La altivez ideológica
Alemania es hoy un país con notables dificultades, y por méritos propios. Parece un contrasentido incidir en el mal momento germano, el Estado con más músculo económico, financiero y productivo de la eurozona, sobre todo si se lo compara con España o Italia, pero lo cierto es que ha dilapidado todo aquello que la estructura de la UE puso en sus manos. Uno de sus principales errores fue, paradójicamente, el de no saber manejar la economía. El exceso de capital que le generaron su posición en el euro y las reformas internas que instigó, como detallan Pettis y Klein, se invirtió de manera incompetente, entre otras cosas, en el ladrillo europeo, en las cajas españolas o en subprime estadounidense, con resultados catastróficos. En lugar de orientar esas grandes cantidades hacia la economía productiva, Alemania especuló con ellas y provocó una innecesaria y avariciosa exposición a los derivados que los bancos estadounidenses le vendieron. Las malas inversiones germanas supusieron que España tuviera que rescatar con dinero público las cajas de ahorro para que los bancos germanos no resultaran aún más dañados y, con ello, la esfera financiera global.
Ese fue un instante crucial, por cuanto hubo que decidir qué camino tomar para superar la crisis. Fue el momento de cambiar el paso y de recomponer la Unión para que adquiriese una posición más sólida. Fue entonces cuando se pudo tomar conciencia de las trampas a las que abocaba la insistencia en la expansión y el enfoque en el exterior. Pero se prefirió persistir en la fórmula que beneficiaba al norte europeo, y Alemania, convencida de que bastaba con apretar los presupuestos públicos de los Estados meridionales para regresar al momento de efervescencia anterior, prosiguió con su proceso de desarme político y geopolítico. La era Merkel no fue un periodo dorado, sino «el momento en que Alemania perdió su ventaja tecnológica debido a un enfoque mal dirigido a los superávits fiscales y la falta de innovación». El resultado fue dinero dilapidado, falta de cohesión interior y pérdida de valor tecnológico.
Puedo haber sido de otra manera: si Alemania hubiera dedicado el exceso de capital a una finalidad distinta, si hubiera comprendido algo tan evidente como que su fortaleza dependía de impulsar un mercado interno poderoso, que debía fortalecer industrias estratégicas y retener áreas clave, como la tecnológica y la digital, y que debía recomponer el poder adquisitivo de su población para impulsar el consumo y el crecimiento, las cosas serían hoy diferentes. Si hubiera sido consciente de que la UE debía avanzar en el camino de crear un espacio europeo fuerte, en lo económico, lo político y lo geopolítico, las facturas de esta época serían mucho más fáciles de afrontar.
[...] Las elites económicas de los países europeos sacaban partido de la arquitectura global y continuaban fijadas en su interés privado, aunque este fuera de corto alcance. Y los cuerpos dirigentes de la UE, la tecnocracia europea, respondieron desde una perniciosa mezcla de idealismo y altivez. La forma en que desarrollan sus tareas, las funciones que desempeñan y su carácter opaco suponen la constatación de un deseo, el de la ausencia de la política y del parlamentarismo en Europa, una construcción en el vacío que Peter Mair describió con precisión. Son un cuerpo de elite con un carácter y una forma de pensar propios, que se desenvuelve en un entorno construido desde la suficiencia y que opera sin un parlamento que pueda ejercer de contrapeso real. Esa falta de democracia y de transparencia es entendida como una necesidad para Europa, como una garantía de conocimiento técnico no contaminado por la política. Se ha conformado así un cuerpo encerrado en sus propias convicciones y con un poder notable, y la conjunción de estos factores no puede dar otro resultado que un sector aplanado, sin nervio, sin capacidad de reacción y sin talento estratégico. Sus certezas no son programáticas para esta época, como no lo eran para la inmediatamente anterior, pero se dictan desde la soberbia de quienes se sienten en un escalón superior, el de la técnica y la ciencia, respecto a las decisiones políticas. Por lo tanto, nada brillante, innovador o pragmático podía salir de ese espacio, porque vivía encerrado en una ciudadela en la que no entraba la luz. El anquilosamiento que Ortega señalaba en la España de hace un siglo encontró una continuación en las capas tecnocráticas europeas.
