Oscar Wilde ( El retrato de Dorian Gray)


Se volvió y, dirigiéndose a la ventana, corrió las cortinas. La brillante luz del amanecer penetró en la habitación y barrió las fantásticas sombras de los oscuros rincones donde habían permanecido trémulamente. Pero la extraña expresión que había notado en el rostro del retrato pareció seguir allí, aún más intensificada. La ardiente luz del sol dibujaba líneas crueles alrededor de la boca, tan claramente como si él mismo, después de haber hecho alguna cosa horrible, se hubiera mirado a un espejo.
Retrocedió y, cogiendo de la mesa un pequeño espejo ovalado circundado por unos cupidos de marfil, uno de los muchos regalos que lord Henry le había hecho, se apresuró a mirarse en él. En sus rojos labios no aparecía ninguna línea de aquéllas. ¿Qué significaba esto?
Se frotó los ojos y volvió a acercarse a la pintura, examinándola otra vez. No había notado ninguna señal cambiada cuando miró antes al cuadro y, sin embargo, no cabía duda, la expresión se había alterado. No era una simple imaginación suya. La cosa era horriblemente visible.

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