Neil Postman (Divertirse hasta morir) El discurso público en la era del «show business»

PREFACIO

Estábamos pendientes del año 1984. Cuando llegó sin que se cumpliera la profecía, los estadounidenses reflexivos entonaron su propia alabanza en voz baja. Se habían mantenido firmes las raíces de la democracia liberal. Dondequiera que el terror hubiera cundido, nosotros, al menos, no habíamos sido visitados por pesadillas orwellianas.

Pero habíamos olvidado que al lado de la pesimista visión de Orwell, había otra, un poco anterior y menos conocida, pero igualmente escalofriante: Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Contrariamente a la creencia prevaleciente entre la gente culta, Huxley o Orwell no profetizaron la misma cosa. Orwell advierte que seremos vencidos por la opresión impuesta exteriormente. Pero, en la visión de Huxley, no se requiere un Hermano Mayor para privar a la gente de su autonomía, de su madurez, y de su historia. Según él lo percibió, la gente llegará a amar su opresión, y a adorar las tecnologías que anulen su capacidad de pensar.

Lo que Orwell temía eran aquéllos que pudieran prohibir libros, mientras que Huxley temía que no hubiera razón alguna para prohibirlos, debido a que nadie tuviera interés en leerlos. Orwell temía a los que pudieran privarnos de información. Huxley, en cambio, temía a los que llegaran a brindarnos tanta que pudiéramos ser reducidos a la pasividad y el egoísmo. Orwell temía que nos fuera ocultada la verdad, mientras que Huxley temía que la verdad fuera anegada por un mar de irrelevancia. Orwell temía que nos convirtiéramos en una cultura cautiva. Huxley temía que nuestra cultura se transformara en algo trivial, preocupada únicamente por algunos equivalentes de sensaciones varias. Como Huxley lo destacó en su libro Nueva visita a un mundo feliz, los libertarios civiles y racionalistas, siempre alertas para combatir la tiranía, «fracasaron en cuanto a tomar en cuenta el inmensurable apetito por distracciones experimentado por los humanos». En 1984, agregó Huxley, la gente es controlada infligiéndole dolor, mientras que en Un mundo feliz es controlada infligiéndole placer. Resumiendo, Orwell temía que lo que odiamos terminara arruinándonos, y en cambio, Huxley temía que aquello que amamos llegara a ser lo que nos arruinara. 

Este libro trata la posibilidad de que sea Huxley, y no Orwell, quien tenga razón.

LA ADVERTENCIA HUXLEYANA

Hay dos maneras de marchitar el espíritu de una cultura. Con la primera, la orwelliana, la cultura deviene en prisión; con la segunda, la huxleyana, la cultura deviene en parodia.

Nadie necesita que se le recuerde que nuestro mundo está actualmente malogrado por muchas culturas, cuyas estructuras Orwell definió como prisión, y describió acertadamente en sus parábolas. Si uno leyera 1984 y Rebelión en la Granja y además Darkness at Noon, de Arthur Koestler, podría disponer de una descripción bastante precisa de la maquinaria del control de pensamiento y de la forma en que opera en un gran número de países, y en millones de personas. Por cierto que Orwell no fue el primero en ensenarnos acerca de la destrucción espiritual que produce la tiranía. Lo que es irreemplazable respeto de su trabajo es su insistencia de que es muy poca diferencia si nuestros guardianes están dominados por ideologías de derecha o de izquierda. Las puertas de la prisión son igualmente impenetrables, la vigilancia igualmente rigurosa y la veneración de íconos igualmente penetrante. 

Lo que Huxley enseña es que en la época de la tecnología avanzada es más fácil que la ruina espiritual provenga de un enemigo con una cara sonriente que de uno cuyo rostro exuda sospecha y odio. En la profecía de Huxley, el Hermano Mayor no nos vigila por su propia voluntad; nosotros lo observamos a él por la nuestra. No hay necesidad de guardianes ni de puertas, ni de ministerios de la verdad. Cuando una población se vuelve distraída por trivialidades, cuando la vida cultural se redefine como una perpetua ronda de entretenimiento, cuando la conversación pública seria se transforma en un hablar infantil, cuando un pueblo se convierte en un auditorio y sus intereses públicos en un vodevil, entonces una nación se encuentra en peligro; y la muerte de la cultura es una posibilidad real. 