Las elites funcionariales no operan de este modo por simple voluntad. Han sido conformadas por un espíritu concreto, por una comprensión del mundo que apenas les deja margen para una acción diferente. Esa mirada ideológica, y a estas enormemente cálidas, que caló en los huesos de la construcción de la Unión Europea, encontró en estos cuerpos sus mejores aliados. Han sido los principales convencidos de que el mundo se estructuraría mediante el comercio, la disputas se dirimirían en organizaciones internaciones a través de las leyes, y la economía de mercado ofrecería la paz y la prosperidad que siglos de ideología y de nacionalismo habían impedido. Desde esta abstracción de la realidad han gobernado las elites europeas, hasta que la realidad ha venido a llamar a la puerta en forma de guerra.
[...] Es un destino lógico para una zona geográfica que se creyó un modelo a imitar al mismo tiempo que se hacía dependiente del exterior: en lugar de fortalecer todo aquello que le era propio, desde la industria hasta su mercado interior, desde el nivel de vida de sus ciudadanos, hasta toda su industria (y no sólo la alemana), prefirió confiar en un sistema global en el que era un actor que carecía de los colmillos del poder. Cuando el viejo orden ha comenzado a disolverse, han quedado al desnudo los efectos estratégicos en los que incurrió esta Europa modélica. Se apostó por los valores en detrimento del poder, y quizá no tengamos ni uno ni los otros.
El tiempo convertido en espacio
Sin embargo, la tendencia que despunta con la desglobalización es el regreso del nacionalismo por otros caminos, y quizá Rusia sea el mejor ejemplo. No es la prosperidad la que agrupó a los rusos en torno a una idea nacional, sino su opuesto. La caída de la URSS supuso un shock para ellos, que no sólo perdieron muchos territorios que se independizaron, a menudo en términos hostiles, sino que vivieron una doble crisis, la del descenso brutal en el nivel de vida para buena parte de sus poblaciones y la desorganización de la vida cotidiana. La conversión de las mafias en el poder informal y continuo que estructuraba el día a día tuvo crueles consecuencias para las poblaciones rusas. Al poco tiempo de la llegada de Putin al poder, el país comenzó a recomponerse, porque el nuevo dirigente trajo orden, reestructuró las instituciones, aunque fuera autoritariamente, y disciplinó a los oligarcas para someterlos al Estado. En ese cambio asentó su popularidad interior, ya que se percibió como un avance enorme respecto de los tiempos de caos. El desarrollo continuó siendo socialmente desigual, pero al menos se había recuperado la paz cotidiana. En una segunda fase, el regreso del orgullo nacional se convirtió en la oferta cohesionada de Putin. El país seguía manejándose en una economía neoliberal, los oligarcas continuaban teniendo poder y las diferencias económicas estaban muy presentes, pero Rusia avanzaba como potencia y recuperaba la posición internacional que le era debida. La antigua gran potencia volvía a ser mucho más que una gasolinera con armas, y era el momento de recobrar la influencia y el poder que el desplome de la Unión Soviética le había restado. La guerra de Ucrania ha intensificado esa posición ideológica según la cual hay que construir una Rusia grande y soberana, que mantenga a EEUU fuera de su territorio y que impulse otro modelo de relaciones internacionales. Dado que las sanciones obligaran a un repliegue interno, Putin quiere aprovechar ese cierre para convertirlo en una virtud y regresar no sólo al alma rusa sino a su antigua productividad y a la construcción de capacidades nacionales que conviertan el Estado en mucho más autónomo. Si el resultado de ese desacople con Occidente, ligado a la suerte final de la guerra de Ucrania y de los efectos de las sanciones, es favorable a Putin, habrá logrado su propósito de ofrecer un sentido nacional al esfuerzo y sacrificio de sus poblaciones, y otros países seguirán su camino.
En todo caso, el repliegue en el territorio como elemento conhesionador y como camino de salida para los perdedores está siendo muy relevante. Se vivió en el Brexit o con la llegada de Trump al poder, y ahora puede elevarse a una dimensión mucho mayor. Los territorios que se sentían en declive y que deseaban recuperar la pujanza reclamaron el auge perdido mediante la desconexión global. La protección y la dignidad que les habían sustraído en las décadas anteriores las trataban de reconquistar mediante la recuperación de la fortaleza nacional, el único camino de salida que percibían como posible. La clase había sido sustituida por el territorio como factor político primero.
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