Víctor Lapuente (El retorno de los chamanes) Los charlatanes que amenazan el bien común y los profesionales que pueden salvarnos

La tesis central de este libro es que existen dos grandes retóricas políticas: la del chamán y la de la exploradora. También podemos llamarlas culturas políticas, pero se ha empleado esta expresión para denotar fenómenos tan diversos que me decanto por el término «retórica». La retórica del chamán se basa en la indignación, en la lucha, en soñar con lo imposible, en poner la realidad frente al espejo de la utopía, en las grandes expectativas de cambio, en la política transformadora. Por el contrario, la retórica de la exploradora se basa en la solidaridad, en el consenso, en soñar en lo posible, en poner la realidad frente a las alternativas factibles, en las pequeñas expectativas, en la política incrementalista. En el mundo del chamán, el objetivo es devolver el orden al caos. Y el arquetipo político sería Robin Hood, alguien que aspira a restaurar la justicia social, quitando a los privilegiados para dárselo a los desfavorecidos. En el mundo de la exploradora, la meta es resolver los problemas colectivos de forma solidaria. Y el arquetipo serían los mosqueteros, los que, frente a otros principios, anteponen la fraternidad: todos para uno y uno para todos.

La retórica del chamán divide a las sociedades y paraliza el progreso; la de la exploradora une a las comunidades políticas y estimula los avances. Las retóricas no entienden de ideologías: unos chamanes son de izquierdas y otros, de derechas; igual pasa entre los exploradores. Las retóricas tampoco saben de fronteras: hay chamanes y exploradores tanto en el sur como en el norte. Las comunidades políticas denominadas hoy por la retórica de la exploradora fueron antaño dominadas por la de los chamanes, y viceversa. La retórica marca la política de un país, pero no la determina.

Es posible, por tanto, pasar de la retórica del chamán a la de la exploradora. De hecho, objetivamente, no es muy difícil cambiar. No se necesita dinero ni lanzarse a las barricadas, basta con un cambio de mentalidad. Pero el cambio es poco obvio, es contrario a la intuición, a lo que nos pide el cuerpo. Las retóricas tienen inercia y la del chamán empuja hacia una mayor radicalidad. El chamán, encandila, encanta, embruja. Pero hay que desenmascararlo. 

A pesar de defender la política como consenso y fraternidad, este libro no es pacifista. Cada capítulo tiene un enemigo intelectual definido, que son ideas, mitos, pero no personas. Frente a estos lugares comunes, cada capítulo ofrece su reverso: una alternativa menos atractiva a primera vista, pero más fructífera para el progreso de las naciones.

Tabla 1. Mapa del libro


En este capítulo inicial, los mitos, las ideas nocivas, solo son esbozados. Nos quedamos en la superficie, en los sentimientos que provoca la política. El sentimiento político más visible en el mundo occidental, y sobre todo en el sur de Europa, es la indignación, tan comprensible como tóxica. Las situaciones de crisis no requieren ciudadanos indignados, sino todo lo contrario: personas que fomenten la tranquilidad, el sosiego, la reflexión. La alegría sensata de cambiar las cosas con pequeños pasos.
A menudo, esa política que avanza a pequeños pasos —denominada incrementalista— se confunde con un proceso político lento o conservador. Todo lo contrario. Ser incrementalista es más progresista que cualquiera de las propuestas transformadoras, que buscan ir a la raíz de los problemas, y que surgen tanto de sofisticados think-tanks como de atolondrados populismos. Los ajustes parciales —el incrementalismo— no son una señal de timidez, como afirmó Charles Lindblom en una aguda disección de la esencia de la política. La velocidad a la que caminamos depende de dos factores: el tamaño de los pasos y la frecuencia. Las aspiraciones de cambio político más comentadas en tiempos de crisis concentran sus esfuerzos en diseñar pasos muy grandes, enormes: saltemos a un tipo marginal del IRPF del 75%, a la renta básica universal, a ofrecer empleo público a todos los parados, a unas políticas justas...

Pero los grandes pasos suelan acabar en grandes caídas. Y eso si, con suerte, se han podido intentar, pues suelen despertar enormes temores y reticencias en los grandes intereses. Estas grandes resistencias generan grandes frustraciones. Por el contrario, los pequeños pasos son fáciles, despiertan la confianza y permiten tomar velocidad. Es en conseguir una alta frecuencia de pasos, y no en su longitud, donde hay que aglutinar las energías.

Eso es lo que han hecho los estados de bienestar más avanzados. Sus políticas icónicas —de la protección de ancianos y dependientes a las bajas paternales, la educación infantil y las inversiones en investigación y desarrollo— no son el resultado de grandes pasos, sino de pasos pequeños, pero constantes. No nacen de programas grandes y detallados, sino de experimentos pequeños y abiertos. No son concebidas por políticos singulares, sino por los profesionales de lo público en plural. No son el resultado de un control férreo, sino de liberar las fuerzas creativas de unos profesionales del sector público que dan con, y no para, los políticos esos pequeños pasos. Muchos. Y cada vez más rápidos.

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