Cuando conocí la obra de Cioran en 1979 (es decir, exactamente treinta años después de aparecer su Brevario de podredumbre), se me vino a la mente de inmediato, en vista de su arte de captar con brillantez aforística el cántico de la muerte, el siguiente pasaje de un Libro de fantasmas chino: un colegial se ríe de su maestro, que sólo habla de la muerte: «Hablas continuamente de la muerte y, sin embargo, no te mueres». Este pasaje lo comentó Kafka así en una carta a Milena: «Es injusto reírse del héroe que yace en el escenario herido de muerte y canta un aria. Nosotros yacemos y cantamos todo el año».
Cuando Kafka escribió esto en septiembre de 1920, Cioran tenía 9 años. Creció, despreocupado, en las proximidades de Hermannstadt/ Siebenbürgen, como hijo de un pope ortodoxo, y no sospechaba cuán cerca iba a estar la poesía de la muerte kafkiana de su propia obra, que él ya comenzaría a principios de los años treinta en lengua rumana. Cioran cantó continuamente sobre la muerte, sobre el suicidio, sobre el insomnio, la melancolía, el cafard (intraducible) y de la degeneración (déchéance physique).
En 1937 se fue definitivamente al exilio parisino, donde vivió más de medio siglo —hasta dos años antes de su final (21 de junio de 1995), en la residencia Broca— con su compañera, la profesora de segunda enseñanza Simone Boué (que se ahogó el 11 de septiembre de 1997, inmediatamente después de que apareciera la obra póstuma de Cioran, editada por ella, los Cahiers, por más que él siempre se viera como el gran solitario.
[...] Ciertamente, Cioran, durante largo tiempo, sólo fue una recomendación restringida a amantes de lo irremediable, esto es, no apropiado para existencialistas o, aún menos, para marxistas. «Si la humanidad tuviera que comenzar de nuevo en el futuro, lo haría con su escoria, con los cretinos de todo el mundo, el sedimento de los continentes; se perfilará la caricatura de una civilización [...]». Como uno de los pocos que no subliman ideológicamente su miedo a la muerte, sino que afrontan la catástrofe del nacimiento, «cultivó en el aforismo el desasosiego en medio de las palabras [...], ese desasosiego de derrumbarse junto con todas la palabras».
Aunque Cioran ha sido designado a menudo como filósofo sucesor de Nietzsche, él mismo se veía en una posición intermedia, por así decirlo en la hoguera de los sistemas, en una «mezcolanza de filosofía y poesía, con predilección por la última. No olvide —me escribió— que siempre he arrastrado conmigo restos de teología y que estuve infectado por el lenguaje de la mística».
Esto puede sorprender tanto más cuanto que él llevó el arte de la destrucción a sus extremos: «Vivir significa perder el suelo» y: «Yo sólo vivo porque está en mi poder morir cuando yo quiera: sin la idea de suicidio ya me habría matado hace mucho tiempo». Contrincantes y también admiradores del gran escéptico («El escepticismo es la elegancia del miedo») le reprocharon que, aunque él toda su vida había escrito tanto sobre el suicidio como a su favor, tal vez hubiese impulsado a algunos a cometerlo, él mismo nunca había hecho empleo de él. Quien le haya visitado en los últimos años de su vida en la residencia de ancianos, donde tenía que vegetar con el ánimo ausente, sabe de la ironía macabra de su destino, que le condenó a estar vario años entregado, sin perdón, a merced de la vida.
Cuando Cioran me envió, en 1989, la traducción alemana de su primera obra rumana, En las cumbres de la desesperación, me escribió en ella, en su alemán un poco defectuoso: «Si en mi juventud no hubiese producido este clamor, habría abandonado hace tiempo la escena». Al no abandonarla, siguió yaciendo continuamente en la escena herido de muerte, y se lamentaba, pero de ello hizo un canto...
[«Sólo la música puede crear una complicidad indestructible entre dos seres. Una pasión es perecedera, ella es como todo aquello que participa de la vida, mientras que la música es de una esencia muy superior a la vida y, ante todo, a la muerte».]
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