la cuestión en el marco de una reflexión de largo calado acerca de la irrupción de las masas como actor principal del siglo XX, producto de la asociación liberal en la centuria anterior entre técnica y democracia. Tan fulgurante aparición habría propiciado toda suerte de transformaciones políticas, sociales, morales, psicológicas, artísticas, etc., que a menudo Ortega no parece recibir con especial simpatía. Pues bien, el proceso descrito con tanta brillantez como incomodidad por el filósofo, al punto de llamarle «rebelión de las masas», corresponde a la época del capitalismo industrial, cuya consolidación en el mundo occidental se traduce en la sociedad de masas durante las primeras décadas del siglo XX. En cambio, cabe preguntarse si la experiencia de la actual fase del capitalismo, iniciada en los años setenta, no supondría la inversión de esa etiqueta y autoriza a hablar de una rebelión contra las masas. 

Al cabo, ¿no es la ideología de la expertise una modalidad renovada de elitismo en la matriz supuestamente neutral de la tecnocracia? El gobierno de los expertos sólo tiene sentido en un discurso que propugna el incremento de la eficacia técnica y del volumen de la economía como valores supremos a los que el remitirse. Como es obvio, ello desplaza del debate y participación política tanto a temas como a personas: hay cosas sobre las que no se discute y aquéllas objeto de controversia deben ser abordadas sólo por quienes se supone expertos y no los cualquiera. Según testimonia la involución política global de los últimos años, la vieja alianza entre capitalismo y democracia es cada vez más débil y, desde luego, esta última no puede ser un obstáculo en la expansión e intensificación del primero. 

Por tanto, convendría dejar de contemplar el elitismo como el rasgo discursivo o moral que nos advierte de alguna suerte de actitud o complejo de superioridad por quien incurre en él. El elitismo no es ningún defecto: el elitismo es un programa. Más en concreto, el elitismo es el programa de la rebelión contra las masas. 

Por otra parte, a fin de ganar alguna distancia valorativa, convendría conectar la psicología subyacente al fenómeno con su estructura. De lo contrario, no saldremos de un juicio moral condenado a lamentar la ignorancia y mediocridad de los tiempos presentes, apenas un anticipo de la que se cierne sobre nuestros refinados espíritus. Si en el contexto intelectual de Ortega esto podía tener encaje y comprensión, en el nuestro, a mi modo de ver, suena fuera de lugar. Por eso insisto en que no procede ahora una crítica sobre los individuos que encarnan la expertise, sino que me interesa entender la racionalidad interna de su condición de expertos en cuanto a tales. Es decir, los comportamientos particulares en el marco de su trabajo no nos dirán gran cosa sobre la calidad moral de estos sujetos como personas, pero sí nos pueden decir muchas cosas acerca de la vida profesional y, por tanto, sobre el modo en que nuestras sociedades están organizadas.

Por su racionalidad económica disciplinada a partir del imperativo de maximización de la rentabilidad en el menor tiempo posible, la ideología de la expertise despliega también un prejuicio vitalista contra los intelectuales, pues, en este marco, la vida es acción. El juicio del experto es válido en la medida en que permite tomar decisiones rápidamente, acortando los instantes de duda y los procesos deliberativos, en suma, desproblematizando las acciones. El juicio del experto liquida la cuestión de la responsabilidad: es lo que hay que hacer, mera aplicación técnica de un saber que no tiene por qué estar conectado a ningún otro valor. Como bien señala Enzo Traverso, el experto se integra en un dispositivo gubernamental, «al servicio de quienes toman las decisiones». Pero añadamos algo más. 

López Alós, Javier (Crítica de la razón precaria) La vida intelectual ...

Esperanza Ruiz (Whiskas, Satisfyer y Lexatin)

¿QUÉ ES UN HOMBRE ELEGANTE?

Un hombre elegante no es un dandi, un hombre elegante practica el don de sí mismo y calcula sus excentricidades.

Un hombre elegante no habla de dinero. Un hombre elegante no hace videollamadas. Un hombre elegante no mantiene conversaciones políticas desde Anthony Ede.