En los Estados Unidos las profecías de Orwell son de escasa relevancia, pero las de Huxley están camino de hacerse realidad; porque este país está comprometido en el experimento más ambicioso del mundo para acomodarse a las distracciones tecnológicas que pueden lograrse por medio del enchufe eléctrico. Este es un experimento que comenzó lenta y modestamente a mediados del siglo XIX y ahora, a fines del XX, ha alcanzado una madurez perversa. Como en ninguna parte del mundo, los Estados Unidos se ha esforzado por traer rápidamente a su fin la era de la lenta palabra impresa, brindando así a la televisión una soberanía plena sobre todas sus instituciones. Al introducir la Era de la Televisión, los Estados Unidos han dado al mundo la visión más clara posible del futuro huxleyano. 

Aquéllos que hablan sobre esta cuestión a menudo alzarán la voz histéricamente, dando pie a que se les acuse de alterar el orden público. El mundo de Orwell es más fácil de reconocer y de oponerse a él que el de Huxley. Todo nuestro pasado nos ha preparado para reconocer y resistir una prisión cuando las rejas empiezan a cerrarse detrás de nosotros. Por ejemplo, no es probable que seamos indiferentes a las voces de Sajarovs, de los Timmermans y de los Walesas. Nos alzamos en armas contra estos problemas, apoyados por el espíritu de Milton, de Bacon, de Voltaire, de Goethe y de Jefferson. Pero ¿qué si no se sienten gritos de angustia? ¿Quién está preparado para luchar contra un mar de diversiones? ¿A quién y cuándo nos quejamos, y en qué tono de voz, cuando un discurso serio se disuelve en risas estúpidas? ¿Cuál es el antídoto para una cultura que se consume en risas?

Antonio Escohotado (Los enemigos del comercio) Una historia moral de la propiedad

Jacobinos y colectivistas

<<Soy francés, soy de tus representantes...
¡Oh pueblo sublime, recibe el sacrificio de todo mi ser!
¡Feliz el que ha nacido en tu seno! ¡Más feliz aún el que puede morir por tu felicidad!>>.

M. Roberpierre

Con la Constitución de 1791 llega una nueva forma de gobierno, donde las facultades del Rey se limitan a elegir primer ministro y ejercer un derecho de veto sobre decisiones de la Asamblea. La cuota del poder político atribuida a Luis XVI es mínima si se compara con el absolutismo nominal previo, aunque no deja de ser exorbitante para lo que el país está dispuesto a admitir. Cada uno de sus gobiernos debe, pues, optar entre sostener su decaída imagen o erosionarla más aún, cosa tan sencilla en la práctica como proponer o no el tipo de medida que se verá obligado a vetar. Barnave, primer encargado de la forma de gabinete, evita por ejemplo proponer una confiscación de los parientes no emigrados de emigrés, consciente de que el Rey habrá de oponerse. Su sucesor, Brissot, aprovecha ese proyecto de ley para exacerbar el odio a la Corona.

El tercer parlamento

La Asamblea Constituyente se transforma en Asamblea Legislativa tras nuevas elecciones, que no arrojan resultados imprevistos. Los nuevos miembros pertenecen abrumadoramente a clases medias y si algún cambio se observa es una progresiva pérdida de representatividad, pues la cámara que acaba de entrar en funciones es elegida por menos del 10 por 100 de los electores. La meta de todos estos parlamentos es ser foros democráticos, desde luego, pero la Asamblea Legislativa endurece las condiciones para votar y en bastante mayor medida los requisitos para ser elegido; los aspirantes a escaño deben ahora demostrar que pagaron al Fisco cuando menos el equivalente a cincuenta sous.

