Walter Benjamin (Historias y relatos)

MYSLOWTIZ-BRAUNSCHWEIG-MARSELLA
La historia de un fumador de hachís

[...] Todo esto me persuadió de que el hachís hacía ya tiempo que había empezando a actuar sobre mí, circunstancia de la que si no hubiese bastado la transformación de las polveras en cajas de bombones, de los estuches de níquel en pastillas de chocolate y de los peluquines en pilas de pasteles, mis propias risotadas hubieran bastado para alertarme, puesto que es sabido que el éxtasis se inicia por igual con carcajadas que con risas, quizá más quedas e interiores, pero sin duda más embriagadoras. También lo reconocí en la infinita dulzura del viento que en el lado contrario de la calle movía los flecos de las marquesinas. Acto seguido se hizo sentir la imperiosa necesidad de espacio y tiempo que se experimenta el adicto al hachís. Como se sabe, extraordinaria: al que acaba de fumar hachís, Versalles se le antoja pequeño y la eternidad le sabe a poco. A estas dimensiones colosales que adquieren las vivencias interiores, al tiempo absoluto y al espacio inconmensurable, no tarda en seguirles una sonrisa beatífica, preludio de un humor maravilloso, mayor aún, si cabe, debido a la ilimitada cuestionabilidad de todo lo existente. Sentía demás tan ligereza y seguridad en el andar que el suelo irregularmente empedrado de la plaza que cruzaba se me antojó el suave pavimento de una carretera que yo, vigoroso caminante, transitaba en la oscuridad de la noche. Al final de esta plaza inmensa se levantaba un feo edificio de arcadas simétricas y con un reloj iluminado en su frontispicio:Correos. Que era feo lo digo ahora, entonces no lo hubiese visto así, y no sólo porque cuando hemos fumado hachís nada sabemos de fealdades, sino sencillamente porque ese edificio oscuro, expectante -ansioso de mí-, con todos sus dispositivos y buzones prestos a recibir y transmitir la inapreciable conformidad que haría de mí un hombre rico, despertó en mi interior una profunda sensación de agrandamiento. No podía apartar de él la mirada porque comprendía que hubiese resultado fatal para mí haber pasado demasiado cerca de la fachada sin reparar en su presencia y, sobre todo, en la iluminada esfera de su reloj. Allí, muy cerca de donde me encontraba, vi amontonadas en la oscuridad las sillas y mesas de un bar, reducido pero de aspecto sospechoso, que, aun cuando bastante alejado del barrio apache, no lo frecuentaban burgueses sino, como máximo -aparte del genuino proletariado portuario-, dos o tres familias de chamarileros de la vecindad. Allí tomé asiento. Era lo mejor y aparentemente menos peligroso que en aquella dirección tenía a mi alcance, extremo que yo, en mi delirio, había calculado en la misma seguridad con que una persona exhausta y sedienta sabe llenar hasta el borde un vaso de agua sin derramar una sola gota, cosa bien difícil para otra en plena posesión de sus facultades. Apenas percibió que me tranquilizaba, comenzó el hachís a poner en juego sus encantos con tan tenaz energía como yo nunca había experimentado ni volvería a experimentar. Me convirtió en un consumado fisonomista, yo, que normalmente soy incapaz de reconocer a amigos de toda la vida o de retener en la memoria las caras de quienes me rodeaban, lo que en circunstancias normales hubiese evitado por una doble razón: por no atraer sobre mí sus miradas y por no soportar la brutalidad de sus rasgos. Ahora comprendo por qué a un pintor -¿acaso no le ocurrió a Leonardo y a tantos otros?- esa fealdad que asoma en las arrugas, que proyectan las miradas y exhiben algunos rostros, puede parecerles el auténtico reservoir de la belleza, más hermosa que el arca del tesoro, que la mágica montaña abierta que muestra en su interior todo el arco del mundo. Recuerdo especialmente un rostro de hombre infinitamente animal y soez en el que, de pronto, tembloroso, creí vislumbrar <<las arrugas de la noble resignación>>. Los rostros masculinos eran los que más me fascinaban. Comenzó el juego, tenazmente aplazado, de que en cada nuevo semblante asomara un conocido del que a veces recordaba el nombre, a veces se me escapaba. Instantes más tarde la alucinación se esfumó, como se desvanecen los sueños, sin producir turbación o embarazo, sino amigable y pacíficamente, como una criatura insegura que hubiese cumplido con su cometido.

* Walter Benjamin (Cartas de la época de Ibiza)

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