Timothy Snyder (Sobre la tiranía) Veinte lecciones que aprender del siglo XX

La vida es política, no porque al mundo le importe cómo te sientas tú, sino porque el mundo reacciona a lo que tú hagas. Las mínimas decisiones que tomamos son en sí una especie de voto, y hacen más o menos probable que se celebren elecciones libres y justas en el futuro. En la política de lo cotidiano, nuestras palabras y nuestros gestos, o su ausencia, son muy importantes. Unos cuantos ejemplos extremos (y no tan extremos) del siglo XX pueden mostrarnos por qué.

En la Unión Soviética, en tiempos de Iósif Stalin, los carteles de propaganda retrataban a los agricultores prósperos como cerdos -una deshumanización que, en un escenario rural, claramente sugiere la matanza. Eso fue a principios de la década de 1930, cuando el Estado soviético intentaba dominar a la población rural y extraer capital para una industrialización intensiva. Los campesinos que tenían más tierra o más ganado que los demás fueron los primeros en perder lo que tenían. Un vecino al que se retrata como un cerdo es alguien a quien se le pueden arrebatar sus tierras. Pero quienes siguieron aquella lógica simbólica a su vez se convirtieron en víctimas. Tras poner a los campesinos más pobres en contra de los más ricos, el poder soviético requisó las tierras de todo el mundo para las nuevas granjas colectivizadas.  La colectivización, una vez concluida, provocó la inanición del gran parte del campesinado soviético. Millones de personas en la Ucrania soviética, en el Kazajístan y en la Rusia soviética murieron de una forma horrible y humillante entre 1930 y 1933. Antes de que terminara la hambruna, los ciudadanos soviéticos llegaron a trocear los cadáveres para comer carne humana. 

En 1933, cuando el hambre en la Unión Soviética alcanzaba su punto álgido, el partido nazi llegó al poder en Alemania. En la euforia de la victoria, los nazis intentaron organizar un boicot a las tiendas de los judíos. Al principio la campaña no tuvo demasiado éxito. Pero la práctica de marcar una empresa como <<judía>> y otra como <<aria>> con pintura en las ventanas o en las paredes sí afectó a la forma de pensar de los alemanes acerca de la economía doméstica. Una tienda marcada como <<judía>> no tenía futuro. Se convertía en objeto de planes codiciosos. Al imponer a los bienes una etiqueta étnica, la envidia modificó la ética. Si las tiendas podían ser <<judías>>, ¿por qué no otras empresas e inmuebles? El deseo de que los judíos pudieran llegar a desaparecer, un deseo tal vez reprimido al principio, fue creciendo, espoleado por la codicia. Así, los alemanes que marcaban las tiendas como <<judías>> participaron en el proceso por el que efectivamente los judíos acabaron desapareciendo -igual que los que se conformaban con mirar. Aceptar aquellas marcas como parte de un paisaje urbano aceptable equivalía ya de por sí a transigir con un futuro homicida.

Es posible que algún día te ofrezcan la oportunidad de exhibir símbolos de lealtad. Asegúrate de que esos símbolos incluyen a tus conciudadanos en vez de excluirlos. Incluso la historia de las insignias de las solapas dista mucho de ser inocente. En 1933, en la Alemania nazi, la gente llevaba insignias en la solapa que decían <<>> durante las elecciones y el referéndum que confirmaron el Estado de partido único. En 1938, en Austria, gente que anteriormente no era nazi empezó a llevar en la solapa insignias con la esvástica. Lo que podría parecer un gesto de orgullo puede ser una fuente de exclusión. En la Europa de las décadas de 1930 y 1040 algunos optaron por llevar una esvástica, y después otros tuvieron que llevar una estrella amarilla.

La fase final de la historia del comunismo, cuando ya nadie creía en la revolución, nos ofrece una última lección sobre los símbolos. Incluso cuando los ciudadanos están desmoralizados, y lo único que quieren es que les dejen en paz, los distintivos público pueden seguir sosteniendo un régimen tiránico. Cuando los comunistas checoslovacos ganaron las elecciones en 1946 y después procedieron a reclamar todo el poder tras un golpe de Estado en 1948, muchos ciudadanos checoslovacos estaban eufóricos. Cuando el pensador disidente Václav Havel escribió <<El poder de los sin poder>> treinta años después, en 1978, explicaba la continuidad de un régimen opresivo en cuyas metas e ideología ya creía muy poca gente. Havel presentaba la parábola de un tendero que coloca un cartel que dice: <<¡Trabajadores del mundo uníos!>> en el escaparate de su tienda. 

No es que el hombre comparta realmente el contenido de esa cita de El manifiesto comunista. Coloca el cartel en el escaparate para poder retirarse a su vida cotidiana sin tener problemas con las autoridades. Cuando todo el mundo obedece a esa misma lógica, la esfera pública se cubre de símbolos de lealtad, y la resistencia se convierte en algo impensable. En palabras de Havel:

Hemos visto que el sentido real del eslogan del tendero no coincide con el texto. Como quiera que sea, este significado real es muy claro y, de ordinario, comprensible. Existe en realidad un código: el tendero ha declarado su lealtad [...] de la única manera que el poder social es receptivo: es decir, aceptando el ritual preestablecido, aceptando la <<apariencia>> como realidad, aceptando las <<reglas del juego>>. Al hacer esto ha entrado él mismo en el juego [...] ha permitido al juego avanzar, continuar, en resumen ha permitido que se jugara.

¿Y qué pasa, se preguntaba Havel, si nadie juega a ese juego?

1 comentario:

Gustavo Lobig dijo...

¿Qué pasa si nadie entra a ese juego? La respuesta es que entonces no habría más dictadores ni líderes destructivos de masas, pero es una pregunta retórica y hasta necia, dada la naturaleza humana y su conocida inclinación a la recompensa inmediata, al lucro, al poder, a la destrucción. Vale más preguntarnos: ¿Podemos evitar que tanta gente supuestamente inteligente, bondadosa y constructiva, apoye al aberrado que emerge en cada época para hacerse del poder con su demagogia y ser causa del sufrimiento colectivo? ¿Puede nuestra especie evolucionar al punto de no elegir aprender desde el error repetido y el consiguiente dolor, de no seguir sufriendo por la banalidad del mal que tan bien expuso Hanna Arendt? En todo caso, este estupendo texto de Snyder invita a reflexionar.

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