Un hombre elegante anhela un escritorio de viaje —el de sir Arthur Conan Doyle era de la maison Goyard— o un baúl biblioteca como el de Hemingway. Un hombre elegante sólo debería viajar para hacer un grand tour. A un hombre elegante no se le ha perdido nada fuera de Occidente, no tiene necesidad de abandonar la civilización, valga la redundancia. La campiña inglesa cuenta como civilización.

Un hombre elegante sabe que My Way es de Claude François. Un hombre elegante usa estilográfica. Le interesa, en casi todo, el gesto del artesano y la técnica secular; conservar rasgos de un pasado que, para él, desaparece angustiosamente rápido. Un hombre elegante no es muy práctico.

Si tenemos en cuenta que la elegancia es centrífuga —sale del centro de la persona y no de la indumentaria—, deberíamos poder transigir en algunos aspectos. A priori, todos ustedes me dirían que un hombre elegante no lleva joyas. Y yo estaría tentada de darles la razón, pero es ver la foto de Clark Gable con una esclava en la terraza de un restaurante (en 1953, en Venecia) o de tipos con chevalières y abalorios bien llevados y me digo, una vez más, que las generalizaciones las carga el diablo. Una cosa es que uno elija decorarse poco o nada y otra bien distinta es que hacerlo no sea elegante. Pues oigan, dependerá de la gracia, el momento y la personalidad de cada cual.

A menudo, la visión del «hombre elegante» está llena de miopías de clase y lugares comunes. Los tirantes y el chaleco, por ejemplo, se consideran cosas de «gordo». Y yo juro por Alexander Kraft, que los tirantes hacen que los pantalones sienten mejor, y el chaleco, bien llevado, puede tener aquél. De hecho, para climas donde el frío es soportable, puede llegar a evitar un abrigo que, como decía Foxá, es caro de mantener. Todo esto es una cuestión de gustos y haríamos mejor en no pontificar mucho sobre el asunto en una época donde el streetwear hace estragos. 

Ocurre lo mismo con el cuello vuelto en los hombres. De nuevo, depende. Un torso estilizado y una estructura ósea ad hoc lo aguantan todo. Si su biotipo es más tirando a pícnico, permítame anunciarle que tiene muchas papeletas para parecer un mando medio de RN, el partido de Marine Le Pen (cuyo padre, por cierto, llevaba de maravilla los col roulé).

Pero sí hay reglas. Un hombre elegante cree en Dios. Un tipo con una chaqueta de tweed, arrodillado en la catedral de San Esteban elevando su plegaria, no tiene nada que envidiar en elegancia a cualquiera de las instantáneas que ilustran el libro Enduring Style, el monográfico —prologado por Ralph Lauren— que Bruce G. Boyer dedica al estilo de Gary Cooper a partir de fotografías del álbum familiar del actor. Cooper, por cierto, como no podía ser de otra manera, luce impecable en la audiencia que mantuvo en Roma con Juan XXIII. Un hombre elegante, cual capitán de barco antiguo, es la autoridad suprema a bordo, por debajo sólo de Dios y gracias a Él. La elegancia es, pues, revolucionaria.

Un hombre elegante jamás pisaría una facultad de periodismo o políticas después de los años 50. Un hombre elegante nunca pediría el menú degustación. Un hombre elegante sólo tiene un abogado. Y por que es su amigo. Un hombre elegante se comporta como si fuera otoño siempre. Fuera de unas manos viriles, recias y cuidadas, no es posible la elegancia. 

Roger Scruton solo encuentra un avía para surfear la posmodernidad: la íntima y necesaria conexión entre moral y belleza. 

Un hombre elegante leería este libro durante una sobremesa de domingo, con una media sonrisa y un dionisíaco Octomore en la mano. Entonces, se dispondría a pasar la tarde revisando el ensayo sobre la nobleza de espíritu de Enrique García-Máiquez.

Sé que me van a pedir referentes entre nuestros coetáneos y me adelanto a sus deseos: no le pierdan la pista al diplomático y escritor Mario Crespo ni al jurista y experto en moda Juan Pérez de Guzmán.

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