El resultado de las elecciones sigue dejando en minoría a Marat y al cada vez más radical Robespierre. De sus ochocientos miembros, la mitad vota sin adscripción a una línea fija, como Sieyès; ciento treinta y seis votan intransigente y doscientos sesenta y cuatro apoyan a los feuillants de Barnave, cuyo grupo asume las riendas del Gobierno. La estrella de la nueva Asamblea es Brissot, un nacionalista exaltado cuyo grupo de brissotins o girondinos acabará formando el último Gabinete de Luis XVI. El presidente del comité constitucional se ha despedido sugiriendo que <<el tiempo de la destrucción ha terminado>>, pero pocos parlamentarios están dispuestos a tolerar que algunas Cortes europeas hayan exigido respeto por la integridad física de la familia real francesa. La Declaración austroprusiana de Pillniz no fue un ultimátum -se limitaba a prever <<represalias>> si las agresiones se reprodujesen-, aunque esto se considera un ultraje intolerable a la soberanía nacional, disparando una declaración de guerra a Austria que se extiende a Prusia y que acabará incluyendo a Inglaterra, Holanda y España. 

A partir de entonces la situación interna se liga a éxitos y reveses del frente -que empieza siendo esto segundo ante todo-, y el proceso que conduce a las primeras levas en masa es indiscernible del que recorta progresivamente el pluralismo ideológico y las garantías civiles. La huída real justifica que el credo sans-culotte considere rota la baraja a todos los efectos, y dos semanas después de que la carroza real haya vuelto a París una manifestación antimonárquica se torna tan violenta que la Guardia Nacional debe proteger disparando a dar. Varios patriotas mueren, sus cadáveres se presentaran como mártires de un Gobierno tiránico y cierta asamblea parisina de distrito proclama: <<El deber más sagrado es olvidar la ley para salvar a la Patria>>

Llega la hora de borrar la distinción entre símbolo y lo simbolizado, el déspota y un pobre hombre vencido. Su torpe intento de ponerse a salvo reconfirma el Gran Miedo, una convicción que en 1788 y 1789 parecía borrosa y propia de analfabetos. Tan cierto como que los graves caen en ahora una conjura para acallar al pueblo matándolo de hambre, y quien diga otra cosa es un enemigo público. Este planteamiento lo vienen proponiendo de modo infatigable periódicos como L´Ami du Peuple de Marat o Père Duchesne de Hébert, que son las manifestaciones más incendiarias de una variada prensa política. 

Nuevos métodos

Desde la manifestación de julio de 1791 el patriotismo parisino ha ido creciendo como vapor calentado en condiciones de confinamiento, y para agosto del año siguiente <<la naturaleza del asunto ha cambiado por completo; ya no se trata de libertad, sino de salud pública>>. Identificada con el honor de Francia, esa salud contempla como foco infeccioso que los reyes sigan existiendo y haya aún tropas regulares en París, mientras afluyen de toda Francia adeptos al desagravio patriótico que será <<una venganza inolvidable y modélica>>. Las principales cabezas de esa reivindicación son el efusivo Danton, que ha ascendido a capitán de la Guardia Nacional, y el gélido avocat Billaud-Varennes (1756-1819), apodado el Rectilíneo. En la mañana del día 10, ante el despliegue de una muchedumbre armada con picas, mosquetes y abundante artillería, el marqués de Mandar -jefe de los que custodian el palacio- se dirige al Ayuntamiento para parlamentar.

Pero nada hay que convenir, el ataque no hará prisioneros, y tras oír algunos insultos el coronel Mandar es pulverizado cuando iba de camino al calabozo. Se ha puesto en marcha el estilo que corresponde a romper la baraja, y el chambelán Roederer convence al rey de que salga literalmente corriendo con los suyos hacia la Asamblea. Allí los diputados se avienen a darle refugio -unos por compasión y otros para poder juzgarle luego- , si bien no puede asistir a sus deliberaciones y debe conformarse con un cuarto trastero. Destituido a continuación, él y su esposa pasarán de ese recinto a cárceles separadas tan pronto como termine el combate en las Tullerías [...].

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